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El mito del Santo Grial

Antes de adentrarnos en el repertorio mitológico del Santo Grial, creo que es interesante aclarar un par de cosas en torno al territorio simbólico en el que se mueve esta antiquísima y fascinante tradición europea. El Grial, o Graal, según nos aclara Juan Eduardo Cirlot en su ya clásico Diccionario de símbolos (1969), «es uno de los símbolos legendarios más bellos y complejos».

El Grial, además, «engloba dos símbolos diferentes, principales, en torno a los cuales aparecen otros. Son éstos: el propio Graal, y su búsqueda. En la leyenda occidental del Rey Pescador y de Perceval (Chrétien de Troyes), una misteriosa enfermedad simbólica (la misma de Filoctetes) paralizaba al anciano monarca, mantenedor del secreto del Graal. (…) La pérdida del Graal es la pérdida de la conexión interna, trátese de la religación religiosa o, en las formas degradadas (psicológicas) del misterio, de cualquier ‘fuente de felicidad’. Por ello, ese abandono del recuerdo trae consigo la pérdida del estado primordial o paradisíaco, la muerte y agostamiento de la naturaleza (de la vida espiritual propia)». No es casual, aclara Cirlot, que el desarrollo de la leyenda del Grial se produzca en los siglos XII y XIII, con tres obras esenciales que debemos a Chrétien de Troyes, a Wolfram de Eschenbach, el autor de Parzival, y a Robert de Boron.

¿Podemos entender debidamente el mito del Grial en la actualidad? Quizá nuestro contexto sociocultural nos dificulte ese ejercicio. En Símbolos fundamentales de la ciencia sagrada (Symboles de la Science Sacrée, 1962), René Guénon afirma que la civilización occidental moderna es una anomalía: «de todas las que conocemos, es la única que se ha desarrollado en un sentido puramente material, la única también que no se apoya en ningún sentido superior. Este desarrollo material, que continúa desde hace ya varios siglos y que va acelerándose de más en más, ha sido acompañado de una regresión intelectual, que ese desarrollo es harto incapaz de compensar».

«Aquellos mismos que se creen sinceramente religiosos ‒añade‒, en su mayor parte no tienen de la religión sino una idea harto disminuida. Ella no ejerce apenas influjo efectivo sobre su pensamiento ni su modo de obrar; está como separada de todo el resto de su existencia. Prácticamente, creyentes e incrédulos se comportan aproximadamente de la misma manera. Para muchos católicos, la afirmación de lo sobrenatural no tiene sino un valor puramente teórico, y se sentirían muy incómodos si tuviesen que verificar un hecho milagroso.  Esto es lo que podría llamarse un materialismo práctico, un materialismo de hecho. ¿No es más peligroso aún que el materialismo confesado, precisamente porque aquellos a quienes afecta no tienen siquiera conciencia de ello?
Por otra parte, para la gran mayoría, la religión no es sino asunto de sentimiento, sin ningún alcance intelectual. Se confunde la religión con una vaga religiosidad, se la reduce a una moral. Se disminuye lo más posible el lugar de la doctrina, que es empero lo absolutamente esencial, aquello de lo cual todo el resto no debe lógicamente ser sino consecuencia».

En la literatura iniciática, es una clave fundamental que, cuanto más extraño resulta un pasaje, más atención requiere, dado que es una advertencia sobre su contenido oculto. A él no se puede llegar por análisis alguno, pues el símbolo no admite traducción. No es posible decirlo, ni por tanto comprenderlo, sólo cabe vivirlo de forma personal y asumir la soledad que nace de toda experiencia imposible de ser compartida. En este ámbito, la ocultación no es un capricho, sino una necesidad.

Imagen superior: Frederick J. Waugh, «The Knight of the Holy Grail» (1912).

