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Reivindicación de Stanislavski

Por lo general, he estado siempre más cerca de la teoría de la actuación que no sigue a Konstantín Stanislavski (1863-1938), al menos al Stanislavski popular de la interiorización, de la representación del sufrimiento mediante el sufrimiento. Por ejemplo, cuando el actor busca en su pasado acontecimientos dolorosos que le permitan sentir (y entonces fingir) las emociones que le piden representar en el escenario.

Esta teoría, que es muy anterior a Stanislavski, porque ya Diderot discute con sus partidarios en La paradoja del comediante (1769), tiene varios problemas. El más importante es probablemente el hecho de que el actor, intentando sentir emociones, acabe dominado por ellas y pierda su capacidad de fingir, de representar un papel. Que la emoción real a la que se acude acabe por imponerse a la fingida, que es la que le debe interesar en tanto que actor. Según parece, Stanislavski no fue tan dogmático en su método como muchos de sus seguidores, y lo proponía para situaciones en las que el actor no lograra alcanzar el fingimiento, pero no como norma obligada para cualquier actuación.

Ahora bien, creo que el método Stanislavski podría ser excelente para conseguir una buena actuación, una actuación verosímil, pero no exactamente gracias a la emoción traída a nuestra mente, sino a la manera en la que la traemos, a su relación con una pura mímesis. Intentaré explicarlo.

Es bastante conocido que es muy difícil imitar una sonrisa, porque cuando sonreímos de manera fingida activamos diferentes músculos faciales que cuando sonreímos de verdad. Esta sonrisa falsa se parece a la sonrisa Duchenne, porque este investigador, al aplicar descargas eléctricas a sus pacientes, lograba muecas automáticas que parecían la mala sonrisa de un actor histriónico.

También la sonrisa de los hare krishna parece forzada, no solo probablemente por su felicidad permanente (algo muy poco creíble) sino quizá porque su mirada es más fija que la de alguien que sonríe de verdad: es la mirada de alguien que está pescando, en este caso pescando incautos que se unan a la secta. Por eso, si un actor sonríe a la manera de los hare krishna, o si finge una sonrisa, no moverá los mismos músculos que movemos cuando sonreímos de verdad. Su sonrisa podrá resultar falsa y forzada. En este sentido, puede ser buena la interiorización o la búsqueda de un recuerdo alegre, de un chiste, de una historia graciosa, de algo que nos haga sonreír. Entonces nuestra sonrisa parecerá más sincera.

No solo su falsa sonrisa permite, se supone, distinguir a un mal actor de un buen actor, sino que hay otros aspectos más sutiles en nuestras expresiones espontáneas. Uno de los más notables es sin duda  el movimiento de los ojos. Este movimiento nos permite saber (aunque sin ser del todo conscientes de por qué) si alguien está recordando o imaginando, así que un actor que en su papel tiene que fingir que recuerda algo nos resultará más verosímil si sus ojos miran en la dirección adecuada, y nos parecerá menos creíble si miran no de la manera en la que lo hacemos cuando recordamos algo sino de la manera en que lo hacemos cuando imaginamos algo.

De este modo, no es que gracias a revivir la emoción el actor pueda imitarla, sino que, al repetir el recuerdo o la imaginación, el actor se copia a sí mismo, copia la expresión que tuvo en una situación semejante. Ahora bien, el actor se enfrenta a un peligro: su esfuerzo por recordar un momento en el que imaginó algo puede hacer que su expresión sea más de recordar algo que de imaginar.

Por otra parte: el actor siempre está obligado a recordar algo: el texto o las acciones de su personaje. Supongo que ese es uno de los mayores impedimentos para la naturalidad. Debe defender el instante de su personaje y, al mismo tiempo, recordar lo que deberá hacer a continuación. Mantener, como los traductores simultáneos, la mente en dos acciones diferentes. Aquí, en la Escuela de Cine de Cuba, hay una profesora que imparte el método Meisner, que según nos dijo un colega suyo a Omar y a mí, parece que es una variante de un discípulo o colega de Stanislavski, Sanford Meisner (1905-1997), que da más importancia a la imaginación que a la interiorización. Tal vez tenga algo que ver con todo esto que aquí fabulo.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.

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