Es muy difícil, para quien ha echado sus raíces en un lugar, acostumbrarse a vivir en otra parte. Y lo es por muchas razones, que se complican cuando la partida no es voluntaria. El destino puede ser más o menos hospitalario, pero el desarraigo obliga a convivir con un destino ‒un paisaje, un paisanaje‒ con el que forzosamente hay que pactar. Esa nueva luz se mete por las pupilas, y lo que antes era inconfundible ‒la patria‒ se convierte en un doloroso punto y aparte. O de forma más precisa, en una ecuación sobre la que conviene reflexionar.
¿Por qué? Porque sentirse de un país, aunque parezca algo abstracto, también es un sentimiento físico. Esta noción ‒ya lo verán‒ es recurrente en esta magnífica novela de Blas Matamoro, escrita en 1988 y revisada en 2006.
El protagonista de La canción del pobre Juan ‒un escritor, Juan S. Aguilar‒ se confiesa al lector y frente al espejo. «Era por 1984 ‒nos dice‒ y la democracia devolvía la cordialidad a la Argentina descuartizada por la dictadura». Es el momento de regresar. Su identidad y su carnet se han españolizado, pero de nuevo tiene que demostrar quién fue y quién puede ser a partir de ahora. «Me contraigo al volver ‒advierte‒. Los equipajes de los viajeros también se contraen. Al hacer la maleta, se tira lo superfluo, se reduce uno a lo mínimo».
Quien no haya pasado por el exilio, puede apelar a la lógica voluntad de compensación, y creer que la experiencia añade valor a la inteligencia y el carácter. Pero el protagonista nos saca de dudas: «Vos te creés que volvés con la frente marchita de sabiduría y experiencia y que las nieves del tiempo platean tus sienes. No, querido, el tiempo no pone nieve ni plata en la cabeza de nadie».
Otro tópico bajo la lupa. ¿Nostalgia? ¡Qué palabra tan difícil! «No quiero tangos ‒dice Aguilar‒, porque me suenan a lejanos y también me sonarán a lejanos en Buenos Aires, anulando todo el viaje»
El regreso tiene un momento estelar: ese programa de televisión al que le invitan, y en el que Aguilar va a conocer a la estrella del ballet nacional Daniel Dávila.
Es aquí donde me paro a pensar en el título elegido por el autor: La canción del pobre Juan. Los veteranos sabrán a qué me refiero. Se trata de una canción muy popular de René Rouzaud y Marguerite Monnot, «La Goualante du Pauvre Jean». En la versión francesa, inmortalizada por Edith Piaf en el 54, el mensaje era conmovedor: «Acabo de regresar de París, Francia / Todo lo que hacen es cantar y bailar / Todo lo que tienen allí es romance / Qué tragedia». Dean Martin y Bing Crosby le dieron un giro en inglés, que también suena a compromiso romántico: «En la vida solo hay una moral / Si eres rico o sin un centavo / Sin amor no eres nada».
La novela aborda esos grandes temas ‒el regreso, la tragedia, el amor, la tierra de origen‒ que se convertirán en palabras clave para Aguilar. Y ese va a ser, también, el sustrato de su apasionada relación con Daniel Dávila. Un modo de vaciar el alma y el deseo, siempre en nombre de la vida: «Nos borramos, él, yo, la ciudad. Sobre un paisaje anulado, nublado, el mundo empieza de nuevo».
La canción del pobre Juan es mucho más que una novela sobre el retorno o la argentinidad. Es, ante todo, espléndida literatura, marcada por un sentimiento profundo e inteligente. Creo que lo resume bien esta última cita: «La anécdota soñada es la siguiente: vuelvo a Buenos Aires e intento entrar en mi casa. Nunca he vivido en ella pero sé que es la mía».
Sinopsis
Es la primavera de la democracia y Juan S. Aguilar, un prestigioso escritor argentino, vuelve del exilio. En los entretelones de un programa de televisión al que asiste como entrevistado, Juan conoce a la joven estrella del ballet nacional, Daniel Dávila. Desde esa noche, el destino de ambos quedará para siempre trágicamente enlazado. La experiencia de uno y el ingobernable talento del otro los llevarán a recorrer los bordes de la locura y de la memoria, que son, acaso, la misma melodía de dos canciones distintas.
Con esta novela escrita en 1988 y nunca antes publicada, las lectoras asistimos a otro eslabón de una obra maestra que parecía perdida, la de Blas Matamoro.
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