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Trilogía cósmica (1938-1945), de C.S. Lewis

Casi cualquier manual sobre historia y teoría de la ciencia-ficción subraya la diferencia esencial en tono y propósito en la forma en que, entre mediados del siglo XIX y mediados del XX, se trató el género en Norteamérica y Europa (aunque dentro de esta última también cabría hacer diferenciaciones).

En concreto, se resalta cómo en el viejo continente la ciencia-ficción se utilizó como recurso para formalizar profundas reflexiones sociales, filosóficas o políticas, mientras que en Estados Unidos sirvió principalmente como marco genérico de aventuras heroicas o misterio.

La aparición y masiva diseminación del fenómeno de las revistas pulp marcó de forma decisiva el desarrollo de la ciencia-ficción mundial y, en concreto, la publicación de Amazing Stories por parte de Hugo Gernsback, una revista centrada exclusivamente en la ciencia-ficción que abrió una brecha entre la vertiente más lúdica y ligera del género y la más intelectual. Representantes de esta última –circunscribiéndonos sólo a Gran Bretaña– fueron escritores de la calidad de Aldous Huxley, Olaf Stapledon o C.S. Lewis.

Casualmente, y para marcar todavía más esa diferencia, se dio la circunstancia de que la mayoría de la ciencia-ficción europea anterior a 1950 se publicaba directamente en libros, mientras que en Estados Unidos se serializaba en revistas baratas. Esa divergencia en el formato tuvo también consecuencias de ámbito creativo: la ciencia-ficción europea constaba básicamente de novelas más o menos largas; la norteamericana se nutría de relatos cortos. Y mientras los autores europeos aprovechaban la extensión del formato a su disposición para escribir novelas que tendían a ser algo plomizas en su carga intelectual, la narrativa americana se destacó por su dinamismo y rapidez.

Hay que decir, no obstante, que la mayoría de escritores, editores y lectores relacionados con la, digamos, «tradición europea» de la ciencia-ficción, no identificaban a sus obras como pertenecientes a ese género. Ni siquiera tenían conciencia de que existiera tal género.

La tradición británica del romance científico popularizado en ese país por H.G. Wells se había degradado en su tránsito hacia la cultura de masas en la forma de las revistas pulp norteamericanas. Para los ingleses, la ciencia-ficción era un género específicamente norteamericano que simbolizaba el entretenimiento de baja calidad, destinado a las masas, y que emanaba del desaforado culto a la tecnología propio de esa sociedad. Los intelectuales ingleses más conservadores pensaban que esa cultura maquinista suponía una amenaza para la existencia más humana o antropocéntrica que ellos consideraban propia de Gran Bretaña, pero que en realidad estaba circunscrita a una élite económica y social.

La izquierda intelectual tampoco difería en su rechazo a la ciencia-ficción como emanación de la cultura tecnológica, aunque las razones que aducían eran diferentes: para ellos, la introducción de las ideologías y procedimientos propios del capitalismo americano había destruido los remanentes de la autentica cultura obrera de Inglaterra. La ciencia-ficción se vio también afectada por el pánico moral que suscitaron los cómics americanos a comienzos de los años cincuenta, pánico irracional que en Inglaterra se sustanció en una campaña inicialmente orquestada por el Partido Comunista sobre la corrupción intelectual propia de la cultura de masas. Se condenó de forma general la americanización de la cultura, aunque, de forma paradójica, fue precisamente el crudo atractivo de los pulps norteamericanos lo que atrajo a algunos disidentes de la élite cultural de izquierdas de los cincuenta.

Así, esa asociación de la ciencia-ficción con la modernidad en su vertiente más americanizada produjo como reacción que la literatura inglesa más importante de los años previos a la Segunda Guerra Mundial se volcara en la fantasía de carácter tradicional. Sus más ilustres representantes fueron C.S. Lewis, J.R.R. Tolkien y Mervyn Peake.

En particular, la obra de Clive Staple Lewis y J.R.R. Tolkien fue una respuesta directa a los efectos de la modernidad en Inglaterra y a lo que ellos percibían como una catastrófica derrota de la tradición. Ambos eran profesores de materias clásicas: Tolkien de poesía anglosajona y Lewis de literatura medieval y renacentista. Antes de enseñar en Oxford, los dos participaron como oficiales en la Primera Guerra Mundial y sobrevivieron a las experiencias del brutal conflicto.

