A finales del siglo XIX, la época dorada de Verne ya había quedado atrás. Sus mejores novelas hacía tiempo que habían sido publicadas y el género del «romance científico» había continuado evolucionando y ramificándose en formas más atrevidas que las ensayadas por el escritor francés. Sin embargo, aún le quedaban cosas que contar…
El mar había sido durante los dos últimos siglos escenario de aventuras sin fin. Desde Defoe hasta Salgari, de Stevenson a Poe, innumerables escritores utilizaron los océanos de todo el globo, conocidos y desconocidos, como parte de sus narraciones de aventuras, dramas e incluso misterios. Los viajes por mar eran tan emocionantes entonces para los lectores como hoy lo son los vuelos interplanetarios para nosotros. Verne no fue una excepción y la acción de muchas de sus novelas tenía lugar en el mar: Los hijos del capitán Grant, Un capitán de quince años, El Chancellor o Una ciudad flotante son sólo algunos ejemplos de relatos de aventuras marítimas escritas por Julio Verne.
Pero a finales del siglo XIX, el arte de la navegación, con la introducción del vapor y la hélice, había perdido parte del romanticismo y el riesgo que desde siempre había envuelto la vida en el mar. El siguiente paso era el dominio del aire y en ese desafío, ya lo hemos visto en otras entradas, se centraron muchos escritores de ciencia-ficción. Verne volvió al mar en este libro usando otra de sus ideas de superingeniería. Lo que ocurre es que, en este caso, la «excusa» tecnológica que pone en marcha el drama es más interesante que el drama en sí.
Un cuarteto francés de músicos de cuerda, en ruta desde San Francisco hasta San Diego, es secuestrado y llevado a Standard Island, una gigantesca isla artificial de 35 kilómetros cuadrados que surca las aguas del océano Pacífico viajando de archipiélago en archipiélago. Sus millonarios habitantes quieren a los músicos para que toquen «a bordo» de las fiestas que dan en lo que parece ser un paraíso artificial maravilloso. Pero claro, no hay paraíso sin serpiente. Los habitantes de la isla, por muy ricos que sean, se hallan divididos en dos facciones violentamente enfrentadas, la de babor y la de estribor, lideradas por las familias más ricas de cada bando. Por supuesto, en un recurso ya muy gastado entonces, hay una pareja de enamorados cuyo matrimonio queda imposibilitado por el hecho de que cada uno de ellos pertenece a una facción distinta. La incapacidad de los antagonistas para llegar a un acuerdo acabará por destruir la isla, que queda reducida a un montón de pedazos arrastrados sin rumbo por las corrientes oceánicas.
Ya hemos comentado abundantemente cómo el conservador Verne albergaba sentimientos encontrados respecto a los avances tecnológicos. En la última etapa de su carrera, se acentuó la desconfianza hacia los posibles perjuicios derivados de la tecnología así como el tono pesimista y de denuncia: las vilezas propias de la ignorancia y la superstición en El castillo de los Cárpatos (1892), las intolerables condiciones de vida en los orfanatos en P’tit-Bonhomme (1893), la inminente extinción de las ballenas en La esfinge de los hielos (1897), el daño medioambiental de la industria petrolera en El testamento de un excéntrico (1899) o la matanza de elefantes por el marfil de sus colmillos en La ciudad aérea (1901) son sólo algunos ejemplos.
En el caso de La Isla a hélice, lo que comienza pareciendo un edén modelado a base de benigna tecnología (control del clima, teatrófonos, aire acondicionado, casas de aluminio con paredes transparentes, poderosas dínamos que controlan todo…) acaba por no ser más que un podrido nido de clasismo, ociosidad, banalidad y rencillas estúpidas. Es un reducto sólo para millonarios americanos (Estados Unidos ha absorbido en ese momento a México, Canadá, América Central y las naciones caribeñas) que se abandonan a decadentes fiestas en la ciudad que ocupa el centro de la isla, Miliard City, donde son atendidos por criados ciegos.
Es una pena que Verne no atine a levantar una historia decente sobre unas ideas por lo demás tan interesantes. Hay poca acción, varios de los elementos clave –como la sosa historia de amor– están demasiado usados y la crítica social (en la que también se denuncia la perniciosa influencia de los misioneros religiosos en las culturas del Pacífico) no viene acompañada de un desarrollo narrativo sólido. Hubiera sido más interesante, como el escritor hizo en otras obras, contarnos la génesis y desarrollo del colosal proyecto. Otros autores del género han sabido coger los mismos ingredientes y construir relatos excelentes. En este sentido, recomiendo especialmente los seis volúmenes de Golden City (1999, por Pecqueur y Malfin) o el episodio “Un cobaya para la eternidad” (1981) de la serie de cómic Jeremiah, de Hermann.
Como último apunte en favor de la capacidad profética de Verne y por mucho que sus ideas pudieran parecer despropósitos fantásticos en su momento, comentaré que sobre los tableros de dibujo se ha llegado a plantear recientemente una propuesta de características similares: un navío/isla tan grande que tiene su propio tren para comunicar sus diferentes secciones, un puerto privado para yates y una laguna interior con una isla en medio. La empresa naviera francesa que construyó el Queen Mary II elaboró planes para construir esta isla artificial casi tan grande como el Vaticano, capaz de acomodar a 10.000 personas y llevarlas de un destino turístico a otro sin necesidad de recalar en puerto alguno.
Hasta ahora nadie ha expresado su interés –o capacidad financiera– para construir y gestionar semejante leviatán (cuyo coste, probablemente, sólo lo haría apto para millonarios), pero de hacerse realidad algún día, sería un justo homenaje que lo bautizaran «Julio Verne».
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.