La primera aparición del Grial en el contexto cristiano tiene lugar en 1190, en la obra Perceval, del ya citado Chrétien de Troyes. «El atractivo del mito ‒escribe Carlos García Gual‒ desbordó por completo el texto de Chrétien e hizo que pronto circularan otros relatos y versiones acerca del Grial. A finales del siglo XII muy pocos eran los que tenían alguna noticia del misterioso objeto mágico que vio en el Castillo del Rey Pescador el joven Perceval. A mediados de la centuria siguiente la tradición novelesca sobre el Grial había difundido su leyenda por toda la Europa occidental. (…) Para explicar ciertas resonancias históricas de la Búsqueda [del Grial], podemos recordar el incesante entusiasmo medieval por las reliquias, unido al sentimiento de que las cruzadas habían sido un sangriento esfuerzo y tremendo fracaso, debido en gran parte a la desordenada y escandalosa conducta de los propios caballeros embarcados en la empresa» (Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la tabla redonda, 1983)

Robert de Boron es quien, años después de la leyenda iniciada por Troyes, identifica el Grial con el Cáliz de la Última Cena: José de Arimatea recogió el cáliz, en el que además se vertió la sangre de Jesús cuando fue crucificado, y emigró hacia las islas británicas, donde creó una orden de guardianes del Grial.

Aunque está claro que un estudio de carácter literario ha de centrarse en Chrétien y en los escritores que amplificaron las resonancias de su obra, es muy tentador buscar el origen profundo del Grial en otras culturas más antiguas. Por influencia del propio Chrétien, el Grial aparece en la tradición galesa de los Mabinogion, y nos permite vincularlo a los calderos mágicos; en concreto, al caldero mágico de Bran.

Bran aparece en los mitos como el dios de la regeneración, el rey de los britanos y/o un gigante bastante querido por el pueblo. En cuanto que dios de la regeneración, su caldero mágico tenía el poder de resucitar a quienes morían. En una de las leyendas, Bran muere decapitado, pero su  cabeza sigue hablando y se convierte en un talismán que da buenos consejos y ejerce de oráculo.

Robert Graves, tal y como explica en La diosa blanca, veía en Bran la huella de la importación, desde el Egeo, de los cultos mediterráneos relacionados con Asclepio, el dios griego de la medicina, quien comenzó a salvar vidas tras decapitar a Medusa.

Ya sea por mediación de Chrétien o de Boron, o bien siguiendo la trayectoria marcada por Graves, asistimos a una confluencia de tradiciones, griega, pagana y hebrea-cristiana, con un mismo fondo simbólico: la cabeza cortada y parlante también estaba presente en el mito de Orfeo y, por supuesto, en el cristianismo, a través de la figura clave que es Juan el Bautista.

Podemos considerar a Juan el Bautista como el puente entre dos tradiciones, la pagana y la cristiana, en tanto que su cabeza cortada es servida en bandeja a Salomé. Bran/Juan el Bautista enlaza la antigua representación, la cabeza, y la que habrá de popularizarse a partir de él, el recipiente “mágico”, ya sea bandeja o copa, en definitiva grial, si acudimos al Tratado IV del Corpus Hermeticum, donde se dice que un mensajero de los dioses es enviado a la Tierra con una crátera en la que se derrama el nous, la mente divina; en ella habrán de sumergirse quienes acepten el ofrecimiento de  la gnosis, el conocimiento necesario para la elevación espiritual:

—¿Por qué motivo entonces, oh padre, no compartió dios la mente con todos ellos?
—Lo que quería, hijo mío, es colocar la mente entre las almas, como un premio a conquistar.
—¿Y dónde la colocó?
—Llenó una gran crátera y la envió aquí abajo, y designó un heraldo, a quien ordenó hacer la siguiente proclama a los corazones de los hombres: “Sumérgete tú mismo en la crátera, ya que tu corazón puede, si cree que te alzarás de nuevo hacia aquel que ha enviado la crátera aquí abajo, y si sabe reconocer para qué naciste”.

Todos aquellos que prestaron atención a la proclama y se sumergieron en la mente se hicieron partícipes del conocimiento y se convirtieron en hombres perfectos, pues recibieron la mente.