Lewis resultó herido en el frente y en 1925 obtuvo el puesto de Tutor de Literatura Inglesa en el Magdalene College de Oxford. Fue allí donde, dos años después, conoció a Tolkien, quien influyó no poco en su conversión al catolicismo en 1930. Sin embargo, su decisión de convertirse en activo proselitista de sus nuevas creencias –de hecho, en el más destacado apologista cristiano de su tiempo– provenía de haber vivido su infancia entre la agresiva minoría protestante en el Ulster irlandés. A pesar de ello, su afabilidad y encanto personal le ganaron el afecto de todos aquellos que le conocieron, compartieran o no sus creencias.

Lewis desarrolló una intensa actividad como divulgador de sus creencias religiosas y morales, pero siempre pensó que había un público al que sus ensayos filosóficos no llegaban, por lo que optó por disfrazar sus ideas como ficciones fantásticas más digeribles para el lector medio. Así nació su fantasía alegórica infantil Las Crónicas de Narnia, y también su Trilogía Cósmica, escrita durante su estancia en Oxford.

Es sin duda un trabajo de ciencia-ficción, aunque una ciencia-ficción con un objetivo muy concreto: transmitir un mensaje espiritual y una visión filosófica del cosmos.

El primer libro de la trilogía, El planeta silencioso (1938) nos presenta a su protagonista, un lingüista de Oxford llamado Elwis Ransom, que pasa sus vacaciones haciendo senderismo por el campo inglés. Accidentalmente, topa una noche con un antiguo compañero de estudios, Devine, y el socio de éste, el profesor Weston. Ambos drogan a Ransom, lo secuestran, lo meten con ellos en un cohete y emprenden un viaje a Marte, donde sus captores pretenden entregarlo como víctima propiciatoria a los alienígenas nativos.

Ya en Marte –al que sus habitantes llaman Malacandra–, Ransom escapa y contacta con las diferentes razas que allí habitan. Al principio, su ignorancia le lleva a temerlas, pero pronto se da cuenta de que los alienígenas no sólo son amistosos sino que viven en paz unos con otros. Las complejas civilizaciones que Ransom descubre allí no han sufrido lo que podríamos llamar la Caída y, por tanto, no han necesitado un Cristo que las redima. Aunque sus sociedades pueden ser consideradas tecnológicamente atrasadas, moralmente superan con mucho a las humanas y, además, se hallan profundamente unidas al planeta que los sustenta.

Gracias a sus habilidades lingüísticas consigue aprender la lengua de los Oyarsa, una de las especies nativas, y enterarse de que cada planeta tiene su propio espíritu rector o Eldil, pero que el de la Tierra es un caído que, tras una guerra con sus congéneres, interrumpió el contacto tanto con los otros espíritus como con los propios habitantes del planeta –de ahí el «Planeta silencioso» del título–. Esa desconexión entre la naturaleza íntima de nuestro mundo y el Hombre es lo que provoca en éste la confusión y violencia que caracteriza nuestra civilización.

Malacandra es un Marte fascinante. Lewis escribió la novela cuando ya ningún científico creía seriamente en la idea lanzada por Percival Lowell de que ese planeta podía ser el hogar de una raza moribunda antaño constructora de grandes canales que surcaban su superficie. A Lewis, un hombre que no solo era de letras sino que sentía una profunda animadversión por la ciencia, le daban igual las teorías más modernas sobre la naturaleza y composición del auténtico planeta rojo.

Su Marte es, como el de Lowell o Burroughs, un mundo en declive en el que la vida sólo medra en un puñado de regiones llamadas Handramits. Pero a diferencia del Barsoom de la serie de John Carter, cuyos habitantes están en perpetua guerra unos con otros, los malacandrianos que encuentra Ransom son seres pacíficos que disfrutan de una existencia armoniosa.

Se ha sostenido que los personajes son demasiado maniqueos en sus posturas ideológicas. Creo que es una afirmación matizable. En un momento determinado, Devine entra en un debate moral y filosófico con un ser angelical custodio del planeta. Su defensa de que la especie humana debe expandirse y sobrevivir a cualquier precio no es necesariamente algo propio de un hombre malvado, sino de alguien que cree que la vida inteligente es, por su propia naturaleza, imparable.

