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«Las mujeres perfectas» («The Stepford Wives», 2004), de Frank Oz

En el cine, la sátira es un género muy espinoso de llevar a cabo con éxito. Requiere que director y espectadores conozcan, comprendan y compartan los referentes de los que se sirve aquélla; que éstos se hallen integrados en una premisa y una trama consistentes que sean algo más que una mera excusa para encadenar chistes; y, quizá lo más importante y difícil: encontrar el tono adecuado. Tanto un humor burdo como uno demasiado sutil y oscuro pueden desbaratar el propósito original: ridiculizar algo con propósito moralizador o lúdico. De vez en cuando y en el campo de la ciencia ficción, aparecen títulos ejemplares en este campo, como Héroes fuera de órbita (1999), pero lo más frecuente es encontrarse con intentos mediocres que se quedan a mitad de camino tras haber fallado en alguno de los puntos antedichos. Caso en cuestión: Las mujeres perfectas.

Joanna Eberhard (Nicole Kidman) es una alta ejecutiva de la cadena de television EBS. Después de que uno de los realities que produjo descarrilara a raíz de que uno de los concursantes, disgustado y en pleno ataque de nervios, empezara a disparar al público de una gala, es despedida y cae en una depresión. Su marido, Walter (Matthew Broderick), deja su trabajo en la misma cadena y toma la decisión de que la familia (que se completa con dos hijos) ha de cambiar de aires. Y el lugar elegido como nuevo hogar en el que encontrar una nueva dirección y salvar el matrimonio es Stepford, un pueblo de Connecticut custodiado por seguridad privada y cuyos residentes son todos de alto standing.

Una vez allí, Joanna empieza a sentirse incómoda y desconcertada por la aparentemente perfecta vida que llevan todos en esa comunidad. Bajo el liderazgo del matrimonio más destacado del lugar, compuesto por Mike (Christopher Walken) y Claire Wellington (Glenn Close), todas las mujeres parecen ser diosas del sexo que se contentan con tener sus hogares en perfecto estado de revista y esperar pacientemente a que sus esposos regresen. Mientras que Walter se amolda rápidamente al pueblo y su ambiente, Joanna, más alienada aún que antes, se hace amiga de Bobbie (Bette Midler), una escritora polémica, algo atolondrada y la única que parece escapar a esa epidemia de perfección. Ambas empiezan a investigar y descubren que los esposos del pueblo, reunidos en el club local, están reemplazando a sus mujeres, profesionales de éxito y obsesionadas por sus trabajos, por androides diseñados para comportarse de forma absolutamente complaciente y servil. Es más, ellas dos son las siguientes en la lista…

Las mujeres perfectas es un remake de una película de 1975, Las esposas de Stepford y que a su vez era la adaptación de una novela de Ira Levin (cuyas otras dos incursiones en el género fantacientífico de resonancia mundial fueron La semilla del diablo,1967; y Los niños del Brasil,1976).

No deja de ser una sorpresa que se optara por recuperar aquel film setentero ya que no fue particularmente exitoso cuando se distribuyó inicialmente, aunque sí acumuló estatus de título de culto durante los años siguientes a base de reposiciones televisivas, hasta el punto de que se hicieron tres horrendas secuelas: La venganza de las mujeres de Stepford (Revenge of the Stepford Wives, 1980), de Robert Fuest, Los niños de Stepford (The Stepford Children, 1987), de Alan J. Levi, y Los maridos de Stepford (The Stepford Husbands, 1996), de Fred Walton.

Tengo que decir que no soy un gran entusiasta del film original, que a mi juicio quedaba estancado entre el thriller paranoico y la sátira de la guerra de sexos sin establecer además una premisa creíble.

El remake viene firmado por Frank Oz, uno de los principales talentos tras los Teleñecos (1997-1981) y voz de la inefable Miss Piggy. Oz se bregó como realizador apadrinado por Jim Henson en Cristal Oscuro (1982, codirigido por Henson) y Los Teleñecos conquistan Manhattan (1984) para levantar el vuelo en solitario con la muy apreciada La Pequeña Tienda de los Horrores (1986) y encasillarse luego principalmente en comedias destinadas a un público generalista como Un par de seductores (1988), ¿Qué pasa con Bob? (1991), Esposa por sorpresa (1992), In & Out (1997) o Bowfinger (1999).