Juan el Bautista es el último gran profeta según los mandeos, un grupo gnóstico surgido a orillas del río Jordán durante el siglo I y cuyas tradiciones se mantienen aún gracias a unos pocos miles de fieles que habitan las montañas de Irak. En su día, se cuenta que custodiaban la reliquia de la cabeza de Juan en Damasco, considerada portadora de poderes milagrosos.

Hay quienes han querido ver en los misterios templarios un contacto de la Orden con las sectas mandeas en la Siria del siglo XII y la explicación a la importancia de Juan en el Temple. Según las acusaciones contra la Orden, los Pobres Caballeros de Cristo reverenciaban una cabeza cortada, a la cual adoraban como fuente de vida.

El misterio del Baphomet en cuanto que cabeza cortada adorada en desconocidos rituales ha sido parte de la leyenda templaria a través de los siglos desde las acusaciones que acabaron con la Orden y el motivo de que se hable de su asociación con los mandeos. Pero Baphomet es algo más: según el estudioso Hugh Sconfield, los templarios utilizaron la llamada “codificación atbash” para encriptar la palabra griega “sophia” y así convertirla en “Baphomet”.

Sofía es una figura central en la cosmología gnóstica. Es la portadora de la sabiduría, aquella que ha de ayudar a los humanos a liberarse de su prisión terrena y regresar a la esfera de las divinidades, de donde los hombres fueron arrojados a niveles inferiores al ser engañados por los arcontes.

Esta función de liberadora ha estado presente en todas las civilizaciones, donde la figura de la diosa ha sido siempre la de una sanadora, y por tanto a ella se subordinaban los sabios-médicos: Toth lo fue en relación a Isis, Esmun a Ishtar, Asclepio a Atenea, Odin a Freya, Diancecht a Brigit, Bran a Danu, etc.

Todo lo cual nos lleva a mencionar la contribución de los templarios al esplendor del fervor mariano. Louis de Charpentier cita en El misterio de las catedrales una frase al respecto tomada de uno de los procesos que tuvieron lugar en 1310 contra ellos:

Tu Orden, la del Temple, ha sido fundada en Concilio general en honor de la santa y gloriosa Virgen María, tu Madre, por el bienaventurado Bernardo.

Quizás el vínculo más palpable entre María y las diosas sanadoras lo encontremos en la figura de la Virgen de Lourdes, tanto en su historia como en su relación con el paisaje subterráneo de la gruta.

Imagen superior: En el arte de inspiración artúrica, una de las escenas más icónicas es esta que representa Arthur Hacker en «The Temptation of Sir Percival» (1894).

La pasión templaria por las vírgenes negras y las leyendas en torno a María Magdalena como compañera de Jesús, tan populares hoy en día, no hacen sino esconder otro símbolo perenne: uno de los textos encontrados en Nag Hammadi, titulado Pistis Sophia, relaciona a la Sofía gnóstica con María Magdalena.

Gracias a un ensayo de Georges Duby sobre el personaje, sabemos que María Magdalena era adorada por la Iglesia bizantina y se la rendía culto en su tumba de Efeso. A través de la cristiandad griega, el culto se extiende por el sur de Italia y cobra gran popularidad en Inglaterra. En Francia, la abadía de Vezelay, fundada en el 860 por Girard de Rousillon, se convertirá en el principal centro del culto a la Magdalena cuando se asocie el lugar con sus reliquias, en la primera mitad del siglo XI, época de la reforma cluniacense.

Duby recoge las historias que se elaboraron para justificar la presencia en Francia de las reliquias, entre ellas el viaje por mar con Maximino, uno de los setenta y dos discípulos. Tras desembarcar en Marsella, ambos se dedicaron a evangelizar con sus predicaciones el país de Aix. Una vez muerta María Magdalena, Maximino le hizo hermosos funerales y metió su cuerpo en un sarcófago de mármol que mostraba, esculpida en una de sus caras, la escena de la comida en casa de Simón.