Probablemente, Lewis pretendía que Devine sonara maléfico, pero ese pasaje en particular está tan bien escrito que un lector con mente abierta puede comprender hasta cierto punto sus argumentos por aberrantes que sean. Quizá no esté de acuerdo con él, pero se puede entender de dónde proviene su visión del destino de la especie humana.

La narrativa del libro está más preocupada con lo que Ransom ve y aprende de sus encuentros con los seres de Marte que con la acción dramática o la peripecia aventurera y, de hecho, lo que mejor hace Lewis es imaginar y retratar su personal visión del planeta. Las criaturas y sociedades que encuentra el protagonista están bien construidas y sus alienígenas destilan auténtica vida. No era Lewis el primero que lo conseguía, pero mientras que las novelas marcianas de, por ejemplo, Burroughs, rebosaban monstruos, criaturas inverosímiles y melodrama a raudales, Lewis opta por una aproximación más serena y reflexiva, poblando su Marte de seres creíbles que tienen algo que decir.

Los encuentros de Ransom con los alienígenas del planeta apelan a su –y nuestro– sentido de la maravilla y fascinación por lo desconocido, en contraste con la visión que de ellos tiene el científico Weston, quien concibe la relación con otras especies en términos de dominación, violencia y «supervivencia del más apto».

Esta última actitud se identifica directamente con la de H.G. Wells u Olaf Stapledon. Lewis nos dice de Ransom: «Su mente, como tantas otras de su generación, estaba ricamente provista de espectros. Había leído a H.G. Wells y a otros autores. Su universo estaba poblado de horrores ante los que apenas podían rivalizar las mitologías antiguas o medievales. Cualquier abominable insectil, vermiforme o crustáceo, cualquier antena crispada, ala áspera, espiral viscosa o tentáculo enroscado, cualquier unión monstruosa entre una inteligencia sobrehumana y una crueldad insaciable le parecían adecuados para un mundo alienígena».

No es la única referencia a Wells: los secuestradores de Ransom son un científico y un capitalista, el mismo dúo que protagonizaba la novela de aquél, Los primeros hombres en la Luna.

Volveremos más adelante sobre ello, pero baste decir ahora que aunque Lewis conocía bien la obra de Wells y plantea el inicio de esta novela en los mismos términos que su famoso compatriota, utiliza sus recursos con un propósito muy diferente. Al fin y al cabo, otra de sus principales influencias fue una de sus novelas favoritas, Un viaje a Arturo (1920) escrita por David Lindsay, cuyo enfoque era claramente metafísico. Lewis, sin embargo, va más allá del simple espiritualismo, saltando de lleno al terreno de la alegoría religiosa. Y es que el principal interés de Lewis, tal y como atestigua la mayor parte de su obra, reside en construir una apología del cristianismo.

Cuando Ransom encuentra por primera vez a los alienígenas, le parecen ogros, fantasmas, esqueletos, para modificar luego su opinión a Eran más grotescos que horribles y, finalmente, cuando su sensibilidad se ha ajustado a las realidades de ese mundo sin pecado, los ve como Titanes o Ángeles.

También el paisaje contrasta de forma acusada con lo que describían otras novelas de ambientación extraterrestre: en lugar de un mundo rocoso y desolado poblado de monstruos o máquinas de pesadilla, encuentra un planeta hermoso, de vida abundante y sin peligros para el visitante.

Ello responde a la diferente visión del cosmos que tenía Lewis de escritores como Wells. La ciencia-ficción de éste es propia de un científico para quien las inmensidades del universo han de ser forzosamente extrañas, indiferentes hacia el hombre. Para Lewis, en cambio, el cosmos es el hogar de un Dios paternalista que cuida de sus criaturas. Ello se refleja claramente en su manera de describir el viaje espacial. La experiencia interplanetaria de Ransom tiene un carácter e interpretación más religiosos que científicos. El suyo es un sistema solar totalmente precopernicano que debe más a la astrología medieval que a la astronomía moderna. Imbuido de gracia divina, el espacio no resulta ser un «vacío negro y frío», sino obra del mismo Dios: «Espacio parecía una etiqueta blasfema para este océano empíreo de resplandor (…) Había planetas de increíble majestad y constelaciones que superaban cualquier sueño; había zafiros, rubíes, esmeraldas y alfilerazos celestiales de oro ardiente. Lejos, sobre el rincón izquierdo de la imagen, colgaba un cometa, pequeño y remoto, y, entre medio de todo y por encima, mucho remoto, y, entre medio de todo y por encima, mucho más intensa y palpable que en la Tierra, la oscuridad inconmensurable, enigmática. Las luces temblaban; parecían hacerse más brillantes a medida que las miraba. Estirado desnudo sobre la cama (…) le resultaba cada vez más difícil no creer en la antigua astrología a medida que pasaban las noches: casi llegaba a experimentar e imaginaba por completo la «dulce influencia» derramándose o incluso penetrando en su cuerpo rendido .

