Quizá sea injusto resumir en pocas líneas la obra de un hombre genial como Gil Parrondo (1921-2016). No dejo de sorprenderme con esa trayectoria que lo llevó, primero, a ser ayudante de decoración con Sigfrido Burmann, y luego a internacionalizar su carrera hasta el punto de ganar dos Oscar por Patton (1969) y Nicolás y Alejandra (1971).
Gil trabajó con los grandes. Basta echar una ojeada a los cineastas con quienes colaboró para dejarse llevar por el asombro y por la admiración: David, Lean, Orson Welles, Franklin J. Schaffner, Martin Ritt, John Milius, Monte Hellman, Richard Lester, John Frankenheimer, George Cukor, Nicholas Ray, Stanley Kubrick…
Culto, simpático y cordial a partes iguales, hablar con él era una fiesta, y también un privilegio. No en vano, este español universal figura en los créditos de películas tan rotundas como Orgullo y pasión (1956), Simbad y la princesa (1958), Espartaco (1959), Rey de Reyes (1960), La isla misteriosa (1961), Lawrence de Arabia (1962), Doctor Zhivago (1964), Papillon (1973), El viento y el león (1975), Robin y Marian (1976) y Conan el Bárbaro (1982).
Charlé con él en dos ocasiones, pero recuerdo especialmente la entrevista que le hice durante el rodaje de Sangre de mayo (2008).
Gil, lo primero que me llama la atención de su trabajo es el modo en el que concilia la imaginación con el realismo.
Claro, es que no es lo mismo reproducir un ambiente histórico que inventárselo todo. Por ejemplo, al empezar a trabajar en Sangre de mayo, de Garci, disponíamos de toda la documentación de la época, procedente de hemerotecas y de otras fuentes. En principio, el proceso es mucho más sencillo, pero también plantea dificultades, y por consiguiente, genera un placer especial. No es nada fácil construir un decorado como el de Fuente el Saz de Jarama, donde reflejamos cómo era el entorno de la Plaza Mayor de Madrid en aquella época. Cuando se plantea un reto profesional de estas características, es apasionante y estoy encantado de verlo realizado. Pero no siempre se tienen los medios para una producción así.
Visto desde fuera, da la impresión de que una superproducción es más compleja para el decorador…
Es la misma diferencia que hay entre poner en un decorado todas las columnas que exige el guión y poner solo dos porque, si uno se excede, se hunde el proyecto. Sin embargo, el misterio de esta profesión hace que una película de bajo presupuesto, como aquellas que se rodaban en los años treinta y cuarenta, nos llegue a emocionar más que otras que cuentan con todos los medios imaginables.
Siempre hay una especie de misterio en todo esto. La película más sencilla, la que tiene los decorados más simples, a veces es la que presenta más complicaciones. Y por el contrario, un decorado espectacular, que es muy vistoso en pantalla, realmente ha sido muy sencillo de concebir, de dibujar, de diseñar y de amueblar.
Cada película nos da una sorpresa… También hay títulos que recuerdo con mucho cariño, y que, sin embargo, no fueron bien recibidas por el público ni recibieron ningún premio.
Siempre le ha gustado que le llamen decorador en lugar de director artístico, ¿no es cierto?
Sí, yo prefiero que me llamen decorador en lugar de director artístico. La palabra decorador define muy bien lo que hago. Parece que llamarse director le pone a uno a una cierta altura, pero como nunca me ha gustado dirigir a nadie, no me gusta que me llamen así.
Ha trabajado con muchos cineastas españoles. Sin embargo, le liga una especial relación con José Luis Garci. ¿Le resulta especialmente fácil colaborar con él?
José Luis y yo no discutimos mucho. Ya son muchas las películas que hemos rodado juntos. Además, somos muy amigos, y eso facilita mucho las cosas.
Usted es uno de los profesionales españoles más premiados del mundo. ¿Qué siente cada vez que le hacen un nuevo homenaje?