La primera interpretación de esta figura es la de una mujer rica y poderosa que lo deja todo para terminar arrodillándose ante el Cristo resucitado y que, lejos de todo lo material, se convierte en su primer apóstol.

No será hasta más tarde, a partir del siglo XII, que la “dulce enamorada” es reducida a imagen del pecado y de la expiación mediante penitencia, cuando la amante es borrada de la mente colectiva para ser convertida en la prostituta doliente y arrepentida.

Precisamente, este papel de amante nos sitúa a la Magdalena en el camino de las antiguas diosas del amor. Es la diosa roja que, junto a la diosa negra y a la diosa blanca, conforman los tres aspectos de la Gran Diosa, los tres aspectos necesarios para completar la obra de transformación interior que es la Alquimia, con su nigredo, albedo y rubedo.

Entramos, así, en el meollo de la filosofía perenne. De acuerdo a los mitos en torno al origen del Grial, se nos dice que éste fue labrado por los ángeles en una esmeralda desprendida de la frente de Lucifer cuando éste cayó. Confiado a Adán en el Paraíso terrenal, perdido después del pecado original, el Grial fue recobrado por Set, que pudo entrar en el Paraíso terrenal, y luego por otros, antes de Cristo.

De la misma forma, en uno de los prefacios a Las moradas filosofales de Fulcanelli, dedicado a la alquimia, se dice que: el espíritu universal ocupa un lugar importante, en base misma de la gama polícroma de la Gran Obra. Ese spiritus mundi disuelto en el cristal de los filósofos produce aquella misma esmeralda que se desprendió de la frente de Lucifer en el momento de su caída, y en la cual fue tallado el Graal.

De modo que el Grial se transforma en el símbolo de una sabiduría perdida tras la expulsión del Paraíso, es decir, tras la pérdida del contacto entre el hombre y la divinidad. Sin embargo, uno de los hijos de Adán, Set, lograría recuperarla y transmitirla de generación en generación a unos pocos elegidos.

La copa está tallada en una esmeralda caída de la frente de Lucifer. Éste, erróneamente confundido por ciertos ámbitos cristianos con Satanás, es, al contrario, el ángel “portador de la luz”, del conocimiento. La frente, precisamente, es el punto del tercer ojo, el acceso al conocimiento trascendente según las tradiciones orientales. Y la piedra es el símbolo arquetípico de lo eterno e inmortal. Más concretamente en nuestro caso, la obra hermética en la que se recoge el secreto de la “sustancia primordial”, la finalidad última del Ser, es un breve texto atribuido a Hermes Trimegisto llamado Tabla de esmeralda.

La imagen de una copa apunta directamente al símbolo de las fuerzas relacionadas con lo femenino, el recipiente que alberga. Desde la perspectiva esotérica, el receptáculo material que permite contener y catar, percibir con los sentidos, el brebaje espiritual, el líquido divino. En otro conjunto simbólico, la virgen que, fecundada por la divinidad, engendra dentro de sí al Cristo, el significado último de la existencia humana, el hombre como “sí mismo”, que diría Jung.

Precisamente, en el evangelio de Lucas encontramos una genealogía de Jesús que difiere de los otros textos y que muchos atribuyen a que se basa en la ascendencia de María, mientras que Mateo sigue la ascendencia de José. Lucas remonta la línea de sangre a, justamente, Set, el que recuperó el conocimiento perdido. Así pues, María, la heredera de esa sabiduría, se convierte en la madre del Cristo.

Para la simbología esotérica, la diosa es la representación del alma descendida al mundo de lo físico. Es virgen porque, aunque está en contacto con la materia, su esencia es siempre incorruptible, pues es de origen divino. Sólo encontrando esa copa inmaculada es posible que se vierta el brebaje de la inmortalidad.