De hecho, viajar a través de ese cosmos supone entrar en contacto con seres divinos que encarnan conceptos abstractos como el Bien y el Mal y que responden ante un ser superior conocido como Maleldil».

El sustrato teológico de los marcianos, sin embargo, es más complejo que la creencia en unos seres angélicos. Existe una entidad suprema conocida como Maleldil y una doctrina de la Trinidad:

«Ransom les preguntó entonces, siguiendo su línea de pensamiento, si Oyarsa

había hecho el mundo. Los jrossa casi aullaron en su fervor por negarlo. Acaso la gente de Thulcandra no sabía que Maleldil el Joven había hecho y gobernaba aún el mundo? Hasta un niño lo sabía. Ransom preguntó

dónde vivía Maleldil.

—Con el Anciano.

¿Y quién era el Anciano? Ransom no entendió la respuesta. Probó otra vez.

—¿Dónde está el anciano?

—No es de la clase de seres que necesitan un lugar donde vivir —dijo Jnojra y siguió con una extensa disquisición que Ransom no pudo entender, aunque captó lo suficiente para sentir una vez más cierta irritación (…) como resultado de sus esfuerzos vacilantes, descubría que lo trataban como si él fuera el salvaje y le estuvieran dando un primer esbozo de religión civilizada, una especie de equivalente jrossiano del catecismo elemental»

La súbita aparición de conocidos conceptos religiosos disfrazados de mitología extraterrestre tiene su propio interés (no hay más que una sutil diferencia entre las connotaciones del Anciano en la novela y su equivalente en la terminología cristiana tradicional) y lógica interna: si lo que la religión dice sobre Dios es cierto, entonces es razonable esperar que Dios haya revelado los mismos hechos sobre Él a otras civilizaciones que pudieran existir en el universo. Lewis no pone en exacta equivalencia la cosmología de Malacandra con el dogma cristiano, pero el paralelismo es evidente y se refuerza con otras alusiones:

«Creemos que Maleldil no debe de haber abandonado por completo al Torcido, y entre nosotros se cuentan historias de que Él hizo caso de extraños consejos y se atrevió a cosas terribles en su lucha contra el Torcido de Thulcandra. Pero de esto sabemos menos que tú, es algo que nos gustaría averiguar».

No extrañará que después de lo dicho haya muchos puristas que quieran negar a estas obras su inclusión en el género de la ciencia-ficción. Pero decir que no son ciencia-ficción porque son cristianas es lo mismo que decir que las novelas de Wells tampoco lo son por ser socialistas. Más allá de su simbolismo e imaginería religiosos y su carácter de lo que podríamos llamar fantasía cristiana, El Planeta Silencioso es también una historia de aventuras, un romance planetario ambientado en un mundo descrito con inteligencia.

La orientación cristiana de la cosmología de Lewis queda confirmada en el segundo libro de la trilogía, Perelandra (1943), una alegoría tranquila y didáctica. Si Malacandra era Marte, Perelandra es Venus. Y si aquél era un planeta masculino y anciano, éste es un mundo femenino y joven, un Jardín del Edén acuático en el que se recrea el episodio bíblico de la tentación de la mujer, con Weston adoptando el papel del Diablo y Ransom (que en inglés significa redentor) el de un Adán que debe rescatar a su Eva, la gobernante de ese planeta.