Esto me recuerda lo que Marlon Brando hizo cuando le concedieron el Oscar. ¿Recuerdas la trifulca que armó rechazándolo?… No tengo nada contra él. Al contrario, es todo un mito para mí. Sin embargo, cuando le dio por hacer aquel desplante, pensé en su época de estudiante en Nueva York. Cuando uno de sus profesores del Actors Studio le decía «Marlon, qué bien has estado en esta escena», imagino que le gustaría… Vamos, digo yo. Lo mismo debió de pasarle al estrenar sus primeras películas, porque todas ellas fueron un éxito de crítica, y además lo fueron con toda justicia, por que eran unas interpretaciones maravillosas. ¿Le sentó mal la valoración de los críticos? No lo creo. Pues los premios vienen a ser lo mismo. Por eso a mí me gusta que me premien. Por supuesto, para que a uno le den homenajes así también es verdad que hay que tener muchos años.
Su filmografía es inmensa. Cuesta imaginar cómo ha llegado a completar tantos proyectos.
El año en que rodé Mr. Arkadin con Orson Welles –creo que fue el 54– llegue a trabajar en doce películas. No todas tenían la misma complicación. Con Welles estuve cinco meses, y las otras serían películas cortas, de dos o tres semanas de rodaje. Por aquella época, llegaba a trabajar en cinco proyectos al mismo tiempo, y salía adelante. Ahora ya me confundo con el guión con una sola película [Risas]. Afortunadamente, todavía tengo una salud estupenda, y espero todavía hacer algunas películas más… pero no doce al año.
También ha trabajado en el teatro. Primero como ayudante de Sigfrido Burmann y luego, como escenógrafo, con directores como José Tamayo y Gustavo Pérez Puig.
Sí, también hago teatro. Aunque es maravilloso, sufro mucho en el teatro. En el plató estoy en mi casa, tranquilo, pero en el escenario no es así.
¿Cómo recuerda sus inicios? ¿Ha cambiado su pasión por este trabajo a lo largo de los años?
Yo empecé en el cine cuando tenía diecinueve años. Estaba lleno de ilusión, y esa ilusión que tiene uno a los diecinueve años indudablemente no puede ser la misma que tengo ahora. Pero no creas que se debe a los cambios que ha habido en la industria. En realidad, no ha habido tantos: le dan a uno el guión, lo estudia y lo realiza. Hay proyectos en los que se puede trabajar con más libertad que en otros, pero al final, el trabajo viene a ser el mismo. Lo que realmente cambia es la vida.
Cuando trabajaba con Juan de Orduña, con Edgar Neville o en las producciones históricas de CIFESA, el blanco y negro era lo habitual. ¿Influía en sus decisiones artísticas?
El blanco y negro me gusta mucho, pero no solo en la pantalla. Puedo estremecerme o emocionarme cuando veo una fotografía en blanco y negro en una revista. Cuando llegó el color, el público se acostumbró, y tuvieron que pasar muchos años para que los intelectuales, de repente, reconocieran la importancia del blanco y negro. Luego ha habido directores que, existiendo la opción de rodar en color, han preferido expresarse con el blanco y negro. En mi caso, puedo decirte que eso no influye en el trabajo, más allá de que antiguamente no fuera necesario colorear los forillos.
Hablemos ahora de los directores con los que ha trabajado. Supongo que algunos se lo han puesto más difícil que otros…
Claro, no es lo mismo. De todos modos, cuando uno está creando algo, a veces el sufrimiento también ayuda.
De John Milius, con quien ha rodado películas como El viento y el león, Conan o Adiós al Rey, ha dicho que es muy exigente cuando hace guiones, pero bastante relajado en los rodajes.
Precisamente Milius es uno de los directores que menos han intervenido en mis decisiones y que más libertad me han dado. Incluyo en esto a los españoles. No he encontrado ningún otro director que confíe tanto en mí. De hecho, cuando yo tomaba una decisión sobre el decorado, el seguía rodando sin plantear una sola duda.
Con Franklin J. Schaffner colaboró varias veces. ¿Cómo fue su relación con él?