En cuanto al libreto de Las mujeres perfectas corrió a cargo de Paul Rudnick, un guionista residente en Nueva York que suele escribir sobre la comunidad gay (Jeffrey, 1995; In & Out y, hasta cierto punto, Marci X, 2003).

Oz y Rudnick reformularon Las esposas de Stepford en clave de comedia negra (el guionista William Goldman afirmó haber concebido el guion del primer film como una sátira, solo para verla diluida a manos del director Bryan Forbes). La película original llegó en mitad de la marea del Movimiento por la Liberación de la Mujer que había emergido a finales de los sesenta y que aún se prolongaría durante todos los ochenta. El problema, claro, es que en 2004, cuando muchas de las reivindicaciones de aquella plataforma ya habían sido alcanzadas y la mujer se hallaba mucho más integrada en las sociedades de los países desarrollados –lo cual no quiere decir que aún no quede camino por recorrer, ojo–, esa sátira parece ya fuera de lugar. Al fin y al cabo, la protagonista, Joanna, empieza la historia ostentando un alto cargo en una importante empresa… dirigida también por una mujer. Esta orientación coloca a la película en la incómoda posición de intentar satirizar la guerra de los sexos cuando éstos ya han conseguido alcanzar al menos un armisticio.

Sin embargo, sí hay un cambio de matiz. De lo que trata el film ahora no es exactamente de unos hombres temerosos de que las mujeres les sustituyan en sus trabajos. Eso ya ha ocurrido y el mundo no se ha venido abajo. Lo que sienten los hombres de Stepford (que aparecen retratados como como unos vagos e inútiles) es que el ascenso profesional de sus mujeres hasta las más altas instancias públicas y privadas les han convertido en seres impotentes y carentes de propósito, criaturas insignificantes a la sombra de ellas. Lo que tratan con su plan es, por tanto, recobrar aunque sea solo una ilusión de control.

Con todo, no estoy seguro de que este nuevo enfoque satírico esté bien encaminado. Después de todo, las mujeres apenas ocupan hoy el 30% de los altos puestos en las principales corporaciones, así que la situación dista de estar muy desequilibrada a favor de ellas. Y aún peor, Joanna acaba siendo una caricatura de sí misma. La película de 1975 se postulaba de parte de la protagonista en su deseo de liberación; en esta versión, por el contrario, Joanna se siente profundamente infeliz con su “empoderamiento” profesional: está estresada, obsesionada por el trabajo y ha desatendido a su familia. Es más, la villana tras toda la intriga resulta ser una mujer despechada en lugar de un hombre inseguro y machista.

Durante buena parte de la película, Nicole Kidman pasea su esbelta y angulosa figura vestida con un austero atuendo que subraya su arrogancia y negatividad mientras mira al mundo que le rodea con desprecio y hastío. En un momento determinado se la define como una “obsesa del trabajo, neurótica, castradora y que odia a los hombres”, adjetivos que ella no niega. Se nos dice reiterada y poco sutilmente que su éxito y ambición no han hecho sino traerle infelicidad. Entre su interpretación y el papel que debe encarnar, Kidman da argumentos más que suficientes a aquellos de sus detractores que la acusan de fría y poco empática. Y es que Joanna no cae bien en ningún momento y el espectador va a tener problemas para compartir su miedo a ser reemplazada por un androide.

Lo contrario ocurre en el caso de Bette Midler, cuyo personaje, Bobbie, es también una profesional de éxito y mujer temperamental, pero sin duda más humana y simpática al espectador. De hecho, no puede evitar pensarse que la película podría haber funcionado mejor a un nivel emocional si hubiera sido Midler la que hubiera asumido el papel protagonista en lugar del de la amiga “rarita” que sucumbe a la transformación. Matthew Broderick no tiene la menor química en pantalla con Kidman y ambos resultan una pareja escasamente verosímil por mucho que él sí cumpla en el papel de hombre arrinconado por su mujer. Christopher Walken resulta divertido como el sabio loco cuyo carisma reúne en torno así a los insatisfechos hombres del pueblo. Quizá el miembro del reparto que más brille sea Glenn Close, que compone un personaje delirante e hipnótico por mucho que el guion estropee su arco al final.

