Giordano Bruno (1548-1600) fue un pensador italiano que, inspirado por el modelo copernicano del sistema solar, impartió clases por diversos países europeos, especialmente en las naciones protestantes del norte. Cuando llegó a Venecia en 1591, fue arrestado por la Inquisición, interrogado y finalmente ejecutado en 1600. Ciertamente, la magia y el misticismo jugaban un papel tan importante en el pensamiento de Bruno como la ciencia, pero en el fondo, sus ingeniosas especulaciones sobre la naturaleza del universo eran pura ciencia ficción. Su obra Sobre el universo infinito y los mundos (1584) imagina al cosmos como una infinita pluralidad de mundos, cada uno de los cuales puede asimilarse a un organismo vivo. El propio universo, por tanto, estaba vivo.
Tres siglos después, un escritor y profesor de Filosofía de la Universidad de Liverpool, Olaf Stapledon, tuvo conocimiento de esa maravillosa interpretación del universo (aunque no a través de los textos del propio Bruno, sino mediante los filósofos idealistas alemanes del siglo XIX) y decidió escribir un libro basado en ella. A Bruno lo quemaron por enseñar tales herejías. A Stapledon se le considera un clásico imprescindible de la ciencia ficción, un autor de gran profundidad intelectual y, según muchos, la principal mente imaginativa del siglo XX.
Stapledon fue un autor muy diferente al resto de escritores de ciencia ficción contemporáneos. Su mente trabajaba con conceptos que la astronomía, a pesar de lo rápido que avanzaba, aún tardaría veinte años en abordar seriamente. Hasta finales de la década de los cincuenta los astrónomos no empezaron a trazar analogías entre las revoluciones científicas en el ámbito de la cosmología y el impacto que supondría encontrar vida extraterrestre. Se sugirió entonces que un contacto alienígena representaría el cuarto escalón hacia la plena integración del hombre en el universo tras los sucesivos modelos geocéntrico, el heliocéntrico de Copérnico y el galactocéntrico. La revolución que supuso comprender que nuestro sistema solar se encontraba en un rincón alejado de la vía láctea y que ésta no era sino una más entre millones y millones de galaxias, tuvo lugar justo antes de que Stapledon escribiera Hacedor de estrellas, su obra maestra y una novela para la que incluso los adjetivos superlativos más extravagantes resultarían insuficientes.
El alcance conceptual de Hacedor de estrellas, sus dimensiones y ambiciones filosóficas, desafían a la imaginación del lector en mucha mayor medida que lo había hecho su previa La última y la primera humanidad (1930). Si en ésta Stapledon seguía los pasos de la vida en la Tierra hasta su destrucción dentro de miles de millones de años, Hacedor de rstrellas describe, nada más y nada menos, que el pasado y el futuro del Universo. En palabras del propio autor, su objetivo era «explorar las profundidades del universo físico (y) descubrir qué papel juegan la vida y la mente entre las estrellas».
Una tranquila y clara noche, un hombre sube a una colina de la campiña inglesa y se sienta a admirar el firmamento. De repente, de forma involuntaria e inesperada, su mente se separa de su cuerpo para iniciar un vertiginoso viaje por el universo. En cada mundo que visita funde su mente con la de un nativo que, después, pasa a formar parte de una mente colectiva cada vez mayor, a la que se unen también otros viajeros alienígenas que, como él, recorren telepáticamente el cosmos. Su periplo le lleva a recorrer no sólo toda la galaxia sino todo el tiempo, desde el Big Bang hasta el desolado vacío final, en un crescendo hacia el sobrecogedor clímax, cuando el conocimiento acumulado se convierte en algo difícilmente abarcable y el narrador se acerca a la revelación definitiva: la naturaleza del Hacedor de Estrellas.
