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«La torre de los siete jorobados» (1944): la obra maestra de Edgar Neville

Fantasmas, una judería subterránea, jorobados siniestros, control mental basado en la hipnosis, falsificación de moneda, una hermosa mujer amenazada… son algunos de los ingredientes presentes en esta obra dirigida por Edgar Neville (1899-1967) –un gato de pura cepa, a pesar de su nombre extranjero– y ambientada en un Madrid de finales del siglo XIX que destila genuino encanto kitsch. Un filme a redescubrir que brilla con potencia inusitada dentro del alicaído panorama del cine español de la posguerra.

Adaptación de la novela homónima de Emilio CarrereLa torre de los siete jorobados (1944), narra las peripecias de Basilio Beltrán (Antonio Casal), un joven algo ingenuo encaprichado de «La Bella Medusa» (Manolita Morán), la cantante de un espectáculo de variedades. Como conseguir la compañía de la muchacha (y de su tragona madre, que hace las veces de carabina) le sale bastante caro, trata de aumentar su pecunio jugando a la ruleta, consiguiendo en el juego la ayuda inesperada de un fantasma (Félix de Pomés). Pronto este, que se revelará como el espectro de don Robinsón de Mantua, un afamado arqueólogo, le pedirá como contrapartida a Basilio que proteja a su sobrina Inés (Isabel de Pomés), la cual se halla en un grave peligro.

Hijo de un ingeniero inglés y de una aristócrata española (de cuya familia heredaría el título de Conde de Berlanga del Duero), Edgar Neville compaginó sus estudios de abogado con una pasión creciente por las artes y el teatro que le hizo codearse con lo más granado de la intelectualidad de la época. LorcaManuel de FallaDalí o Buñuel… pero también con una generación de humoristas y escritores como Enrique Jardiel PoncelaJosé López RubioAntonio Lara «Tono» o Miguel Mihura que, junto con el propio Neville, han sido etiquetados como «la otra Generación del 27».

Su trabajo como diplomático le permitió visitar Hollywood en 1928, donde entabló amistad con Charles Chaplin, Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Cediendo al poderoso influjo de la magia del cinematógrafo, Neville atrajo a un buen puñado de colegas a la «meca del cine» en pleno boom del sonoro, donde trabajaron principalmente en producciones de segunda fila: las versiones habladas en español que por aquel entonces realizaban las productoras estadounidenses para el mercado hispano.

Terminada la guerra civil, Neville se instala definitivamente en España consagrándose al cine, aunque sin dejar de lado otras disciplinas artísticas como la literatura, al teatro o la pintura. En 1944 realiza la que será su película más recordada: La torre de los siete jorobados. Otras muestras relevantes de su filmografía son La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946), inspirado en el crimen de la calle Fuencarral, uno de los episodios más famosos de la crónica negra española, Domingo de carnaval (1947) y Nada (1947), adaptación de la novela de Carmen Laforet. Muchas de sus películas fueron protagonizadas por Conchita Montes, su compañera y musa desde los años treinta hasta su muerte.

Una película pionera del fantaterror español

Inspirada en la novela homónima de 1924 firmada por Emilio Carrere –si bien el texto original, fragmentario e incompleto, fue finalizado por Jesús de Aragón, un «negro» contratado por la editorial para tal efecto–, otro autor que como Neville estuvo bien posicionado durante la dictadura de FrancoLa torre de los siete jorobados supone una atípica combinación de cine negro, intriga policial, folletín romántico, fantastique y costumbrismo castizo. Un conjunto que Neville, en colaboración con el guionista José Santugini, adereza con deudas evidentes del expresionismo alemán y grandes dosis del humor festivo tan característico de su obra, una comicidad que rebosa ingenuidad aunque no desdeña la crítica social (la insoportable cursilería de la madre de la cupletista o el afán del protagonista por aparentar poseer un mayor estatus económico) ni los guiños absurdos.

