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«La bella y la bestia» («La Belle et la Bête», 1946), de Jean Cocteau

Me supongo que ya conocen la historia. Un mercader sin dinero (Marcel André), con un hijo, Ludovic (Michel Auclair), y tres hijas: las insufribles Félice (Mila Parély) y Adélaïde (Nane Germon), y la adorable Belle (Josette Day). El padre se adentra en un bosque sombrío, llega a un castillo, y al encontrar la rosa mágica que allí se oculta ‒y que espera regalar a Belle‒, es atrapado por la Bestia (Jean Marais). Cumpliendo el destino que todos esperamos, Belle decide ser el rehén de la Bestia, e inicia así una incierta vida en el castillo.

Aparte de un clásico del folklore, la historia de amor entre la Bella y la Bestia es uno de esos arquetipos narrativos que han tenido fortuna en el cine, el cómic y la literatura. No obstante, esta adaptación cinematográfica de Cocteau es mucho más que un simple cuento infantil. Con medios escasos, y una inventiva sin igual, el gran Cocteau completó un relato onírico y surrealista, en el que, por cierto, de cuando en cuando se nos avisa de la presencia del propio equipo de rodaje.

Un equipo que, además, contó con maestros de primera fila, como el músico Georges Auric, el soberbio director de fotografía Henri Alekan, el director artístico Christian Bérard y el maquillador Hagop Arakelian.

Sara Torres, en el estudio que le dedica al film en Nosferatu, nos recuerda las frases que anota el propio Cocteau el domingo 26 de agosto de 1945, fecha de comienzo del rodaje: «Después de un año de preparativos y de obstáculos de toda clase, por fin empiezo mañana a rodar. Sería ridículo quejarse de las dificultades que conlleva una empresa semejante, pues estimo que nuestro trabajo nos obliga a estar continuamente arrobados, soñando el más hermoso de los sueños. Además, nos permite manejar a nuestro modo ese tiempo inmenso, tan penoso cuando se vive minuto a minuto y ordenadamente. Ese tiempo roto, conmocionado, trastocado, es una verdadera victoria sobre lo inevitable (…) Una cosa largo tiempo soñada, imaginada, vista en la pantalla invisible, será preciso esta misma mañana convertirla en algo sólido, esculpirla en el espacio y la duración».

Partiendo del clásico relato de Jeanne-Marie Leprince de BeaumontCocteau creó una fábula mágica en el primer momento de la posguerra, cuando el horror nazi empezaba a disiparse. Para ello, tuvo que superar innumerables problemas ‒incluidos importantes problemas de salud, propios y de Marais‒, pero al final triunfó con este imponente homenaje al Amor, con mayúsculas.

Ese amor que, por cierto, también tiene una deriva personal. ¿Cocteau, enamorado? Más bien diría que sufriendo por amor. «En 1924 ‒escribe Blas Matamoro‒, tras la muerte de su amante Raymond Radiguet, [Jean] se entrega al opio, al cual consagra un libro. Jacques Maritain lo acerca al catolicismo y, cuando todo el mundo espera verlo de rodillas ante el altar, proclama la necesidad de refundar la Iglesia a partir de un sentido místico de la erótica homosexual, el hallazgo de la identidad profunda en el doble y el amor final al Gran Doble que es Cristo. Jean Desbordes escribe J’adore y Cocteau Le livre blanc, explicitando sus relaciones. Luego, el infinito París las acepta como costumbre y así Cocteau asocia a su vida de artista, como actores, pintores o meros personajes, a Marcel KhillAl Brown (un boxeador estropeado por la droga, que vuelve al ring victorioso), Jean MaraísEdouard Dermit. En un vaivén constante entre la alta costura y el escándalo, la buena sociedad y la mala vida, Cocteau hace un cine literario, una literatura cinematográfica, una poesía pictórica, una pintura poética, sin detenerse en ninguna parte, llamado con ansiedad por el Ángel de la Muerte, a cuyos lindes se acerca en la enfermedad y el tormento del opio, previos al vuelo de la alfombra mágica».

Cocteau y el atractivo y noble Marais: esa es la otra pareja de esta película que el cineasta y escritor comenzó junto a René Clement, quien actuaba de consejero técnico.

Más allá de sus innumerables lecturas artísticas, La bella y la bestia sorprende hoy por detalles como el propio maquillaje de Marais, que duraba cinco horas, una dificultad añadida a un rodaje de por sí complicado.

Como dije, Cocteau afrontó todo tipo de problemas, pero logró terminar esta película que confirmó un cruce de influencias sobresaliente por lo variado. Se advierte en ella el surrealismo pictórico, el esteticismo de los grabados de Gustave Doré e incluso un toque de ingenuidad narrativa, ideal para dar vida al viejo cuento de hadas de la bella joven y la bestia condenada por un maleficio.

