A buen seguro, una mayoría de hispanohablantes conoce el origen de la palabra estrés, derivada de un vocablo inglés muy eufónico, stress. Es probable que, por otro lado, se trate de una de las voces más recurrentes a la hora de comentar el estado de ánimo propio de las sociedades contemporáneas.
La cosa llega a tales extremos que cabría establecer un reto cordial: ¿hay alguien en nuestro entorno que no se lamente alguna vez por sufrir esta dolencia nerviosa? Probablemente no, aunque muchas veces acabe confundiéndose el estrés con el cansancio, el desasosiego, la simple excitación o el hartazgo. Para aclarar el asunto, dice el Diccionario de la Real Academia Española de 1984 que ésta es la «situación de un individuo vivo, o de alguno de sus órganos o aparatos, que por exigir de ellos un rendimiento muy superior al normal, los pone en riesgo próximo de enfermar». Añade un adjetivo, estresante: «Que produce estrés». En todo caso, cabría objetar que ya contábamos con un sustantivo, ansiedad, con el cual puede diagnosticarse la misma o muy similar patología.
El responsable de acuñar este neologismo tiene nombre y apellido. Se trata de Hans Selye (1907-1982), un fisiólogo y médico vienés que, en la deriva de su actividad académica, decidió nacionalizarse canadiense. Figura en su currículo que ejerció como director del Instituto de Medicina y Cirugía Experimental de la Universidad Francófona de Montreal. En 1950 publicó su investigación más famosa, Stress, un estudio sobre la ansiedad que pronto pasó a figurar en los anaqueles de todas las bibliotecas de psiquiatría del mundo. A partir de la tesis de Selye, el estrés o síndrome general de adaptación pasó a resumir todo un conjunto de síntomas psicofisiológicos. En definitiva, es éste un síndrome desencadenado ante estímulos que por fuerza han de afrontarse. Cuando ese impulso adaptativo fracasa, el agotamiento del individuo es un hecho que suele originar más de un trastorno psicosomático.
Leamos las propias palabras de Selye en torno al origen de la voz que aquí nos interesa, pues en ellas queda resumido, y muy bien por cierto, el proceso que condujo a su difusión internacional: «En 1946 el Collège de France me hizo el honor de pedir una serie de conferencias sobre el SGA (síndrome general de adaptación) […] Como representaba a una universidad francocanadiense, hice un esfuerzo para expresarme en francés […] No obstante no supe cómo traducir un anglicismo, la palabra stress, porque no podía encontrar un sustituto conveniente. Después de mi conferencia hubo un coloquio muy animado en el cual se planteó encontrar para la palabra stress una traducción correcta. Se discutieron una serie de términos y, al fin, los participantes en el debate decidieron por unanimidad que la palabra no tenía un equivalente exacto y que era necesario buscarlo. Sopesaron los pros y los contras y se decidió adoptar esta misma palabra que sería del género masculino. Y así nació una nueva palabra francesa».
(Citado por Néstor Luján en «Estrés», Cuento de cuentos. Origen y aventura de ciertas palabras y frases proverbiales, Barcelona, Ediciones Folio, 1994, pp. 81-82).
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Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.