Recuerdo que a Schaffner yo le daba unos planos indicando la situación de los muebles en el decorado. Un día, mientras rodábamos Los niños del Brasil, yo vi que aquella disposición no quedaba bien, e hice unos mínimos cambios. Moví de sitio una lámpara de pie y un par de muebles. Muy poca cosa. Pues bien, cuando Schaffner llegó al decorado, me dijo: «¿Qué has hecho?». «Nada –le respondí–, un par de cambios». Y le expliqué mis razones. «No, no, no –me dijo–. He estado estudiando la disposición del decorado durante toda la noche y todo tiene que estar como teníamos previsto». Y así lo hizo: volvió a recolocar aquello, porque ya tenía todos los movimientos de cámara estudiados.
Cada uno tiene sus métodos. El suyo era muy cuadriculado. De todos modos, Schaffner era un gran amigo mío, y por supuesto, tenía una gran fe en mi trabajo. Pero como te decía, quien más ha confiado en mí ha sido Milius.
A diferencia de lo que sucede con otros realizadores con quienes ha trabajado, como el propio David Lean, el caso de Milius y de Schaffner me parece significativo, porque ninguno de los dos ha sido reconocido como merece.
Es algo que nunca he comprendido. John Milius era un excelente guionista. Dillinger, por ejemplo, era una película sensacional. La vi antes de conocerlo, y ya me pareció extraordinaria… De todos modos, uno de los grandes encantos del cine es que nunca se sabe dónde está el éxito. Una productora puede contratar al mejor guionista, al mejor director y al mejor reparto, pero luego, cuando esa película llega al público, puede funcionar o no.
Piensa en lo que sucedía en el Hollywood de la edad dorada: la industria era capaz de reunir nombres fabulosos, pero aun así, eso no garantizaba que la audiencia fuera a responder. Por eso me parece tan bonito ese momento en el que se estrena una película, y vas descubriendo si a la crítica le parece bien tu trabajo, si al público le gusta… Creo que esa ilusión por este oficio es lo que me hace cumplir tantos años y permanecer con buena salud.
Hay una etapa de su carrera que me parece especialmente interesante. Me refiero al periodo en el que trabajó en producciones de Samuel Bronston como Rey de Reyes, 55 días en Pekín y La caída del Imperio Romano.
De Bronston tengo un recuerdo maravilloso. He sido muy feliz trabajando en sus películas. Imagínate los directores que había allí: Henry Hathaway, Anthony Mann, Nicholas Ray… Y sin embargo, con ese exceso de dinero y de facilidades, estos realizadores han podido hacer otras películas que, con inferior presupuesto, podían ser mejores. Es un gran misterio. Yo comprendo que si a un director le ofrecen hacer una película con mucho presupuesto y con los mejores actores del mundo, eso le parecerá un premio. Es lo que sucedía en las producciones de Bronston. Pero al final, lo realmente importante es la verdad que transmiten los actores en el plano. Comparado con eso, todo lo demás, siendo importante y necesario, queda en un segundo lugar. Por muy bueno que sea el guión, si no se establece química entre los actores, eso no funciona.
Para terminar, voy a terminar preguntándole por otro creador excepcional, Ray Harryhausen. Trabajaron juntos en películas como Los viajes de Gulliver, La isla misteriosa y El valle de Gwangi. Como decorador, ¿le resultaba complicado hacer sus diseños pensando en los trucajes que luego iban a incluirse en postproducción?
Con Ray Harryhausen siempre tuve una relación muy especial. Desde que hicimos Simbad y la princesa, surgió entre ambos una enorme amistad. Trabajar con él tenía un encanto especial. A la hora de darme indicaciones, Harryhausen no me explicaba todos los detalles. Me pedía, por ejemplo, que pusiera una escalera en el decorado, y solo me decía que por ella descendería un personaje y que no me preocupara.
Él controlaba todas las tomas que luego incluirían sus trucajes, pero a veces yo estaba perdido por su falta de especificaciones. Sin embargo, después él añadía, fotograma a fotograma, aquellos monstruos maravillosos, y el resultado era espléndido.
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