La torre de los siete jorobados constituye una pieza imprescindible dentro de la historia del cine fantástico español, si bien hay que decir que el tiempo ha sido poco benévolo con ella; su humor de sainete resulta demasiado candoroso, las interpretaciones son algo acartonadas, la oposición entre héroes «guapos» y villanos «feos» es como poco maniquea y la convencional historia de amor –inexistente en la novela e insertada en la más pura tradición del happy end de Hollywood– rezuma almíbar. Unos fallos que en ningún caso oscurecen los muchos logros de una cinta que se revela como una verdadera rara avis dentro de la raquítica industria cinematográfica española de la década de los cuarenta, un filme pionero en la temática fantástica que se adelantó a su tiempo y que fue castigado por ello a nivel de crítica y taquilla a pesar de que Neville limó las referencias mágicas y esotéricas del original a golpes de sentimentalismo y folklore.

La torre de los siete jorobados se estrenó el 23 de noviembre de 1944. En opinión de Juan M. Company «constituye, junto con El crimen de la calle de Bordadores (1946), una de las más sólidas aportaciones de Neville a la recreación de un imaginario matritense decimonónico (…) Ambos títulos –cabría añadir a la relación Domingo de carnaval (1945), donde se celebra el Madrid barriobajero de 1917, barojiano y solanesco– son emblemáticos de la singular operación significante de Neville en el cine español de la época, actuando a contracorriente del engolamiento y la ampulosidad frecuentes en diversos films históricos de la época (…). Estamos de acuerdo con Emilio Sanz de Soto cuando afirma que en La torre de los siete jorobados Neville logra conciliar el realismo del sainete matritense con el irrealismo del expresionismo cinematográfico alemán. La convencional trama policial del film es protocolo de escasa importancia para el realizador –más preocupado en fotografiar y conseguir «el espeso ambiente de la época», como él mismo declarara a la revista Primer Plano en octubre de 1946 (Pérez Perucha, 1982)– pero no lo es tanto el solapamiento de la misma con los abundantes elementos fantásticos y folletinescos».

«El hallazgo de la ciudadela subterránea –añade– resulta tan fascinante para Basilio Beltrán –el protagonista, cuyo punto de vista rige la acción– como para el espectador, contribuyendo a ello tanto la fotografía en claroscuro de Enrique Barreyre como el talante expresionista caligaresco de los decorados de Pierre SchildFrancisco Escriñá y Antonio Simont. Pero, convengamos en ello, la ciudadela es también cifra de un saber reprimido, sepultado: el de los judíos que la construyeron como refugio, desobedeciendo el decreto de expulsión. Saber que se manifiesta, en clave esotérica y nocturna, en la figura del Doctor Sabatino y de forma esclarecida y diurna –transmisible al mundo exterior– en la presencia de un ensimismado (y cantarín) arqueólogo (Don Zacarías, interpretado por Antonio Riquelme) donde Neville desarrolla, desde otra perspectiva, un personaje que en el original literario de Carrere tenía un sentido bien distinto» (Antología Crítica del Cine Español 1906–1995, Cátedra, Filmoteca Española, 1997).

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Copyright de las imágenes © España Films y Judez-Films. Cortesía de Versus Entertaiment Video & DVD. Reservados todos los derechos.

Mª Dolores Clemente Fernández

Mª Dolores Clemente Fernández es licenciada en Bellas Artes y doctora en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid con la tesis “El héroe en el género del western. América vista por sí misma”, con la que obtuvo el premio extraordinario de doctorado. Ha publicado diversos artículos sobre cine en revistas académicas y divulgativas. Es autora del libro "El héroe del western. América vista por sí misma" (Prólogo de Eduardo Torres-Dulce. Editorial Complutense, 2009). También ha colaborado con el capítulo “James FenimoreCooper y los nativos de Norteamérica. Génesis y transformación de un estereotipo” en el libro "Entre textos e imágenes. Representaciones antropológicas de la América indígena" (CSIC, 2009), de Juan J. R. Villarías Robles, Fermín del Pino Díaz y Pascal Riviale (Eds.). Actualmente ejerce como profesora e investigadora en la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).