Tengo ante mí las dos primeras ediciones en castellano de The Crucible (1953), de Arthur Miller. La editada en 1955 por Jacobo Muchnik, en Buenos Aires, realizada directamente de la versión original inglesa. Sin censuras. Y la editada en 1957 por la revista de teatro Primer Acto, realizada por Diego Hurtado a partir de la versión francesa. Censurada.
Jacobo Muchnik se hizo editor sólo para publicar a Arthur Miller en castellano. Así nacía Jacobo Muchnik Editor en 1955, en la ciudad de Buenos Aires. Muchos años después, su hijo Mario contaba cómo su padre se empeñó en encontrar el teléfono del dramaturgo neoyorkino en las páginas amarillas: “buscó todos los A. Miller que había en el listín”. Y lo consiguió. Tras una breve conversación, Jacobo fue hasta casa de Arthur. De aquel encuentro salió una buena amistad y la traducción de Las brujas de Salem, publicada en el Buenos Aires de 1955. La única versión oficialmente aprobada por el autor de The Crucible, escrito dos años antes. Mi ejemplar es la tercera edición, publicada en octubre de 1958. Un ejemplar que ha recorrido medio mundo y más de medio siglo hasta llegar a mis manos.
Meses antes me había comprado la versión que hizo Diego Hurtado para el público español. Convenientemente depurada por la censura franquista. Las brujas de Salem se estrenó en el Teatro Español de Madrid en diciembre de 1956 y fue representada hasta en 99 ocasiones.
Año 1953. El dramaturgo estadounidense Arthur Miller estrena The Crucible (El crisol), obra de teatro basada en los juicios de Salem, los tristemente famosos juicios por brujería que tuvieron lugar, en 1692, en la bahía de Massachusetts. En realidad, lo que Miller quería mostrar era una alegoría del proceso que estaba teniendo lugar, en esos mismos momentos, en su país. Unos Estados Unidos inmersos en plena Guerra Fría, en abierta lucha contra el poder comunista, representado por una Unión Soviética que experimentaba su primera bomba atómica. En ese contexto opresivo, en esa atmósfera amenazante, Joseph McCarthy, senador por el estado de Wisconsin, desencadena un proceso de delaciones y listas negras contra personas sospechosas de ser comunistas, llegando a denunciar una conspiración prosoviética en el mismo seno del departamento de Estado. Todos aquellos sectores de la sociedad que se opusieron a los métodos de McCarthy definieron la situación vivida como una auténtica «caza de brujas». Y Arthur Miller, especialmente sensible con el tema, decidió escribir su alegoría, empleando otro acontecimiento igual de lamentable en la historia de los Estados Unidos…
Este año 2022 se cumplen los setenta años del viaje que hizo Miller hasta la pequeña ciudad costera del estado de Massachusetts, con el objeto de documentarse. Antes de partir, recibe una llamada de Elia Kazan. Ante su insistencia, decide hacer un alto en el camino y charlar con él. Ya sabe lo que va a decirle. Ya sabe que Kazan ha aceptado hablar para el Comité de Actividades Antiamericanas, donde ha dado los nombres y apellidos de aquellos con los que compartió afiliación y partido, años atrás. Tras despedirse y retomar su viaje hacia el norte, Miller reflexiona:
“Si yo hubiera sido de su generación, también a mí habría tenido que sacrificarme. Y ya no pude pensar más en ello. No podía franquear aquel muro. Que todas las relaciones se habían vuelto relaciones interesadas. Que todo acababa en esto y que no había nada nuevo en ello. Que se permanecía mientras era útil la permanencia, que se creía mientras creer no resultase demasiado inconveniente y que éramos peces en una pecera y nadábamos con el ojo atento a las migajas en descenso que nos mantenían con vida (…). Intuí un creciente silencio a mi alrededor, una estela invisible y obstaculizadora de vibraciones sordas entre nosotros, como una lastimera nota musical interminable por encima de la cual ya no podíamos hablar ni oír nada. Era tristeza, pura y quejumbrosa, en sordina. Y nos había ocurrido a nosotros (…). Me sentí un marginado. La extrañeza era más acusada porque, como de costumbre, arrastraba yo varias contradicciones a la vez, el amor de hermano tan fuerte y vivo como siempre junto al hecho incontestable de que Kazan me habría sacrificado de haber hecho falta. Con la sensación de dirigirme desnudo a Salem, aún incapaz de aceptar la experiencia más normal de la humanidad, la mudanza de los intereses que transformaba a los amantes esposos en enemigos irreconciliables, a los padres amantes en guardianes indiferentes, incluso en explotadores de los hijos, y así sucesivamente. Como ya sabía por lo que había leído, tal era la auténtica historia de la antigua villa de Salem, lo que entonces se llamaba pérdida del amor al prójimo. La lluvia gris que caía sobre el parabrisas me repiqueteaba en el alma”.
Siempre he envidiado del idioma inglés esa capacidad de decir muchas cosas con pocas palabras. Y siempre me ha fascinado, en mis colegas anglosajones, su facilidad para crear, con apenas dos términos, conceptos que engloban todo un mundo de posibilidades. Por ejemplo, el caso que nos ocupa: caza de brujas. Creado por Arthur Miller. Toda una alegoría de la persecución que vivieron los intelectuales norteamericanos sospechosos de querencias comunistas, tomando como punto de partida uno de los capítulos más famosos de la historia de su país, los tristemente célebres episodios de brujería que tuvieron lugar en la pequeña ciudad de Salem, en plena Bahía de Massachusetts, a finales del siglo XVII. Episodios en los que diecinueve mujeres fueron condenadas a muerte, acusadas de pacto demoníaco. Acusaciones que, como en tantos otros casos semejantes, escondían tras de sí rencillas y envidias que, hábilmente gestionadas por los principales beneficiarios, conducían a alucinaciones masivas. Una vez desatada la histeria colectiva ya no había marcha atrás. Se levantaban horcas. Se encendían hogueras. Cualquiera pasaba de acusador a acusado en un instante. Y se consumaba la tragedia.
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