El hombre es quien nombra a los animales, pero en ocasiones titubea y no se decide por la palabra adecuada. Esa duda queda encarnada en un simpático simio antropomorfo, de pelaje oscuro, cabeza grande y brazos alargados: el chimpancé.
Uno de los primeros individuos de esta especie que llegó a Europa fue alojado en la casa de fieras del príncipe Federico Enrique de Orange-Nassau, en los alrededores de La Haya. El animal fue descrito en 1641 por el doctor Nicolás Claes Tulp, fundador del Colegio de Medicina de Amsterdam, quien lo llamó satyrus indicus, sátiro índico. Bajo este nombre mitológico, el primate ocupó la imaginación de los sabios que lo veían como una especie de hombrecillo silvestre.
Olfert Dapper, en Description de l’Afrique (1686), estudió la fauna de los bosques de Sierra Leona y Angola. Presidiendo ese reino salvaje, Dapper dio con «una especie de sátiro al que los negros llaman quojas-morrou y los portugueses, salvaje».
El chimpancé conservó esas denominaciones hasta 1738, fecha en que llegó a Londres otro especimen: una hembra capturada en Guinea. Sus captores vistieron a la criatura con ropa de seda y la sentaron a tomar el té. Acaso alguien pensara entonces en la famosa moraleja: Aunque la mona se vista de seda, mona se queda. El caso es que la cautiva londinense disfrutó de nombres como kampenzí y chimpanzí, prestados por la lengua bantú hablada en Zaire, Congo, Angola y Gabón. Por las mismas fechas, apareció en Francia una deformación de dicho vocablo: quimpézé, luego transformado en chimpanzé. Cruzando los Pirineos, los hispanohablantes denominaron chimpancé al gracioso sátiro africano.
Ni que decir tiene que los literatos reflejaron el tópico bromista del chimpancé, agitado y bufón. Y es ése el modelo que aprovecharon los fabulistas para descubrir nuevas moralejas en la imitación (simplificada) de las prácticas humanas. Léase para comprobarlo a Tomás de Iriarte (El mono y el titiritero), a La Fontaine (El lobo pone pleito al zorro ante el mono) o a Samaniego (El lobo, la zorra y el mono juez).
La universalidad de la sátira que inspira el chimpancé humanizado llegó incluso a las artes aplicadas. A fines del XVIII, un maestro de la porcelana de Sajonia, José Joaquín Kaendler, ideó una serie de monos músicos en su manufactura de porcelanas de Meissen. Con la misma soltura que inspira el mono violinista de Kaendler, T. Landseer ridiculizó en su Monkeyana (Londres, 1827) la estupidez inherente a la condición humana. He aquí su creación predilecta: un primate que practica la reverencia con sombrilla y sombrero de copa.
Sin lugar a dudas, lo que nos hace gracia en el chimpancé con pretensiones de hombre es su efecto paródico. La actitud bárbara perdura en sus afanes de educación y los trunca sin remedio. Así lo dice Ramón Gómez de la Serna en El Circo: «Se ve que el mono no acaba de ser educado, no puede ser educado. Siempre hay un gesto, una manera de coger algo, alguna cosa, que demuestra lo mono que es, lo idiota que es, lo idiota que debe ser, porque si el profesor que se afana en lograr que el mono se civilice lo consiguiese, habría promovido en el mundo la más grande de las tragedias y el pobre mono, con alma, con sensibilidad, con idea de las cosas, se suicidaría ante un espejo, como Larra».
Pero todo evoluciona y el mono antropomorfo adquiere dignidad en la literatura fantástica. Un simio se transforma en pianista en un relato de Hoffman, Nachricht von einem gebildetem jungen Mann. Tiempo después, la revista Der Jude publica en 1917 el relato Informe para una academia, de Franz Kafka, donde un chimpancé de la Costa de Oro hace público su vehemente anhelo de humanidad: «Ningún maestro de hombre encontrará en el mundo entero mejor aprendiz de hombre».
Quiere la crítica que el mono de Kafka sea una alegoría de contenido social, pero nosotros preferimos verlo sin dobleces, desarraigado, casi tan patético como el chimpancé protagonista de Yzur, aquel relato de Leopoldo Lugones incluido en sus Cuentos fatales (1924). Nos habla Lugones de un simio adquirido en el remate de un circo por un hombre convencido de que «los monos fueron hombres que por una u otra razón dejaron de hablar». El empeño de comprador en desarrollar el aparato de fonación del cuadrúmano tendrá un efecto desgarrador y sorprendente que hoy preferimos ocultar.
Imagen superior: Pixabay.
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