Por fin descubrimos, al final de la cadena de la vida, la mente y el espíritu, a la Inteligencia Suprema. Averiguamos que el Hacedor de estrellas ha ido creando una serie interminable de cosmos de los que el nuestro no es sino uno más, y ni siquiera particularmente satisfactorio. La mayoría de esos universos han sido descartados por esta entidad, de la misma forma que el nuestro será eliminado para verse sustituido por otro. Cuando el narrador llega a comprender la inhumana conciencia del Hacedor, siente que en ella no hay piedad, mensaje de salvación o ayuda.
Stapledon es lo suficientemente valiente como para plantear la sustancial inhumanidad del Universo: «se estaba haciendo evidente para nosotros que si el cosmos tenía algún Señor, no era ese espíritu (Dios), sino algún otro cuyo propósito al crear la infinita fuente de mundos no era paternal hacia los seres que había engendrado, sino alienígena, inhumano, oscuro». Es una inteligencia que observa las tragedias y problemas de las formas de vida que pueblan sus universos, pero que carece de motivación para intervenir y corregirlos, considerándolos sólo como algo necesario en el camino hacia su propia trascendencia.
Una de esas creaciones, por ejemplo, consiste en tres universos conectados que nos resultan familiares: en el primero, dos espíritus, uno «bueno» y otro «malo» se enfrentan en un juego por la posesión de las almas de las criaturas. Según sea el resultado, dichas almas caerán en el segundo o el tercer universo, parecidos a eternos cielos o infiernos. En nuestro propio cosmos sólo hemos conservado un ligero e imperfecto recuerdo de ello a través de la cosmovisión religiosa. Esa interpretación de la divinidad carente de amor y compasión disgustó enormemente a otros escritores contemporáneos, como C.S. Lewis, cuyas creencias, como veremos, le llevaron por esos mismos años a escribir su propia ciencia ficción de inspiración religiosa, la Trilogía de Ransom.
Hacedor de estrellas es uno de esos trabajos reverenciados por los críticos, estudiados por los académicos y mencionado por los estudiosos, pero que sigue siendo fundamentalmente desconocido por la inmensa mayoría de los lectores. Y ello no es debido a que se trate de un libro especialmente largo o que su estilo sea complejo o anticuado. Puede que las razones sean, en primer lugar, su profundidad y densidad filosófica, tal y como afirmaba Kim Stanley Robinson de ella: «cada pocas páginas se encuentra todo el material de una novela de ciencia ficción ordinaria condensado en algo cercano a la prosa poética»; opinión compartida por Jorge Luis Borges, quien dijo que «en un libro de Stapledon hay ideas para cincuenta escritores».
En segundo lugar, la dificultad de su lectura reside también en que no nos encontramos en realidad ante una novela: no hay personajes ni desarrollo argumental de una historia claramente delineada. Es más una visión, un viaje espiritual bajo la forma de un poema cósmico con especulaciones metafísicas.
Así, el problema, al menos desde un punto de vista narrativo, es que todas las ideas que vierte Stapledon en su libro rara vez superan el nivel de boceto. Él no estaba interesado en contar ninguna historia ni profundizar en las particularidades de su larga lista de especies y sociedades alienígenas (centauros, humanoides diversos, equinodermos, naves inteligentes, seres vegetales, simbiontes, razas con mentes compartidas…), sino que las utiliza para reflexionar sobre la propia esencia de la humanidad e introducir comentarios sobre nuestras sociedades. Dado que el libro fue escrito por un pacifista inglés en los oscuros días del fascismo y el nazismo, no debe sorprendernos que establezca una relación directa entre las formas de vida inteligente y la guerra, pero no por ello deja de existir un optimismo subyacente respecto a la capacidad de la humanidad para superar sus inclinaciones animales y jugar un papel relevante en el futuro espiritual del cosmos.
