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«La noche de la esvástica» (1937), de Katharine Burdekin

Si una utopía es una sociedad imaginaria ideal que propone un mundo en el que los problemas sociales, políticos y económicos que nos asedian han sido resueltos (o, al menos, mitigados considerablemente), entonces una distopia es un mundo imaginario en el que el sueño antedicho se ha transformado en una pesadilla. También conocidos como anti-utopías, las distopias se construyen a menudo con la intención de criticar las implicaciones negativas de determinados planteamientos utópicos. Con frecuencia adoptan la forma de sátiras cuyo objetivo es advertir de las posibles consecuencias que podrían tener ciertas tendencias políticas o sociales del presente.

Efectivamente, si las sociedades utópicas ensalzan el máximo potencial al que la especie humana puede aspirar, las distópicas imponen barreras opresivas que interfieren con dicho potencial. Esas barreras son normalmente extensiones o exageraciones de contextos ya existentes en nuestra sociedad, especialmente aquellas que, de una u otra forma, simbolizan el antagonismo entre el control social y la decisión individual. En el estado distópico, el control social suele ser el predominante, un control ejercido por las instituciones, como iglesias, escuelas, ministerios o policía. Se regula y manipula el pensamiento, la imaginación, la creatividad y el comportamiento social e individual, ofreciendo a los individuos un rango muy limitado de formas de expresión o modos de vida alternativos.

Aquellos reductos que las sociedades occidentales han considerado tradicionalmente como motores básicos del desarrollo de la identidad individual y la satisfacción de las aspiraciones particulares, como el arte o la sexualidad, tienden a ser vigilados y fiscalizados de forma especial por los gobiernos distópicos, a menudo utilizando de forma perversa la tecnología (sistemas de vigilancia, control mental o formas de castigo físico o mental).

Hemos visto en este espacio abundantes y representativos ejemplos del tipo de bienintencionadas utopías que florecieron en el último tercio del siglo XIX. El siglo XX, en cambio, ha sido rico en distopias. ¿Por qué? Quizá una de las razones sea que los problemas sociales y políticos que aquellos utopistas soñaban con desterrar no han hecho más que crecer y complicarse. En las primeras décadas del siglo pasado, la instauración de regímenes totalitarios en el continente europeo proyectó una oscura duda sobre la pervivencia del espíritu liberal ilustrado que había florecido en aquellos mismos países.

Algunas de las mejores ficciones distópicas inglesas de los años treinta aparecieron como reacción al ascenso de los regímenes fascista y nacionalsocialista, los cuales eran en sí mismos una especie de distopia capitalista del mismo modo que el comunismo soviético resultó una muy real pesadilla destilada a partir de las fantasías utópicas colectivistas del siglo XIX. Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, es, desde luego, la mejor y más conocida de estas novelas británicas, pero hubo otras, como In the Second Year (1936), de Storm Jameson, Over the Mountain (1939) de Ruthven Todd, y sobre todo, La noche de la esvástica, de Katharine Burdekin.

La cubierta de la primera edición ya exponía la premisa principal al lector no familiarizado con las historias alternativas: «Es el séptimo siglo de la era hitleriana. El imperio nazi se extiende por toda Europa y África… y durante siglos, la civilización ha estado agonizando».

El mundo ha quedado dividido entre los imperios alemán y japonés. La difusión de información en ese futuro está, naturalmente, estrictamente controlada hasta el punto de que se han prohibido los libros (con excepción del sagrado Libro de Hitler ) y todos los ciudadanos son analfabetos. La Historia ha sido borrada de los archivos y los recuerdos de una pluralidad de civilizaciones anteriores al nazismo se ha esfumado. Lo único que se ha conservado han sido versiones mayormente mitológicas en las que Hitler ha sido ascendido al rango de Dios, alto, musculoso y rubio. Los caballeros nazis sirven ahora como los guardianes de su legado y los administradores de su Imperio.

Pero hay una excepción que puede poner en jaque todo el régimen: un manuscrito de incalculable valor que cae en las manos de Alfred, un librepensador inglés que ha viajado a Alemania en peregrinación al «Sagrado Aeroplano» que Hitler pilotó hasta Moscú para terminar con la Guerra de los Veinte Años. Dicho manuscrito, procedente del legado familiar de un devoto caballero nazi, contiene la verdadera historia del Estado Alemán, una crónica que contradice abiertamente la doctrina oficial al revelar que Hitler no fue una criatura divina creada a partir del éter, o describir un mundo en el que hombres y mujeres interactuaban libremente. En el Imperio Nazi, en cambio, las mujeres son tratadas como seres apenas inteligentes, recluidas en campos y utilizadas exclusivamente para procrear. Las relaciones íntimas de los hombres son ahora de carácter homosexual.

