En la segunda mitad de los setenta del siglo pasado “descubrí” (qué petulancia, la mitad del mundo la había descubierto antes que yo y la siguiente mitad estaba descubriéndola) La Guerra de las Galaxias.
Como maduro lector me resistía, en principio, a ocuparme de una mera historieta, pero la influencia de mis pequeños sobrinos me empujó a tres días de cine que tuvieron, en principio, un efecto de chantaje sentimental: ver una serie como las que proyectaba el cine parroquial los domingos de mi infancia porteña.
Me equivoqué y por razones nada nostálgicas, sino bien eruditas. Por aquella época investigaba la estructura de la épica, la correspondiente a las epopeyas antiguas y clásicas, a las novelas de caballerías y a través de ellas, a la novela moderna, rematando en la parodia de Ulises hecha por James Joyce. Me equivoqué. Los creadores de Stars War habían andado en lo mismo. Peor aún: el actor Harrison Ford ha nacido en el mismo año que yo, 1942.
¿Dónde convergen la erudición y el cómic? En el personaje de Skywalker que, como tantos héroes épicos, anda en busca de su padre, de esa figura paterna que legitime su presencia en el mundo.
Para ello tiene una sólida fe en que habrá de encontrarla, contando con el pequeño maestro escondido, con el coadyuvante Han Solo (mi coetáneo Harrison), con seres mecánicos o semianimales / semihumanos, con malvados oponentes, hasta que es capaz de restaurar su herida simbólica e iniciática cuando se encaja la mano artificial, y dominar su parte oscura enderezando su fuerza interior.
Finalmente, hallará la ley que le haga reconocer su prohibición fundadora: el tabú del incesto. Se ha enamorado de una chica prohibida, que es su hermana y que se marcha con su amigo Solo, acaso para disipar su soledad, como hacen todos los enamorados.
Ahora bien: todo ocurre en una galaxia lejana, en tiempos inmemoriales, en medio de un despliegue técnico que nada tiene de primitivo.
Esta conciliación o síntesis de lo elemental y remoto con lo futurible y sofisticado es una clave en el arte del siglo XX, que empieza con La consagración de la primavera de Stravinski en 1913: un rito prehistórico contado en música de vanguardia. Hay algo repetitivo en nuestra historia y un cambio histórico que reviste la repetición. Si no, Skywalker no buscaría ni encontraría jamás a Darth Vader.
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