Profesor de Psicología, Historia y Filosofía en la Universidad de Liverpool, Stapledon se sorprendió al ver su trabajo calificado de ciencia ficción, quizá porque en aquellos años el género se identificaba con historias de mediocre calidad literaria trufadas de tópicos (héroes espaciales, damiselas en peligro, astronaves, tecnología exuberante…) No hay naves espaciales aquí, el viaje se realiza merced a la pura voluntad del narrador; pero aún así el lector nunca duda de esa premisa (a diferencia de los más corrientes «viajes espirituales», de los cuales ya hemos visto bastantes ejemplos) ya que se halla estrechamente unida al mensaje último del libro: que tras el velo de realidad no hay nada excepto la voluntad misma.
Hacedor de estrellas sí es ciencia ficción, puesto que no sólo se pregunta sobre el origen del universo en términos racionales, sino que incluye alienígenas de exóticas biologías, variados ecosistemas, viaje interestelar, terraformación, utopías, imperios galácticos y telepatía, todo ello material propio del género. Sin dejar de ser ciencia ficción, el libro es al mismo tiempo una obra filosófica que trata de casar el pensamiento científico con la religión y descubrir terrenos comunes, una tradición, por otra pate, firmemente arraigada en el género aunque no muy practicada.
Stapledon fue un pionero en plantearse seriamente la posibilidad de vida fuera de la Tierra. La astronomía estaba proporcionando una nueva y sorprendente visión de un universo en permanente expansión. A mediados de los años veinte ya se acumulaban una serie de revoluciones del conocimiento que, a su vez, afectaron profundamente a la percepción que el hombre tenía de sí mismo y de su lugar en el universo: la teoría heliocéntrica de Copérnico, la teoría de la evolución de Darwin, el establecimiento de la edad de la Tierra, la relatividad de Einstein… todas ellas iban arrinconando al hombre a una pequeña esquina de la Creación. Stapledon, con esta obra, preparó a sus lectores para el golpe definitivo, diciéndonos lo insignificantes que somos ante la inmensidad del espacio y el tiempo.
Hacedor de estrellas enfatizaba la poca importancia de la humanidad a las puertas de un nuevo e inconmensurable cosmos, un cosmos que acoge fenómenos y seres que nuestra inmadura especie es incapaz de asimilar: nebulosas y estrellas dotadas de una sutil inteligencia con la que apenas se puede contactar, organismos de dimensiones planetarias, ingeniería a escala galáctica, luchas entre enormes imperios, trayectorias evolutivas de millones de años, comunicación telepática a escala inimaginable, el dominio final de la entropía…
La ficción de Stapledon ejerció una gran influencia no sólo en otros escritores, como Arthur C. Clarke (tanto El fin de la infancia como 2001: Una Odisea del Espacio le deben mucho a su compatriota), sino en científicos que dedicaron su carrera a la búsqueda de otras formas de vida, como el exobiólogo J.B.S. Haldane o los astrofísicos Fred Hoyle, Carl Sagan (uno de los fundadores del programa SETI a comienzos de los años sesenta) o Fred Dyson (la esfera teórica que lleva su nombre fue sugerida, según él mismo confesó, por la lectura de Hacedor de estrellas).
¿A quién podría recomendársele este libro? Desde luego, no es una ligera lectura veraniega. Pero sí debería figurar en la biblioteca de todo aquel que no sólo esté interesado en la historia de la ciencia ficción sino que, más allá del puro entretenimiento, busque un reto intelectual en una lectura que debe abordarse –y sobre la que debe reflexionarse– en pequeñas dosis.
La visión de Stapledon de un infinito rebosante de vida tratando de comprender su lugar en el gran baile cósmico y la serie de universos alternativos paralelos unidos por leyes físicas distintas a las que rigen el nuestro, convierten a esta obra no sólo en la más importante de su autor, sino en una de las más sugestivas y profundas de la historia del género. Por su radicalidad así como por su valiente intento de reconfigurar la metafísica de la creación, la ética y la escatología bajo la forma de una estructura cósmica, Hacedor de estrellas es una obra maestra sin precedentes ni sucesores.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.