La película funciona mejor cuando Oz y Rudnick se centran en satirizar el ambiente social del film original, lanzando hirientes puyas contra el concepto familiar y los valores tradicionales de la América más conservadora, o el retrato de las tareas del hogar como un arte casi divino. Stepford pasa a ser una comunidad amurallada y carente de cualquier diversidad étnica o sexual. Una de las parejas de recién instalados en el pueblo es gay y el más liberal de los dos es transformado en un androide que inmediatamente inicia una carrera política en el partido republicano. En el fondo, el guion defiende el derecho a ser sucio, desordenado, infeliz y estrafalario y que el reverso al conformismo conservador es la diversidad multicolor en la que la gente es lo que quiere ser. La moraleja, articulada de forma bastante burda, es que todos deberíamos poder afrontar nuestras vidas a nuestra manera, por muy imperfectas o desgraciadas que sean. Por otra parte, el segmento inicial exagera con efectos cómicos la nefasta moda de los realities y los enfermizos extremos a los que son capaces de llegar los ejecutivos de las televisiones con tal de aumentar la audiencia alimentando su morbo.

Pero globalmente, el humor es más tontorrón que inteligente y los actores no acaban de decidirse por una interpretación seria y contenida o cómica y sobreactuada. Hay algunos momentos rescatables y la dirección artística es notable, pero esta versión, aparte de reformular en clave de comedia negra lo que originalmente intentó ser un inquietante thriller que transmitiera sensación de amenaza y terror, no añade verdaderamente nada nuevo al meollo de la historia. Aunque la premisa de partida es un tanto estúpida, si se hubiera desarrollado correctamente podría haberse logrado una película inquietante. La novela de Ira Levin está todavía ahí, pero bajo la superficie, oculta, reprimida y obligada a encajar en los parámetros de una comedia mainstream salida de la factoría Hollywood.

(Atención: espóilers). A diferencia del final de la película de los setenta, el guion de la moderna alarga la trama para mostrarnos a la “nueva y mejorada” Joanna y cómo, en un soso final, Walter desbarata el sistema y recupera a las mujeres originales revelándose que todo había sido un plan ideado por la demente Claire como forma de afrontar un incidente traumático de su pasado; lo cual, claro, diluye la sustancia del concepto original. Otra adición igualmente inútil es la escena en la que Walter se arrepiente de su machismo y recupera a las mujeres originales; escena que también aflora otro de los principales agujeros de guion, a saber, su confusión respecto a la naturaleza de las mujeres de Stepford. Ciertamente, comparada con la versión de 1974, esta se encuadra más abiertamente dentro de la ciencia ficción. En aquélla, el proceso de sustitución de las humanas por androides acontecía fuera de plano, pero para cuando se estrenó la moderna, el lenguaje conceptual y visual de la ciencia ficción había permeado tanto la cultura popular que los creadores se sintieron libres para mostrar abiertamente los ingenios mecánicos.

Ahora bien, el clímax pone de manifiesto la confusión que tenía el guionista acerca de lo que estaba ocurriendo en Stepford. Durante el corto publicitario de animación que había preparado el genio loco, Mike Wellington, y la escena en la que Walter deshace el condicionamiento, puede verse claramente que las esposas solo han sido programadas mediante la inserción de chips en sus cerebros y cuando Walter los borra, ellas retornan a su antiguo ser. Nunca habían sido, por tanto, androides; siempre habían conservado su propio cuerpo. Algo que está en abierta contradicción con lo que habíamos ido viendo en momentos anteriores, donde algunas mujeres eran inconfundiblemente artificiales: la interpretada por Faith Hill gira fuera de control y echa chispas, otra incrementa su talla de pecho por control remoto; la que sustituye a Bobbie pone la mano en el fuego sin que le ocurra nada; y el propio Mike resulta ser un androide cuya cabeza está llena de cables. Es imposible imaginar que nada de esto pudiera haber sucedido solo con unos chips de control por lo que sólo queda especular que estamos ante otro desafortunado caso de película de ciencia ficción cuyo guionista no sabe nada sobre el género. (Fin del espóiler).

Al final, Las mujeres perfectas tiene demasiados problemas como para que el estelar reparto pueda compensarlos: un claro problema de tono, un mensaje moralista poco sutil articulado a base de clichés, cierto tufillo condescendiente, una visión de la mujer profesional que resulta incluso incómoda y abundantes incoherencias y agujeros de guion. ¿Es una total pérdida de tiempo? Si se busca una historia de la que se pueda extraer algo consistente, original o digno de reflexión, sí. Si se aborda como un entretenimiento ligero, intrascendente e incluso familiar, tiene un pase.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".