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Giordano Bruno y la ciencia renacentista

Desde que, allá por la década de 1960, Frances Yates publicó sus primeros ensayos sobre Giordano Bruno (Nápoles, 1548 – Roma, 1600), despreciado no sólo en vida sino durante los siglos posteriores, el mundo académico ha asistido a un creciente interés por una figura cuyo pensamiento sólo ahora, a la luz de las nuevas formas en que se presenta la realidad a científicos y filósofos, es posible comenzar a abordar con sentido.

Es lo que se ha dado en llamar «renacimiento de Bruno«, hasta el punto de que no sólo ha dejado de ser un representante de la superchería brujeril del siglo XVI para convertirse en un digno continuador de la magia docta renacentista, que es como le gustaba a Yates, sino que ahora se le reivindica como una figura clave de la filosofía europea y, más allá todavía, ha salpicado incluso a la filosofía de la ciencia y su reflexión sobre los límites del pensamiento científico contemporáneo, tal y como expone Hilary Gatti, de la Universidad de Stanford, en su libro Giordano Bruno and Renaissance Science.

En otro libro sobre la materia, Essays on Giordano BrunoGatti apunta a la única referencia que sobre el italiano haría René Descartes, y que expone el pensamiento de toda una época: para el responsable máximo de la forma en que los modernos occidentales ven el mundo, la obra de Bruno no tenía sentido, así que se le olvidó.

Era la etapa final del siglo XVI, la época en que figuras como Galileo, Brahe o Kepler ya estaban seguras de que las matemáticas eran el lenguaje de la naturaleza. Giordano Bruno también tenía su fe puesta en las matemáticas, pero con los matices heredados del neoplatonismo hermético cabalístico surgido en el Renacimiento italiano y perfeccionado a lo largo y ancho de Europa durante aquel siglo. Bruno defendía la matemática pitagórica, donde el número es cualidad antes que cantidad, de modo que está estrechamente vinculado a las evoluciones de la materia en el espacio y en el tiempo.

La gran herejía de Bruno será afirmar que el mundo es infinito, y que además consiste en una sucesión interminable de opuestos; el principal de ellos, evidentemente, ser frente a no ser. Todo lo cual acompaña con referencias al Timeo de Platón, a quien asocia con los misterios pitagóricos. Frente a la idea, común entre los aristotélicos, de que la oposición implica que uno de los polos es erróneo, pues no pueden convivir ambos en contradicción, Bruno comprende que la solución no pasa por la discriminación de una de las partes en favor de la otra, sino que es necesario trascender la oposición hacia formas más complejas. El conocimiento de la naturaleza es, así, un camino de superación, un ascenso hacia niveles superiores de entendimiento en los que surgen a su vez nuevas dualidades.

Y para ello, la magia docta es, según Bruno, el conocimiento que permite resolver contrarios, un método indispensable para aprehender aquello que la razón, apegada a lo dual, no sabe abordar. Esta magia comienza por las matemáticas, pero continúa en una geometría herética, es decir, no euclidiana. Según los estudios del matemático e historiador Imre Toth, la geometría no euclidiana, que se pensaba nacida en el siglo XVIII, hunde sus raíces en el mismo Platón y, señala Gatti, fue motivo de numerosas especulaciones a lo largo del siglo XVI, las cuales se desvanecieron dado el peligro que entrañaban, pues cualquier hipótesis ajena a la geometría de Euclides se consideraba, literalmente, obra del Demonio. Y esto, tal y como cuenta Toth, fue así incluso en el siglo XIX, cuando los más radicales hablaban de la geometría no euclidiana como expresión satánica.

Conocedores de los peligros, los magos doctos del XVI hubieron de guardarse sus hazañas para sí mismos. Pero Bruno deja pistas, y concluye el primer tomo de su De triplici minimo señalando la existencia de un método geométrico superior al conocido que, sin embargo, aún no podía ser revelado al mundo.

El por qué resultaba un asunto peligroso se explica desde la idea según la cual, una vez concebidas opciones distintas a las formas euclidianas, la libertad de pensamiento se dispara y permite concebir realidades muy diferentes a la establecida. Según Toth, hace posible aceptar la existencia de ontologías opuestas que conviven una junto a la otra en total independencia. La libertad de pensamiento se vuelve una contradicción más que añadir a las infinitas sucesiones de contrarios que atentan contra la razón clásica.

La cosmología de Bruno se refiere a un universo infinito en el espacio y en el tiempo, plagado de seres vivos cuyas cualidades también son infinitas combinaciones de materia y espíritu; pero no sólo eso, también especula con que el universo visible forma parte de algo superior en que se dan otros mundos alternativos, realidades especulares y universos invisibles o indescriptibles desde el pensamiento humano.

