Soy el enésimo testigo de la sacralización sufrida y otorgada a Diego Maradona (1960-2020). En Nápoles, en un café llamado Il Nilo de los Quartieri Spagnoli, o sea la almendra de la ciudad histórica, he visto exhibido un cuadro con un pelo del Pelusa. En los negocios que venden recuerdos para turistas, junto a las estatuillas de San Genaro, el patrono de la ciudad, aparece la de “San” Diego. En efecto, por la calle, un muchacho le habla a su chica de San Diego (sic). Ver y oír para creer.
No desentonan con estos datos las hipérboles: se ha muerto un santo, acaso un mártir, tal vez un dios menor o, directamente, el Dios Único. El desamparo cunde entre sus fieles. Esta desmesura compensa la pequeñez del ciudadano. Era faltón, agresivo, despectivo, violento con sus mujeres, alcohólico, cocainómano, a ratos bisexual, en fin: lo que un mindundi estándar no quisiera ser, porque acaso no pudiera ser. La solución conciliatoria se da, de nuevo, por el lado de la santidad, esa actualizada santidad que Jean Genet otorga al gamberro de las modernas ciudades, de modo que el urbano incorrecto acabe en víctima y ostente una aureola que lo canoniza.
En efecto, por el lado sociológico puede verse en Maradona a un típico desclasado. Nacido y criado en una chabola, apenas adolescente se ve famoso y millonario. Desprovisto de la formación cultural necesaria para encajar esta metamorfosis, el chico genial –pues genio no le falta en lo suyo– se convierte en un incurable desclasado. Tiene, como dicen los alemanes, el trasero entre dos sillas y se cae frecuentemente al suelo. El mundo que lo aprueba, lo aclama y lo santifica, le sigue pareciendo incomprensible porque no logra conocerse a sí mismo, sometido a cambios de velocidad que nunca logra manejar. Al elogio mundano contesta con la agresión a manera de defensa. Busca protecciones musculosas: su papá, su agente, dictadores militares como Videla, Castro y Chávez. Es inútil, desde luego, situar a un santo en la izquierda o la derecha.
El discurso del mundo es unánime en cuanto a enrolarse en el duelo por su muerte. Una vez más, en este ejercicio de participación mística, el fútbol se muestra como la religión universal. La pelota es una miniatura del planeta. En términos modernos acredita que, contra la afirmación tópica sobre la muerte de Dios, los dioses existen en nuestra vida cotidiana. No en vano, el cristianismo también ha endiosado a una víctima del martirio. Jugar al fútbol no es un mero juego propio de niños y adolescentes. O, tal vez, sea lo contrario: el alimento del insaciable niño y el insaciable adolescente que llevamos dentro. En todo caso, es preferible este ejercicio de liturgia colectiva y lúdica que la otra masificación de lo sacro que fue tan letal el siglo pasado. La masa arrobada místicamente por un líder para conformarse en una tropa vuelve preferible el culto de San Pelusa. No soy de quienes le rezan aunque sí de los que admiran su euritmia de gran danzarín barroco de potrero y basca esquinera, exquisita flor de suburbio, exaltación del bípedo implume que da saltos por el mundo, explora, domina y seduce.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.