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La vida secreta de las palabras: «Manía»

El linaje grecolatino de la voz manía no implica, necesariamente, una glosa arqueológica de la palabra. Por ello, en lugar de exhumar textos clásicos a modo de autoridad, nos conviene comenzar este escrito con rigor psicológico.

Definamos, pues, manía como un síndrome psíquico, cifrado en la hiperactividad y el gesto impulsivo, la mención de proyectos irrealizables, los delirios, los vaivenes ciclotímicos y la incapacidad para conciliar el sueño. Como indica su nombre, los episodios maniacos son el síntoma de las psicosis maniaco-depresivas. El asunto es bien dramático y conviene agradecer a la ciencia médica que alivie el dolor de los afectados. No obstante, hoy me permitiré la frivolidad de rastrear manías pintorescas, con interés etimológico.

Hablar de manías literarias sirve para citar al poeta italiano Baraballi, quien pretendió ser el mejor adversario de Petrarca. Desgraciadamente, Baraballi era un personaje surrealista, y sus versos carecían de sentido y ocurrencia. Se cuenta que el papa León X sintió piedad al conocerlo, y quiso curar el extravío mental del pobre hombre. Aunque Baraballi fue llevado hasta el Capitolio a lomos de un elefante, perdió la gloria al mismo tiempo que el equilibrio. Derribado por su enorme montura, sintió un gran dolor en sus costillas y el mayor de los ridículos en su corazón. ¿Padecía Baraballi de bibliomanía? No es improbable, al menos si atendemos a la raíz griega del vocablo: biblíon, libro, y manía, pasión violenta, obsesión.

De entre todas las manías contemporáneas, una de las más frecuentes es la megalomanía, o delirio de grandeza. Tampoco escasean quienes padecen la cleptomanía, u obsesión por hacerse con los bienes ajenos. Menos habitual es la demonomanía, o manía que sufre el que se cree poseído de Lucifer. Hay quien frecuenta la nudomanía,o propensión a ir desnudo o a ver desnudo al vecino. Desde un punto de vista patológico, es más inquietante la tricotilomanía, o tendencia a palparse, estirarse o arrancarse los cabellos.

También es catalogable como enfermedad social la piromanía, cifrada en el deseo de provocar incendios. Otro síntoma psiquiátrico es la glosomanía, o producción verbal sin valor comunicativo. Dado su resultado, no estamos tan seguros de que sea un mal la grafomanía, o afán desmedido por escribir. A no ser, claro, que lo escrito sea excesivamente aburrido.

Singularmente, hay manías sujetas al imperativo de la moda. Estas obsesiones puntuales suelen agradar a los medios de comunicación, que popularizan neologismos con fecha de caducidad, al estilo de Beatlemanía Harrypottermanía.

Sin otra intención que la curiosidad, cabe cerrar este catálogo con una referencia a este tipo de vocablos de usar y tirar, cuyo acceso al diccionario es imposible. Con intención histórica, hallamos un antecedente de este tipo de voces a mediados del siglo XIX, cuando Franz Liszt triunfaba en la escena europea gracias a su inusitado virtuosismo musical. Promovido por Belloni, su secretario y agente personal, el bueno de Liszt amasó fortuna, prestigio y fama. De su notoriedad se habló mucho, y hay quien lo considera una de las primeras estrellas en el sentido moderno. Cuenta Norman Lebrecht que «las mujeres le arrancaban los cabellos y se pegaban por recoger las colillas de sus puros, guardándolas entre sus senos palpitantes». No ha de extrañar, por consiguiente, que el escritor Heinrich Heine diera un nombre a esta vehemencia trastornada: Lisztomanía. Sobra explicar hasta qué extremos llegó ese apasionamiento que hoy nos parece tan trasnochado como el vocablo ideado por Heine.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.