Pocas veces la palabra evasión, referida a un espectáculo, adquirió un sentido tan nítido como en el caso de Sydney Piddington.
Este aprendiz de mago, nacido durante la Primera Guerra Mundial en Australia, fue reclutado por las fuerzas armadas de su país durante la Segunda. Como aprendiz de artillero, asistió a la caída de Singapur. La derrota le condujo al campo de concentración Chan Chang, una sucia ratonera donde la vida era un auténtico infierno.
Entre sus compañeros se encontraba el dibujante Ronald Searle, que dejó un puñado de apuntes de las condiciones de vida de los prisioneros. También el novelista Russell Braddon, que describió las penalidades del cautiverio en La isla desnuda y acabó convirtiéndose en biógrafo del Piddington.
El joven artillero encontró casualmente un ejemplar suelto de una revista de psicología en el que el Dr. JB Rhine escribía sobre telepatía. Empezó a experimentar, y terminó diseñando un espectáculo teatral con el que entretener a sus compañeros de infortunio. Se trataba de que, por unos momentos, olvidaran la violencia de los guardianes, de los extenuantes trabajos forzados, de la desnutrición y de las enfermedades. A veces, lo consiguió en circunstancias muy difíciles.
Al terminar la guerra, Sydney Piddington volvió a Australia y se casó con una joven actriz radiofónica llamada Lesley Popei. Juntos adaptaron para la radio el espectáculo de telepatía concebido para el campo de concentración. Y funcionó. Lo que al menos nos empuja a preguntarnos sobre el estado anímico de los lugares supuestamente libres.
Fue un auténtico éxito. La BBC les ofreció un sustancioso contrato y se trasladaron a Londres, donde el éxito se reprodujo.
Los Piddington se mostraban capaces de comunicarse entre sí a pesar de la distancia, del aislamiento, de los obstáculos. Reinaban en el horario nocturno. Hasta veinte millones de espectadores aguardaban el comienzo de su espacio.
En una época en la que no existían los microtransistores, la pareja se intercambiaba mensajes e informaciones entre el estudio de la BBC y las mazmorras de la Torre de Londres o una campana de buceo, sumergida en las aguas del Támesis.
Los Piddington involucraban en la solución del dilema a un público expectante. Su lema era: Usted es el juez.
Se desencadenaron apasionadas discusiones. Los espectadores sostenían variadas teorías para explicar el fenómeno. Las condiciones en que se efectuaban los programas eran controladas rigurosamente por especialistas independientes. Esa fue parte importante de su éxito.
Se pensaba en la existencia de un código. ¿Pero cómo lograban trasmitirlo? La mayor parte de las explicaciones fueron desmontadas por la pareja.
Chesterton hubiera dicho que los ingleses, un pueblo que recurre a menudo a hablar del tiempo, disponía al fin de un tema de conversación interminable. ¿Cómo lo hacían? Después de años de cavilaciones nadie fue capaz de ofrecer una explicación convincente. Los Piddington tampoco.
Naturalmente existía una explicación. Pero no se la transmitieron a nadie y se la llevaron a la tumba.
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