También describe el documento la difícil pero en último término exitosa invasión de la Rusia soviética y el exterminio de los judíos, aunque los detalles de su genocidio no se asemejan a la Solución Final implementada por los auténticos secuaces de Hitler. Tras acabar con los judíos, los nazis dirigen su máquina letal contra los cristianos, ya que su religión se opone a la adoración estatal de Hitler como único y verdadero Dios. Dado que estado y religión son una misma cosa, los cristianos son considerados traidores y, consecuentemente, aniquilados.

Alfred recibe el encargo secreto de custodiar el manuscrito y abandona una Alemania esclerotizada, obsesionada por la muerte e incapaz de derrotar a sus enemigos japoneses, para regresar a Inglaterra con la intención de utilizarlo como chispa que prenda las llamas de la rebelión. Su sueño, sin embargo, se verá frustrado al ser incapaz de superar la represión del tiránico gobierno.

De Burdekin ya hablamos en un artículo anterior: una heterodoxa mujer, comprometida socialmente en lo intelectual, pero que prefirió ocultar su auténtica identidad bajo el seudónimo de Murray Constantine. Sus obras fueron adquiriendo progresivamente un tono cada vez más didáctico y en La noche de la esvástica su ideario feminista queda claramente expresado al describir de forma vívida e incluso plausible la condición de la mujer en el Imperio Alemán. La degradación intelectual de su sexo no es achacable en realidad a Hitler, sino a sus fanáticos descendientes, de la misma forma que en la Europa cristiana los custodios de esa fe fueron los que pervirtieron el espíritu original de la religión en lo tocante a la mujer.

Por otra parte, al imaginar Burdekin como depositarios de la civilización nazi a un cuerpo de caballeros gays, trazó, sin saberlo, un curioso paralelismo histórico, ya que, efectivamente, existió una subcultura homosexual clandestina en el seno del aparato nazi. Las SA (Sturmabteilung o División de Asalto), unidad de seguridad personal y matones callejeros del Partido Nacionasocialista, fueron dirigidas por Ernst Roehm, un homosexual declarado que participó activamente en la Noche de los Cuchillos Largos, en 1934. Durante sus días de «gloria», las SA atrajeron a muchos gays, aunque la línea oficial era la de persecución de esa opción sexual.

No debemos caer en el error de considerar la idea de Burdekin como un impulso homofóbico, sino como la sugerencia de que el culto a la masculinidad es destructivo y tendente a la violencia. En una novela anterior, The End of This Day´s Business (1935), la autora describía un mundo en paz, apolítico, en el que hombres y mujeres pacíficos se enfrentaban en juegos de guerra bajo la forma de inofensiva actividad deportiva. En La noche de la esvástica, los narcisistas varones desprecian a las mujeres por su apariencia poco varonil y las contemplan únicamente como una herramienta al servicio de la propagación de la especie. Lo que, al fin y al cabo, no se halla tan lejos del plan de las auténticas SS para animar a las mujeres arias a tener la mayor descendencia posible de bebés racialmente puros.

Aunque desafortunadamente para Hitler, la conservadora y tradicionalista población alemana encontró esta propuesta irreal y desagradable, la novela muestra cómo la adoración por la figura materna puede fácilmente corromperse y transformarse en un programa inhumano de cría y violación sistemáticas.

A pesar de su importancia dentro de la historia de la ciencia ficción, desde un punto de vista estrictamente narrativo no resulta fácil recomendar hoy este libro. La acción transcurre de forma muy lenta, se invierte demasiado tiempo en largos diálogos entre dos de los protagonistas, y aparte de Alfred, el resto de personajes no son más que caricaturas desdibujadas.

Pese a que Burdekin sí consigue mostrar los elementos distópicos de la sociedad, resulta difícil inferir la supuesta evolución registrada a partir de la ideología nazi original. Sí, la sociedad ha conservado las aberraciones propias de esa doctrina, pero siglos después se ha transmutado en una pesadilla completamente diferenciada. La sensibilidad de la autora con el devenir de su época está fuera de duda, pero su extrapolación histórica se antoja algo esotérica.

Esta historia prebélica se lee hoy como escalofriantemente visionaria y su énfasis feminista da pie a una crítica aún válida no sólo contra el fascismo, sino contra cualquier forma de gobierno autoritario. Es también una obra consciente de los peligros de usar la especulación científica como un simple medio de expresión de los propios deseos en lugar de auténticas posibilidades históricas. Aunque no estrictamente una historia alternativa (en 1937 el futuro imaginario de Burdekin parecía demasiado real), La noche de la esvástica sigue estando a la cabeza de ese prolífico sub–subgénero al que pertenecen las historias en las que Hitler salió victorioso de su lucha.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".