Oliver Sacks tardó en decidir su vocación de escritor, tras sus investigaciones y ejercicios clínicos de neurología y neuropatología, en especial por los enfermos de trastornos cerebrales provocados por la posencefalitis. Y la chispa que necesitó su escritura fue literaria, unas palabras de Wells que él mismo cita en sus memorias En movimiento. Una vida. “El único lugar en que nos movemos con soltura o con gracia es con las ideas y con las palabras. Nuestro amor por la ciencia es totalmente literario.” (cito por la traducción de Damián Alou según la edición de Anagrama). Se trata de la propuesta del logos clásico: pensamos lo que dicen las palabras.
Leyendo en 1968 La mente de un mnemonista del psiquiatra Luria, Sacks halló que lo estaba haciendo como un lector de novelas. A su vez, cuando leí estas líneas recordé a George Steiner, quien considera, con gran admiración a Freudcomo un novelista y al filósofo norteamericano Josiah Royce, que recorría la Fenomenología del espíritu de Hegel en paralelo a Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe. A veces nos ocurre a los lectores que combinamos textos como si fueran partituras, hallando eso que los músicos llaman armónicos naturales.
En efecto, el gusto que producen los libros de Sacks en los legos curioso como quien suscribe, es un placer de lectura literaria. Sus casos son relatos y contarlos equivale a razonarlos. Sacks, además, tenía con sus pacientes unas relaciones personales que también forman parte de su narrativa. Parece seguir el consejo de su amigo el poeta Auden, quien lo incitaba a ir más allá de lo clínico como “un metafórico, un místico, lo que haga falta.” Tiene mucha miga esto de que un neurólogo siga el dictamen de un lírico.
Estos halagos tuvieron su precio. Su libro Despertares recibió un premio de literatura, el Hawthorne, y fue declarado Libro del Año en 1973 por un jurado de literatos, mientras las revistas médicas guardaron un unánime y clamoroso silencio. Por mi parte, sin ser jurado ni médico, al conocer su caso Nigel narrado por Sacks evoqué a Nietzsche: un paciente autista que había enmudecido y era quizá minusválido mental –no es comparable al ejemplo nietzscheano– sólo se activaba por la música y se expresaba con gestos, ademanes y hasta pasos de baile en lo cual, sí, se parecía a Zaratustra.
Sacks era también músico, aficionado a conciertos y sesiones de ópera, y pianista a ratos. Este entrevero de signos donde el síntoma, el verbo y la melodía se encuentran, corrobora sus observaciones sobre los centros cerebrales, entre los que la música y la palabra andan dispersos como si fueran códigos de su funcionamiento.
La moraleja de Sacks podría ser una suerte de dignificación epistemológica del arte, que no sólo es construcción de objetos placenteros y gozosos –hay goces dolorosos, todo hay que decirlo– sino vías de acceso al saber. No se trata del conocimiento científico, que demanda experimentos y pruebas, pero coincide con la ciencia en tanto se ocupa de lo existencial humano. Todavía hoy los neurólogos andan a vueltas con categorías como la mente y la conciencia, echando mano de lo que dicen los filósofos y los escritores de literatura. Sigman, al tratar científicamente de la conciencia, por ejemplo, modestamente arriesga la hipótesis de que es la actividad del cerebro cuando trabaja en conjunto. El detalle es que dicho conjunto aún no sabemos qué límites y alcances tienen. Seguimos pensando lo que las palabras dicen, incluso cuando las cantamos bajo la ducha o bajo la lluvia, just singing in the rain.
Imagen superior: Oliver Sacks (TED)
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