Para expresar una realidad tal, es imposible limitarse al lenguaje común. El pensamiento clásico no está preparado, pues su experiencia es una experiencia lingüística reducida. Sólo al unir razón e imaginación sería posible ampliar las capacidades de la mente humana para conocer. Bruno se embarca, así, en una reforma del discurso que integra poesía, números, imágenes, tablas, ruedas mnemotécnicas… todo vale para trascender los muros de las palabras y sus definiciones, las cuales, por sí solas, sólo sirven para confundir al hombre en su búsqueda de la verdad.

En relación a esto, Bruno niega el milagro: no hay intervención divina para satisfacer los deseos de los hombres, sino apertura de la mente para conocer una realidad más amplia y sus leyes. Tampoco tiene sentido la invocación a poderes ajenos, pues considera que son el esfuerzo y la disciplina del filósofo natural los que permiten el contacto con el saber que trasciende las oposiciones del mundo cotidiano. Con cada unidad de contrarios que se alcanza, la ciencia humana integra nuevas leyes eternas, dirá Bruno, y se refuerzan las capacidades de la mente para ascender un poco más en su camino hacia la verdad, que, en su cosmovisión, no es sino la unidad.

La solución de los contrarios pasa por un ejercicio intelectual. En términos herméticos, la imaginación es considerada un poder autónomo, el cual nada tiene que ver con su común asociación a imágenes fantásticas creadas según el capricho de quien las piensa; su propósito es mediar entre las dimensiones de lo temporal y lo eterno. Es la cualidad intelectual que permite al ser humano descubrir las conexiones veladas de las cosas, comprenderlas y manipularlas de manera provechosa e inteligente. Y es en ese proceso que se comprende la necesidad que tiene Giordano Bruno de superar el lenguaje establecido, pues éste es un resultado del intelecto pero al mismo tiempo configura la manera de pensar el mundo.

En definitiva, la magia docta o magia natural de los renacentistas, lejos de la superstición popular y vulgar, es un acercamiento directo a la naturaleza, sin intermediarios, que sienta las bases de la ciencia moderna.

Señala Gatti que las reflexiones de Bruno sobre la nueva ciencia que se estaba desarrollando son de gran interés incluso a día de hoy, y es que el italiano ya hablaba por aquel entonces, unas décadas antes que Descartes, sobre la necesidad de cultivar la duda sistemática como principio para conocer la naturaleza, pues los grandes cambios promovidos en el ámbito del saber, como una cosmología diferente o una nueva teoría de la materia, han de provocar, inevitablemente, una reacción violenta en la sociedad en que se proponen; de modo que un pensador libre ha de alejarse del paradigma aceptado por su sociedad, pues ésta, en su acomodamiento a lo establecido y aceptado por la mayoría, le limita e impide su apertura a un posible saber que trascienda el ya impuesto.

Este aspecto de Bruno, que sería de los pocos dignos de ser citados por los comentaristas del siglo XIX y parte del XX, esconde sin embargo una complejidad mayor a la deseada por el pensamiento contemporáneo, pues, como explicara Frances Yates, no se trata tanto de un precursor del racionalismo cartesiano como de un continuador del hermetismo neoplatónico y su rechazo del conocimiento mundano como vía de acceso a un saber superior, en la línea de Cornelio Agrippa: purificar la mente de prejuicios y concepciones vagas e imprecisas, que es lo único que puede resultar de aceptar las evidencias de terceros.

Tras la muerte de Bruno en la hoguera, Descartes aparecerá como el defensor de la duda, pero se encargará de reducir el alcance del escepticismo bruniano, rechazando su lógica polar al estimar que la aceptación de una equivalencia entre los dos extremos de una oposición es síntoma de incertidumbre, y la incertidumbre, para el pensamiento clásico, es señal de falsedad. En su única mención al italiano, según recoge Gatti, sentencia que no hay necesidad de leer sus libros cargados de contradicciones.

Con este gesto, sin duda el reflejo del sentir de toda una época, se abre una nueva senda que habrá de culminar en una concepción mecánica del universo, al reducirse la ciencia a una investigación de los aspectos más toscos de la materia. Pero tal era el precio a pagar por recrear el mundo a imagen y semejanza de las limitaciones de la mente humana. Por esa senda habrían de circular Galileo y Newton, al menos en su versión pública –recordemos que durante más de dos siglos se ha obviado su inquietud esotérica, al considerarse que no es una inclinación digna de los grandes pensadores—.

No será hasta el advenimiento del Romanticismo que se recuperará la filosofía dual de Bruno. Poco después de que Coleridge la divulgue en Inglaterra, Hegel la empleará como base para elaborar su dialéctica, tras un filtrado de lo que considera un buen intento por parte del pensador italiano, pero fallido e incompleto, como lo percibiría cualquier pensamiento europeo de la Modernidad al no entender la racionalidad de lo que, se suele dar por hecho, considera irracional.

He ahí una dualidad que muchos, ni siquiera hoy, tras cien años de mecánica cuántica y relatividad espacio-temporal entre otras cosas, alcanzan a trascender.

Imagen superior: litografía de Jöran Flo en la que el artista imagina a Giordano Bruno (Norwegian P.E.N Association).

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.

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