Ransom es transportado desde Thulcandra / La Tierra por medios sobrenaturales para cumplir una misión encomendada por Malendil. Encuentra a la Dama Verde en una de sus islas flotantes, sola, separada de su rey. Perelandra es un mundo sin pecado y la Dama Verde es su Eva. La serpiente llega en la forma del viejo enemigo de Ransom, Weston, poseído por el espíritu del Torcido, una versión del Diablo cristiano. Weston trata de tentar a la Dama para que permanezca en la Tierra Fija, algo que el espíritu supremo, Maleldil, le ha prohibido expresamente. La tentación se repite día tras día, tratando Ransom de contrarrestarla hasta que la situación degenera en una batalla cuerpo a cuerpo entre él y Weston que se resuelve a favor del primero.

Ransom consigue de esta forma preservar el sistema solar ideado por Lewis de lo que amenazaba con convertirse en una necesaria multiplicidad de redentores para cada planeta.

Ransom corre luego algunas aventuras en un mundo subterráneo antes de reunirse con la Dama Verde y su rey en un gran final al que también acuden los Eldils. La inocencia de Perelandra ha sido salvaguardada y seguirá sin conocer el Mal.

Tanto la inventiva como la intención moralista son más intensas en este segundo volumen, aun cuando el escritor siempre negó categóricamente que su finalidad primordial fuera el didactismo. Las descripciones del planeta dejan claras las habilidades literarias de Lewis, que consigue transmitir tanto la sensación de terror de un Weston poseído y la maldad que lo rodea, como la belleza y la felicidad inherentes al planeta.

Pero como sucedía en el libro precedente, los aspectos científicos se pasan por alto. Es más, Lewis interpreta la Ciencia como una fuerza maléfica que, encarnada por Weston, intenta acabar con ese nuevo edén. Ransom lucha hasta la muerte contra el cientifismo satánico y la novela termina con una celebración exaltada del orden divino y la inocencia.

El libro que cierra la trilogía, Esa horrible fortaleza (1945) completa el círculo, concluyendo donde empezó: en la Tierra. Es un libro considerablemente más oscuro que los precedentes y en el que Lewis lleva incluso más lejos su hostilidad hacia la ciencia y la tecnología. En esta ocasión no hay viajes interplanetarios y la lucha entre el Bien (un pequeño grupo de virtuosos) y el Mal (el industrialismo científico) se circunscribe a una Inglaterra contemporánea en tiempos de guerra.

Un pueblo arquetípico inglés, Edgestow, vive plácidamente sumido en su vida tradicional. Junto a él se halla un bosque ancestral en el que se funden historia y mito: Merlin, el mago de la leyenda artúrica, duerme en él. Pero el paraje es cedido al Instituto Nacional para Experimentos Coordinados (cuyo acrónimo en inglés es NICE, agradable), apoyado por un Devine convertido en Lord Feverstone.

Para los miembros de esa institución, el comienzo de sus actividades «marca el comienzo de una nueva era, la era realmente científica». El proyecto experimental consiste en desarrollar nuevos métodos que permitan controlar las respuestas humanas, incluyendo la vivisección y el condicionamiento prenatal. En palabras de los científicos: «Si se le da vía libre a la Ciencia, puede (…) hacer del hombre un animal auténticamente eficiente». O lo que es lo mismo, separar al hombre de su propia naturaleza y transformarlo en algo equivalente a una herramienta valorable en términos económicos y de rentabilidad. Pero también, en un ámbito más general, Lewis interpreta tales aspiraciones como un deliberado y perverso intento de separar a Inglaterra de su tradición ancestral.

La modernización del pueblo de Edgestow oculta en realidad su destrucción por un equipo de ingenieros y sus rufianescos operarios. Mientras las botas de los obreros pisotean los parterres, la señora Dimble se lamenta: «Cecil y yo pensamos lo mismo: es casi como si hubiéramos perdido la guerra». Evelyn Waugh ya había recurrido en Regreso a Brideshead a la misma imagen de las botas proletarias, pero solo Lewis se atrevió a establecer una equivalencia explícita con las masas fascistas.

La victoria habría recaído en N.I.C.E. de no haber roto la cuarentena de la Tierra establecida por los Eldils de otros planetas. Su intervención se produce en alianza con las fuerzas opuestas a los científicos, encabezadas por Ransom quien, como un moderno Arturo Pendragón, llama a sus filas a Merlin. Todos juntos, utilizando la magia de la Tierra, vencerán a la malvada institución.

La ciencia-ficción de Lewis es inseparable de sus disquisiciones teológicas; de hecho, Esa horrible fortaleza es en realidad una ficcionalización de su ensayo moral The Abolition of Man (1943), un ataque contra el relativismo filosófico que finaliza con una distopia futurista en la que se descarta el valor objetivo de las cosas.