Finalmente, hay otro símbolo fundamental para entender el mensaje escondido en la imagen del Grial. Es la flor mística. Este pasaje viene a cuento porque Guénon se refiere a la abadía de Fontevrault, que es donde fueron enterrados Enrique II de Inglaterra y su mujer Leonor de Aquitania:

En Oriente, la flor simbólica por excelencia es el loto; en Occidente, la rosa desempeña lo más a menudo ese mismo papel. Por supuesto, no queremos decir que sea ésa la única significación de esta última, ni tampoco la del loto, puesto que, al contrario, nosotros mismos habíamos antes indicado otra; pero nos inclinaríamos a verla en diseño bordado sobre ese canon de altar de la abadía de Fontevrault, donde la rosa está situada al pie de una lanza a lo largo de la cual llueven gotas de sangre. Esta rosa aparece allí asociada a la lanza exactamente como la copa lo está en otras partes, y parece en efecto recoger las gotas de sangre más bien que provenir de la transformación de una de ellas; pero, por lo demás, las dos significaciones se complementan más bien que se oponen, pues esas gotas, al caer sobre la rosa, la vivifican y la hacen abrir. Es la “rosa celeste”, según la figura tan frecuentemente empleada en relación con la idea de la Redención, o con las ideas conexas de regeneración y de resurrección.
[…] Aparte de las representaciones en que las cinco llagas del Crucificado se figuran por otras tantas rosas, la rosa central, cuando está sola, puede muy bien identificarse con el Corazón mismo, con el vaso que contiene la sangre, que es el centro de la vida y también el centro del ser total.

Leonor de Aquitania es una figura principal en el mecenazgo de los trovadores y la difusión de las leyendas del Grial. Más aún, su abuelo fue Guillermo IX de Poitiers, primer trovador provenzal del que se tiene constancia. ¿Qué tiene que ver la poesía trovadoresca con el Grial? En realidad, el tema del amor a la mujer idealizada está muy vinculado con las corrientes cátaras que poblaban la región por aquellos mismos tiempos: trasciende el aspecto físico y se muestra como punto de partida para ascender en el camino espiritual.

La dama provenzal representa la aspiración a la sabiduría alcanzada por el conocimiento de las leyes de amor, la doctrina secreta a la que aspira el iniciado. Los “secretos del amor” no pueden ser revelados, sino que se han de guardar celosamente. De nuevo, las diosas del amor grecolatinas escondidas en la literatura gnóstica.

El ejemplo más conocido y principal punto de referencia de este trasvase es El asno de oro, en que Apuleyo narra la historia de Lucio quien, para dejar de ser el asno en que se ha convertido y volver a su forma humana, habrá de comer las rosas que porta un sacerdote de Isis.

Para añadir más historia al asunto, Enrique II, el marido de Leonor, era un Plantagenet, apodo con el que se conoció al padre de la saga, Geoffrey de Anjou, porque, según dice la leyenda, siempre portaba una planta de genista de cinco pétalos. La relación de la flor mística, símbolo de redención, con el número cinco nos lleva a los orígenes conocidos de todo este embrollo: la escuela pitagórica. Y allí está la clave de todo.

Pero citaremos otra referencia que nos ampliará la visión. Según las indicaciones de Charpentier, el conocimiento secreto templario nos conduce a un esoterismo que se remonta a siglos atrás. Estamos, en fin, ante un único principio sagrado universal que se oculta tras las máscaras de diferentes expresiones simbólicas desde que el hombre es hombre, siempre en el marco significativo de lo oculto, lo profundo, lo nocturno; un conocimiento que implica el abandono de la conciencia basada en los sentidos y la razón para que el Ser se manifieste. Esto sólo es posible al alcanzar un estado libre de deseos y de tabúes: una copa vacía que se puede llenar, entonces sí, con el elixir de la Inmortalidad.

Imagen superior: “The Achievement of the Grail” (1891-1894), de Sir Edward Burne-Jones, a partir de un diseño de William Morris.

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.