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«La vida en un hilo» (1945), de Edgar Neville

Al igual que sucede en los cuentos de hadas, en el cine también nos encontramos con prodigios temporales. A saber: coincidencias improbables, saltos al pasado, bucles, vidas alternativas y otros sucesos que ponen patas arriba la coherencia del calendario. En la ficción, ese tipo de sorpresas cuánticas suele tener un para qué. Un propósito. Un destino. Y por mucho que giren las manecillas del reloj, al final los protagonistas llegan siempre al mismo desenlace: una felicidad que lo deja todo en orden, demostrando que la vida tiene sentido, y que por eso mismo hay que encararla de forma positiva.

Atención: no me refiero al clásico viaje en el tiempo, sino a otro tipo de tramas, en las que esa magnitud cambia sus reglas. No es que abunde esta variedad de películas, pero me vienen a la cabeza unos cuantos ejemplos. Quizá los más obvios sean la dickensiana Qué bello es vivir (It’s a Wonderful Life, 1946), de Frank Capra, Jennie (Portrait of Jennie, 1948), de William Dieterle, En algún lugar del tiempo (Somewhere in Time, 1980, de Jeannot Szwarc Atrapado en el tiempo (Groundhog Day 1993), de Harold Ramis, y Your Name (Kimi no Na wa, 2016), de Makoto Shinkai.

Sin embargo, aún no he mencionado mi título preferido: La vida en un hilo, de Edgar Neville, un año anterior al film de Capra.

La de Neville es una de esas películas que pertenecen a varios géneros y de todos sacan provecho. Además de una comedia romántica ‒muy moderna, por cierto‒, es una sátira despiadada, una comedia de situación, y por supuesto, un caso excepcional dentro de nuestro cine fantástico, tanto por la elegancia de su planteamiento como por su originalidad.

Empecé hablando de fenómenos cuánticos, y ahora verán que La vida en un hilo parece fundir el pasado, el presente y el futuro. La protagonista, Mercedes (Conchita Montes), es una joven viuda que viaja en tren hacia Madrid. En el vagón. coincide con madame Dupont (Julia Lajos), una actriz de variedades que, a diferencia de las típicas pitonisas que adivinan el futuro, se dedica a interpretar en el pasado lo que pudo suceder y no sucedió.

Madame Dupont le explica a Mercedes que ella nunca debió haberse casado con el hombre del que acaba de enviudar, Ramón (Guillermo Marín), sino con otro cuya invitación rechazó años atrás: un excéntrico escultor, Miguel Ángel (Rafael Durán).

Todo se reduce a una casualidad. Si cierto día de lluvia Mercedes hubiera subido al taxi de Miguel Ángel en lugar de subir al de Ramón, todo habría sido distinto.

En la vida hay muchas formas de fracasar, y en este caso, la más directa para ella fue casarse con Ramón, un hombre bueno, aburridísimo, peripuesto y provinciano, con una alarmante tendencia a teñir de gris cualquier situación. Quiero decir: gris de verdad. Gris como un chiste sin gracia, o como el retrato de un bisabuelo bigotudo.

Por añadidura, la familia de Ramón es tan mojigata que parece incrustada en el siglo XIX, lo cual siempre ha sacado de quicio a Mercedes, que es una chica culta y cosmopolita.

¿Cómo debe tomarse la joven esa otra posibilidad que nos cuenta madame Dupont? Como lo que es: una vida alternativa, feliz y vibrante, en compañía del alegre Miguel Ángel. Una vida que nosotros también conoceremos, pero que parece ser un sueño imposible. Y aunque podría relatarles en un santiamén cómo acaba todo esto, creo que la sorpresa final deben descubrirla en la película, y no en este artículo.

Seguramente más de una vez hayan leído que Edgar Neville es una de las glorias de nuestro cine. No importa: hay cosas que deben repetirse. Neville es un director excepcional, soberano y de estilo inconfundible. Capaz de alternar como nadie la fantasía, la sofisiticación, el arte y las viñetas de cotidianidad. La torre de los siete jorobados (1944) fue una de sus creaciones más acertadas, pero su filmografía esconde otras maravillas, con oro en cada fotograma: Domingo de carnaval (1945), El crimen de la calle de Bordadores (1946), Nada (1947), El último caballo (1950), Duende y misterio del flamenco (1952), El baile (1959) o Mi calle (1960).

