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Fernando Savater: «No solamente fui un niño lector, sino excesivamente lector»

El reloj mental de Fernando Savater (San Sebastián, 1947) no necesita tiempo para adaptarse a cualquier giro de la conversación, sobre todo si, como sucede hoy, recorremos asuntos tan gratos para él como la lectura, el cine y las ilusiones que prosperan durante la infancia.

El filósofo y escritor se encuentra con nosotros en una librería madrileña. La mañana está terminando. Savater toma asiento, y cruza los brazos mientras emite un suspiro. Desde el principio, queda claro que la balanza de esta charla se inclina hacia un deseo compartido: que los libros no lleguen a ser nunca piezas de museo.

En sus memorias cuenta una anécdota que me llamó la atención. Usted tenía nueve o diez años, y en el periódico descubrió el anuncio de un safari en Tanganica. Cuando se lo mostró a su padre, él pareció dispuesto a emprender esa aventura que les llevaría hasta el corazón de África. Usted preparó con mucha ilusión el equipaje. Luego, al comprender que todo había sido un malentendido, llegaron las lágrimas. Dígame, ¿qué hubiera sucedido si su padre hubiera podido llevarle a ese safari?

Desde luego, en aquel momento, el sueño de mi vida era ir a Tanganica… ¿Qué hubiera ocurrido? Quizá hubiera visto que es mejor viajar con la imaginación que en la realidad. Que es más cansado, y hace más calor, y hay mosquitos… Al menos, con aquella decepción, descubrí la distancia que siempre hay entre la fantasía y la realidad, y que eso, sin embargo, no es un argumento en contra de la imaginación. Es decir, que aunque la imaginación no coincida con la realidad, nos ayuda a vivir en la realidad de una manera más completa y menos humillada.

Pero no lo sé… No sé qué hubiera sucedido. La verdad es que ha habido dos momentos así en mi vida, ese que dices, y cuando yo acabé la carrera.

¿Qué sucedió entonces?

Tenía veintiún años. Recién casado, me echaron de la universidad… En fin, aquella era una de esas cosas que me suelen pasar cíclicamente.

Había un amigo mío que trabajaba en el diario Madrid. El periódico Madrid, cuya sede estaba en la calle General Pardiñas, enfrente de donde yo vivo, fue volado posteriormente…

El caso es que yo le dije a mi amigo: «Mira, necesito ganarme la vida. Puedo escribir en el periódico. Dime algo, y yo lo hago». Él me respondió: «Bueno, ¿y de qué sabes?» Y yo dije: «Pues mira, yo de lo único que sé es de carreras de caballos. Te puedo escribir sobre ese tema. Me voy a los entrenamientos por la mañana, y yo te escribo de caballos». Y él me dijo: «No, ya tenemos un señor mayor que lo hace desde hace muchos años». Entonces respondí: «A mí también me gusta leer libros de ensayo».

Entonces empecé a hacer crónicas de libros de ensayo. Pero si llega a estar libre lo de las carreras de caballos, me hubiera dedicado a eso, y no hubiera escrito nada de ensayo. Así que la vida va un poco a golpes de suerte. Mejor o peor, pero a golpes de suerte.

Cuando se iniciaba como lector, usted leyó libros de piratas, detectives, cazadores, caballeros medievales… Le digo esto y parece que estoy hablando de los actuales best-sellers para adultos. ¿No le parece que se ha infantilizado la novela actual?

Eso también es verdad. Uno de los problemas que tienen hoy los niños es que la plaza de los niños, y sobre todo la de los adolescentes, está ocupada por sus padres.

Resulta muy difícil porque vivimos en un mundo en el que existe la superstición de que todo el que no es joven está enfermo. Entonces, claro, no hay ningún modelo positivo del adulto.

La persona adulta tiene que parecer un zangolotino, un niño crecido, porque no hay ningún modelo positivo de persona adulta, ni en el terreno de los hombres y mucho menos en el terreno de las mujeres.

El padre te dice «Yo soy el mejor amigo de mis hijos»… Pruebe usted a ser su padre, que es una cosa mucho más interesante. Amigos tendrá cuarenta, pero padre no le tiene más que a usted. Y la madre te dice: «A mí me confunden con la hermana mayor de mi hija»… Serán los cortos de vista, porque los demás… En fin, hay ese entusiasmo por mantenerse perpetuamente joven, porque hay un pánico de que fuera está la intemperie.

Es en este contexto donde surge esa ola infantil de novelas seudohistóricas –que en el fondo es una novela para gente que no sabe nada de historia–, y que en su mayoría son disparates que no tienen que ver ni con la historia ni con nada, pero que a uno le suenan al tipo de cosas que uno leía durante la adolescencia. En España, por ejemplo, en las novelas actuales, si no sale un par de templarios, ya es que no la puedes leer…

Tal y como están las cosas, casi lo difícil es hablar de una auténtica novela para adolescentes.

Todo eso es verdad. Hay una infantilización en ese sentido, y claro, eso dificulta el hecho de que el niño encuentre un poco su espacio. Un espacio que ya está ocupado por sus padres. Tiene que estar esperando turno para poder entrar en la adolescencia… Y a ver si sus padres se deciden a irse.