Lewis es, pues, un representante extremo de la dialéctica ciencia-ficción–religión

El retrato que hace el autor de los científicos y planificadores burócratas como seres malvados y carentes de Dios es extraordinariamente hostil. El personaje de Filostrato resume el proyecto NICE de la siguiente forma: «El Instituto es para la conquista de la muerte; o la conquista de la vida orgánica si prefiere… Se trata de extraer de ese capullo de vida orgánica (…) al Hombre Nuevo, el hombre que no morirá, el hombre artificial, libre de la Naturaleza». Más adelante, el profesor Frost sugiere que la guerra en curso se está librando para «eliminar los tipos regresivos al tiempo que salvar la tecnocracia y aumentar su control sobre los asuntos públicos».

Lewis obtuvo la inspiración para esta trilogía de escritores que le precedieron, como H.G. Wells u Olaf Stapledon, hacia los que guardó sentimientos ambivalentes. Del primero admiraba su capacidad de maravillar al lector tanto como rechazaba sus tesis morales. De hecho, el integrante más idiota de NICE, Jules, es un trasunto del primero y cuando la institución es derrotada por las fuerzas del Bien lideradas por Ransom, el vacuo discurso de aspiraciones didácticas de aquél se convierte en una cháchara sin sentido.

Wells, que había nacido y crecido en el entorno de las clases humildes de la época victoriana, vio el potencial que ofrecía la ciencia para ofrecer un mundo mejor en el que la tecnología haría desaparecer las desigualdades sociales. Aquellos que se opusieron a sus ideas, como Lewis, Tolkien o Huxley, sólo tenían en cuenta la eterna condición humana, su vertiente espiritual, que la ciencia no podría mejorar. Wells no era ajeno a esta faceta y la despreciaba –de ahí su pesimismo en cuanto al futuro inmediato, plagado de guerras y destrucción– pero sí creía que podría moldearse con ayuda de los avances técnicos y científicos. Lewis trató de responder a las tesis de Wells en sus propios términos, no planteando distopias sino oponiéndose a la idea de una utopía. Fue, de todas formas, una postura claramente minoritaria.

En la cosmología de Lewis, la Ciencia es la adversaria del Cristianismo, dos fuerzas luchando por el mismo recurso, tan preciado como escaso: el alma humana. Aunque Lewis afirmó estar atacando al cientifismo («la creencia de que la moralidad suprema tiene como fin la perpetuación de nuestra especie») más que a la Ciencia, no pudo ofrecer una idea de progreso que fuera más allá de la jerarquía y el orden establecidos por la tradición cristiana.

El núcleo temático de Esa horrible fortaleza es que el materialismo no sólo es incompatible con la ética, sino que debe ser totalmente eliminado (Lewis lo llama en la novela objetivismo y lo presenta claramente como un invento de Satán). Para Lewis, las realidades espirituales no eran imaginaciones: el mundo material es una especie de aberración, y centrarse en él (como hacen, por ejemplo, los modernos científicos) una blasfemia: «Las ciencias físicas, buenas e inocentes en sí mismas, habían ya en el propio tiempo de Ransom, comenzado a pervertirse… si esto se completa, el Infierno conseguirá al fin encarnarse».

El problema es que NICE (un trasunto de la propia universidad de Oxford en la que enseñaba Lewis, aquí presentada como una metáfora del Mal) es una institución tan inundada de confusión kafkiana que resulta difícil creer que pueda constituir amenaza alguna para nadie. Además, la ciencia que describe Lewis resulta demasiado imprecisa para que sus practicantes resulten tan villanescos como se pretende. Devine visitó Marte y su objetivo era probablemente duplicar o controlar las fuerzas etéreas que allí conoció pero que en realidad no entendió. Y, por último, resulta escasamente verosímil el bando cristiano, supuesto heredero de los mitos artúricos (una correspondencia que Lewis introdujo para evitar problemas teológicos) y custodio de los más altos valores morales y el amor por la Inglaterra bucólica. Estos puntos y su evidente –y casi exclusivo– propósito moralizante hace de Esa horrible fortaleza la novela más floja de la trilogía.