El caso de La vida en un hilo es peculiar dentro de su trayectoria. ¿Por qué? Pues porque, a mi modo de ver, es la película que mejor cuadra con el espíritu de «la otra» generación del 27. Es decir, la de Jardiel Poncela, Tono, Mihura, José López Rubio y otros escritores y dibujantes que, nadando contra corriente, pasaron por aquella mítica revista que fue La Codorniz.

Especialmente en este caso, el guión es muy codornicesco, y su ironía se rebela a toda forma de censura. Sobre todo, cuando Mercedes tiene que lidiar con la insoportable y retrógrada familia de Ramón, que viene a ser la cristalización perfecta de las costumbres que odiaban Neville y su amada Conchita Montes.

El otro corazón temático del film es el azar. Leído así parece que la película dibuja la vida como una lotería. Pero eso equivaldría a un mundo sin esperanza, y lo cierto es que La vida en un hilo rebosa optimismo. Esto último ya lo anticipa Madame Dupont, cuando elige para Mercedes otra alternativa romántica, perfectamente deseable.

«Nosotros ‒escribe Neville‒ navegamos en nuestra realidad creyendo saber adónde vamos, y de repente, sucede una circunstancia fortuita, mirar a la derecha en vez de a la izquierda, o agacharnos a coger algo, y hemos dejado pasar a nuestro alcance al ente, la cosa o la persona que llevaba nuestra felicidad».

Todo es primoroso en la película, absolutamente todo. Desde los decorados de Sigfrido Burmann a la fotografía de Enrique Barreyre, sin olvidar el refinado vestuario de Humberto Cornejo. No obstante, hay tres virtudes que se sitúan en lo más alto: las interpretaciones de los actores, la calidad narrativa del film, y sobre todo, esos diálogos llenos de matices, que se convierten en una ametralladora de ingenio.

Neville escribió el guión en el otoño de 1944. «La idea era golosa ‒nos dice‒. Me puse a trabajar en ella, y en pocos días, terminé el guión. Un personaje de circo, una adivinadora, no de lo que ocurrirá, sino de lo que pudo haber ocurrido a las gentes, me resolvió el problema para ir contado a la vez cómo había sido la vida real de esta mujer con el pelmazo, y cómo lo hubiera sido si en vez de casarse con éste se hubiera casado con el artista. Ya de paso, ponía frente a frente, más o menos, no ya a las dos Españas, porque esto ocurre en todos los países, sino las dos especies sociales tan diferentes de las cuales eran representativos los dos hombres, e hice una sátira bastante cómica de toda la cursilería de la familia del esposo y de sus visitas, completando un retrato fidelísimo de tipos de esta casta que todo el mundo conoce».

El director rodó la película entre el 27 de noviembre de 1944 y el 3 de enero de 1945, invirtiendo parte de su patrimonio en producirla. Por desgracia, no funcionó comercialmente como esperaba, en parte por una pésima distribución, o acaso ‒quién sabe‒ porque se adelantó a su época.

Al cabo de cierto tiempo, Neville decidió convertir aquel guión en una comedia teatral. Como él mismo cuenta, «las dificultades técnicas eran inmensas, y solo después de muchos años de pensar en la solución, di con ésta de que la protagonista contase su propia historia, adelantándose al público durante las mutaciones. (…) Intenté colocarla en diferentes teatros de Madrid, y todos se asustaban de lo difícil que era la puesta en escena, y la única que quería ponerla era Carmen Troitiño en el teatro Recoletos; eso sí, reduciéndola dos tercios de personajes y dejándola convertida casi en monólogo, cosa que era bastante difícil. En vista de eso, y como viera que se iba a quedar inédita, la llevé al María Guerrero, donde se estrenó [el 5 de marzo de 1959] con una buena puesta en escena y bien interpretada».

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.