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Salomé

Muchas son las lecturas que provoca Salomé. No casualmente, han imaginado a la princesa de Judea pintores como Gustave MoreauTizianoHenri RegnaultFederico Beltrán-Masses y Georges Rochegrosse.

El personaje también ha fascinado a los escritores y a los músicos. Así, el cuento Herodías, de Gustave Flaubert, inspiró una ópera de Jules Massenet. Por su parte, la famosa obra teatral de Oscar Wilde ilumina otros rincones de esta historia. Aubrey Beardsley ilustró ese texto del irlandés, que luego ingresó en el repertorio operístico gracias a la adaptación de Richard Strauss.

Mallarmé obvia a la princesa de Judea cuando aparece su madre Herodías antes de que la cabeza de San Juan se ponga a cantar mientras cae, separada de su cuerpo, por intermediación del verdugo.

En esa época, Gustave Moreau pinta algunas danzas de Salomé: carnosa y pálida, de una blancura que contrasta con la penumbra del enjoyado palacio, la muchacha desafía a los atletas y eunucos que la cercan para animar al cráneo del santo, que despide una aureola de rayos y empieza a flotar en el aire del milagro.

Vargas Vila, atolondrado y marañoso, querrá invertir la fábula: la tentadora Salomé ha de acabar sus horas nocturnas de tentación, decapitada por el propio Bautista.

Prodigio o canto, San Juan es la personificación de esa síntesis que reúne lo sagrado y lo extraordinario con el arte. Una cabeza cortada puede cantar o remedar el baile de Salomé, flotando en la atmósfera densa y viciosa del palacio tetrarcal, con la sola protección de su aureola.

Pareciera que la voz se vuelve poética cuando se desembaraza del cuerpo, cuando es pura cabeza, lugar capital, capitulación y capítulo.

San Juan es el emblema de la poesía pura del simbolismo: un santo cuyo milagro consiste, precisamente, en renacer como poema, tras ser deshecho por el martirio. Poesía pura, desentendida de la experiencia, de la memoria, de la historia, del tiempo: eternidad instantánea de una cabeza que rueda por el patíbulo y que detiene al universo para decir la bella palabra.

¿Quién es el santo aquí? Quiero decir, aparte del evidente Juan el Bautista, que ha tenido el privilegio incomparable y único de poner nombre al Dios Vivo, al ser anónimo por experiencia, de acotar en una palabra al sujeto infinito, ¿es santa, también, la principesca bailarina que incita a Herodes para que ordene el degüello?

Tal vez, Salomé esté esperando una circunstancia simétrica para constituirse, ella también, en mártir. No es el poema puro, la depurada palabra que surge de una cabeza sin historia, sino la pureza del cuerpo que se descorporiza en la danza.

Oscar Wilde aguza un poco más la fábula. Salomé, harta de solicitaciones seniles y un tanto incestuosas, sale a la terraza y se enamora de una voz. Es una voz sin cuerpo, que lanza anatemas contra su distinguida y cachonda familia (la de ella, claro está). De algún modo, Salomé se enamora de algo que está concibiendo más allá de su consciencia: separar la cabeza que emite aquella voz del cuerpo que la sostiene.

Cuando Juan el Bautista es izado desde la cisterna donde lo tienen prisionero, la princesa puede verlo en su indefensa blancura. Es, seguramente, un pastor endeble y mal comido, de una febril consunción, algo guarrete y piojoso. Duerme en los establos, apegado al estiércol y a los grasientos vellones de sus ovejas. Es un tema que no huele nada bien.

Salomé lo sigue amando. Despechada, insultada, pasa del denuesto para instalarse en el núcleo de su deseo. Ahora sabe que ama al Juan el Bautista, que lo ama muerto, que ama su cabeza casposa separada de su cuerpo, sobre una bandeja de sangre, acaso para ungirla de perfumes cortesanos. Lo ama mudo, definitivamente cosa, como para que no se escape por los pasillos inciertos de la vida.

Wilde dirá, alguna vez, que siempre matamos aquello que amamos. Lo matamos de amor o lo matamos para poder amarlo, para que se petrifique en el bello momento de la fascinación, sin la blandura dubitante de lo vivo.

Cernuda matizará: amar hasta llegar donde habite el olvido, donde el ser amado carezca ya de identidad, borrado por las defensas de la memoria negativa, que aniquila toda imagen. El no lugar donde habita el olvido.

Salomé muere enseguida, degollada como su amado Juan el Bautista. Ella también se convierte en una muda cabeza. Lo último que ha sabido de la vida es, precisamente, eso: a qué sabe. Es un sabor amargo, el que anuncia que vivimos para olvidar y morir.

Imágenes superiores: «Salomé», según Henri Regnault y Dunbar Beck.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")