“El hombre es siempre propenso a mirar con cierta condescendencia a los que han vivido cincuenta o cien años antes que él” (La condenación de Londres, de Robert Barr, 1892).
“Sigamos la ley común que rige la evolución del mundo y, esperando ser devorados, devoremos” (El fin de los libros, de Octave Uzanne y Albert Robida, 1895).
“¡Santo Dios, son las entrañas del abismo!” (Una realidad, de Rudyard Kipling, 1893).
Conforme uno envejece, echa la vista atrás y tiende a considerar el pasado como una superficie con pliegues que se puede comprimir y extender. Lo lejano se acerca de pronto y se vuelve mucho más familiar: y esa lejanía, un mero trámite. Esto ocurre sobre todo porque es casi imposible concebir que haya transcurrido el mismo tiempo desde nuestra infancia a nuestro presente que hasta aquel pasado no vivido que de niños considerábamos remotísimo. Veinte años de niños era un océano; de adultos es un charco.
Así pues, uno termina por relativizar el tiempo, por rebajar su atención por lo último y lanzar la vista atrás (eso no significa volverse adicto a Kiss FM), como se lanza una caña en río turbulento: el pasado –el pasado no vivido por uno mismo, se entiende, sino el global, el de la humanidad– es mucho más extenso e inexplorado que el presente. Y suele revelar pautas del ser humano y, lo que es mucho más perturbador, reservar muchas sorpresas. En el caso del arte, sorpresas a menudo olvidadas por completo.
Uno también relativiza eso de que “el tiempo pone las cosas en su sitio”. Habitualmente, sólo las entierra.
La antología La chica del átomo de oro (Páginas de Espuma, 2003) es una recopilación de los antecedentes directos (o mejor sería decir los primeros vestigios) del cuento de ciencia-ficción, en un período que va de la segunda mitad del siglo XIX al primer cuarto del siglo XX, realizada con esmero y pasión por el erudito Francisco J. Arellano. Hay muchísimo pintoresquismo en sus páginas: fósiles de ucronías, paradojas futuristas, catastrofismo, irrupciones de lo maravilloso… fósiles menos ingenuos, en muchos casos, de lo que uno espera. Y buena literatura.
De su lectura, se desprende que el miedo al fin de la propia civilización siempre ha existido (como demuestra La batalla de Dorking –Recuerdos de un voluntario–, la estupenda ucronía del teniente coronel Sir George T. Chesney); que el romanticismo aplicado a la ciencia-ficción no siempre es sinónimo de camp (Un drama interestelar, de Charles Cross) y… que Rudyard Kipling escribe como los dioses. A su vez, que las metáforas fantásticas siempre han sido buen conductor de la ideología (La última guerra, de Amado Nervo), que el feminismo también generó cuentos de anticipación (La isla amiga, de Francis Stevens) y, lo más chocante para mí, incluso se puede uno encontrar una versión prehistórica (y mala, desde un punto de vista exclusivamente literario) de mi monstruo favorito: El increíble hombre menguante de Richard Matheson (en el relato que da título al libro, obra del pulpero Ray Cummings).
Es un libro, pues, repleto de sorpresas sobre las inquietudes recurrentes de nuestros antepasados y muy entretenido, incluso para quien se acerque atraído por la ficción mucho antes que por la ciencia.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.