En su discurso inaugural de 1955, Lewis postuló la existencia de una continuidad en la cultura occidental desde los griegos al Romanticismo; después, también según sus tesis, en el siglo XIX, sobrevino una ruptura catastrófica provocada por el ascenso de la democracia, el declive de la religión y la «presencia liberada» de la Ciencia en la «vida cotidiana de todo el mundo» a través de la omnipresencia de las máquinas. La defensa de Lewis de lo que él llamaba Vieja Cultura occidental subraya que no consideraba la Trilogía Cósmica como una alegoría sobre los viejos buenos tiempos en los que Inglaterra se enorgullecía de ser el último reducto europeo contra el fascismo. Para Lewis, el resultado de la guerra fue irrelevante: «El proceso que (…) abolirá al hombre continúa entre los comunistas y los demócratas en no menor medida que con los Fascistas».

Paradójicamente, el desprecio que Lewis sentía por el historicismo sitúa su conservadurismo en un lugar muy concreto de la propia historia inglesa. Y es que el bosque de Edgestow en el que duerme el legendario Merlín, se inspira directamente en las campañas conservacionistas que durante el periodo de entreguerras lucharon por salvar el campo inglés. El mismo tono elegíaco impregna la Comarca, la Inglaterra idealizada que Tolkien vertió en El Señor de los Anillos e igualmente amenazada por la modernización brutal al final de ese libro. En Esa horrible fortaleza la exaltación de Lewis de una vida social más espiritual y tranquila se había convertido ya en algo demasiado aparente.

Hablando de Tolkien, él y Lewis fueron grandes amigos y participaban de largas y animadas tertulias literarias en un pub de Oxford, The Eagle and the Child, donde se les bautizó como los Inklings. En Esa horrible fortaleza Lewis hace crípticas referencias a Numinor y el Verdadero Occidente, claro homenaje al universo de ficción imaginado por su colega. Por su parte, cuando unos años después apareció El Señor de los Anillos, resultó ser tan anti-wellsiano como la trilogía de Lewis. Y, sin embargo, alcanzó también el corazón de los aficionados a la ciencia-ficción, no por su actitud conservadora hacia la ciencia y la tecnología, sino por su sentido de lo maravilloso y la riqueza de su fantasía, algo que podían apreciar todos los entusiastas de la ficción no realista.

En este sentido, Lewis o Wells, Stapledon o Tolkien, Burroughs o Asimov, son todos iguales a los ojos del lector, que valora más la imaginación y capacidad de seducción de los mundos creados que el pretendido mensaje que, intencionadamente o no, pretendan transmitir. Sí, en la obra de Lewis podemos encontrar personajes que representan a Cristo, Dios o el Diablo, pero en último término es el lector quien decide si los interpreta como dioses o como alienígenas, entendiendo y aceptando la alegoría religiosa, o dejándola de lado para disfrutar sencillamente de una historia de ciencia-ficción fantástica.

La Trilogía de Ransom es difícil de recomendar. La ciencia-ficción rara vez se interna de forma tan abierta en el pantanoso terreno filosófico que plantean sus novelas. Ello hace que la obra de Lewis se aleje de los parámetros habituales en el género por un amplio margen.

El primer volumen es el más claramente relacionado con la ciencia-ficción; el segundo se aproxima a la fantasía y el tercero se ajusta más al resto de la obra de Lewis, pero su orientación es más afín al misterio y el ocultismo que a la ciencia-ficción.

En general, la trilogía abusa de recursos completamente ilógicos e increíbles que ponen de manifiesto la desconexión de Lewis con la narración contemporánea de ciencia-ficción, siempre preocupada por guardar un cierto grado de verosimilitud. Sin embargo, sus excelentes descripciones de los paisajes alienígenas y el tono aventurero de los primeros dos volúmenes de la Trilogía son buenos ejemplos de un romance planetario de calidad superior, por ejemplo, a la saga de John Carter de Marte.

Son ese tipo de libros que quizá un adolescente pueda disfrutar plenamente por cuanto es aún capaz de sumergirse en los aspectos más visuales y maravillosos de la aventura sin dejarse distraer por un mensaje alegórico que no entiende. Pero para el lector con cierta experiencia y cultura, el trasfondo subyacente de Lewis resulta tan excesivamente obvio y proselitista como inútil en su pretensión de reorientar a los no creyentes.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción, y editado en Cualia por cortesía del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".