Parece lógico que, a pesar de lo tormentoso de esa experiencia como director, Cocteau quisiera volver al cine con nuevos propósitos: su gran película Les parents terribles (1948), adaptación de su obra teatral homónima, retrata el lado oscuro de una familia enfermiza y obsesiva. Poco después, Jean-Pierre Melville aprovechó un texto de Cocteau para rodar otro drama apasionante, Les enfants terribles, estrenado en 1950.

«Apasionado por las contradicciones que nos ofrece la vida ‒escribe Vicente Guarner en la Revista de la Universidad de México‒ y, sobre todo, por aquellas interrogantes que, al menos en apariencia, no tienen solución, Jean Cocteau era, en un tiempo, elegante y cursi; surrealista y objetivo; moderno y neoclásico. (…) Poeta, crítico,escritor, dibujante, caricaturista, pintor, cineasta y protagonista del escenario musical francés, desde los primeros diez años del siglo XX hasta los sesenta y tres en que muere en su castillo cerca de París, en Milly-la Forêt, Jean Cocteau, con una personalidad artística extremadamente compleja, desplegó una actividad diversa y profunda. Hace honor a sus pensamientos: Le plus grand chef-d’oeuvre de la nature n’est plus qu’un dictionnaire en désordre (La mayor obra de arte de la naturaleza no es más que un diccionario en desorden). Su línea no es recta: en ello reside su secreto, bien que si fluida y tensa a la vez, pues guarda como obsesión la juventud, en permanente melancolía, dentro de un ansia infinita por vivir. Quién, sino él, hubiese podido escribir pensamientos tan bellos y poéticos: La poésie est une religion sans espoir. La poésie se souvient de l’avenir (La poesía es una religión sin esperanza. La poesía recuerda el porvenir)».

Argumento

«En un país imaginario, un mercader arruinado por una tempestad maritima vive con sus tres hijas y su hijo. Las dos hermanas mayores son dos arpías que reducen a la menor, Belle, al papel de Cenicienta. El mercader se entera de que uno de sus barcos ha llegado a puerto y parte para intentar recuperar su fortuna. Las dos hijas mayores le piden joyas y vestidos, la pequeña sólo una rosa. El mercader no logra recuperar sus pertenencias y en el viaíe de vuelta, cuando intenta cortar la rosa para su hija cae en poder de la Bestia. El monstruo le exige su vida, a menos que una de sus hijas se ofrezca a morir por él. De vuelta a su casa, sólo Belle se ofrece al sacrificio. La Bestia se enamora de Belle y la agasaja de todos los modos imaginables en su castillo. Incluso le permite volver a casa de su padre cuando éste parece estar a punto de morir de tristeza. A su vuelta con el monstruo, al que permanece fiel, Belle es seguida por su hermano y por un amigo de éste, que la corteja. Cuando entran furtivamente en el castillo, una estatua de Diana dispara su arco contra el amigo, que muere sobre el tesoro de la Bestia, convirtiéndose en monstruo. Mientras, la Bestia, a la que Belle encuentra moribunda de pena, cobra aspecto humano y los amantes se juntan … , ¿para siempre?» (Nosferatu. Revista de cine, Ciclo Cocteau).

Sinopsis

Con inolvidables interpretaciones de Jean Marais y de Josette Day, y con música de George Auric, La bella y la bestia, rodada en 1946, una vez finalizada la Segunda Guerra mundial y restablecido el orden en la industria cinematográfica francesa, es una película fundamental en el devenir del cine europeo de la época. Bella (Josette Day), la adorable hija de un comerciante arruinado, tendrá que ir a convivir con un personaje monstruoso llamado Bestia (Jean Marais) para intentar salvar de esta manera la vida de su padre. El cuento de hadas de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, escrito en 1756 y centrado en el triunfo del amor sobre lo material y de la belleza interna sobre la externa, no pudo encontrar mejor expresión cinematográfica que en esta obra del poeta y cineasta francés Jean Cocteau.

Los brazos que sujetan los candelabros, las manos surgiendo de las mesas para servir el vino, los rostros de ojos brillantes o la impactante caracterización de la Bestia, son recursos visuales indelebles. Esta imaginería, filtrada por la mirada lírica del polifacético Jean Cocteau, convierte esta encantadora historia en una mágica comunión entre realidad y fantasía.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero (Incluye referencias de un artículo que publiqué previamente en Micronet). Reservados todos los derechos.

Copyright de la sinopsis © Filmoteca de Navarra. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.