La corrección política está llegando al terreno de la literatura infantil. Ya han salido al mercado bastantes libros que adaptan y suavizan el argumento de los cuentos tradicionales. ¿Qué opinión le merece esta tendencia?

Que Hansel y Gretel peguen un empujón a la bruja, que era una persona más o menos desagradable, podía tener un pase… Pero que la echen a un horno ardiendo, y se queden los dos tan felices, viendo cómo arde, pues hombre… es una cosa que pone un poco los pelos de punta.

Ahora se intentan dar versiones más light, menos brutales de los cuentos. Es verdad que, en ocasiones, los cuentos tienen algún tipo de prejuicio muy determinado, de una época determinada. Durante cierto tiempo, aquí en España, ha habido cuentos en los que el malo siempre era un judío. Eso hoy no aporta nada al cuento. Al contrario, aporta una serie de prejuicios que está muy bien que desaparezcan.

Hay cuentos tremendos. Por ejemplo, El judío en el espino, de los hermanos Grimm.

Claro. Lo que no se puede es quitar el elemento de crueldad, de cierta crueldad que hay en los cuentos, porque los cuentos preparan para la vida… y la vida es cruel.

Todos quisiéramos que los niños no sufrieran en la vida, pero lo que hay que hacer no es mantenerles al margen, sino prepararlos, porque siempre habrá peligros. Habrá enemigos, habrá adversidades, y a eso hay que aprender a enfrentarse.

Naturalmente, no hace falta que el relato insista de forma morbosa en esos aspectos, pero debe fijar la idea de que el mal está ahí, y es terrible, pero se puede vencer.

Lo que ahora prima es proteger al niño lector de imágenes que sean duras o inquietantes.

Hay un texto de Chesterton muy bonito, en el que, hablando de esto mismo, demuestra que esta tendencia ya empezaba en su época. Comenta lo siguiente: hay gente que dice que contar la historia de Juan sin Miedo, que corta la cabeza al gigante, es brutal, porque en el fondo es un elogio de la fuerza.

Entonces dice Chesterton: no es verdad. Si fuera un elogio de la fuerza, el que ganaría desde el principio sería el gigante. La gracia está en que el que no parece fuerte pueda vencer al prepotente o al más fuerte.

En los cuentos hallamos esa lección. De alguna forma, podemos enfrentarnos a cosas terribles, peligrosas, a maldiciones, a fatalidades y salir adelante. Y eso es parte de la educación que hay que tener.

Otra cuestión actual es el hecho de que, en las reediciones de los clásicos infantiles y juveniles, el léxico se simplifica cada vez más. Se trata de versiones cada vez más sencillas.

Dicen que los niños no entienden muchas de las palabras. Y yo digo: ése es el encanto de los libros. Yo doy clase a chicos que tienen veinte años, y el problema es no tanto que no les guste leer, sino que no entienden la mayoría de lo que leen. Hay palabras que no conocen, y no les apetece tomar un diccionario y buscar su significado, que es parte del encanto de la lectura,

Antes tú leías a Emilio Salgari, y Salgari te empezaba a hablar de cosas que no conocías…

Los praos de Yáñez y Sandokán, armas como el kris, la fauna de nombres exóticos…

¡Claro! Todo eso era el encanto de aquellos libros: buscar cómo eran esos árboles y esos animales, qué significaban determinadas palabras… El error es privar al niño de la lucha por comprender. Un niño debería tener siempre un diccionario a mano, y yo creo que el libro más importante, y cuya lectura hay que favorecer, es el diccionario o la enciclopedia. Esos son los complementos de cualquier libro. Y hay que decirle al niño que se lee buscando palabras. Que eso no es una objeción, y está muy bien que se lean en el libro cosas que no se oyen en la calle.

A veces, esa mentalidad de SMS que hoy tenemos simplifica excesivamente la forma de hablar, y va haciendo cada vez más telegráficos o taquigráficos los mensajes.

Lo de entender o no entender… Bueno, todos los libros que tienen una cierta calidad tienen niveles de lectura diferentes. Hay libros que uno lee a lo largo de la vida varias veces. Y yo soy de los que subrayan los libros. Cuando leo un libro quince años después de haberlo leído la primera vez, siempre me digo: “¿Pero por qué subrayé yo esto que es lo único no interesante que hay en la página?”. Bueno, porque ahora me interesan otras cosas. Entiendo el libro de otro modo. Eso también pasa con estas cosas.

Un niño entiende lo que él tiene que entender. Me ocurría con las novelas que son para jóvenes pero que tienen un poco más de complejidad. Ahora, cuando leo a Julio Verne, descubro cosas que no vi cuando las leí por primera vez. También pasa con novelas como Moby Dick. Y desde luego con Swift y Los viajes de Gulliver. No hay un autor más atroz, más cáustico, más pesimista que Jonathan Swift. Sin embargo, ese libro suyo que es una sátira del ser humano, es algo que leen todos los niños porque salen gigantes y enanitos. Y eso es verdad, pero con los años descubres qué cosas quería contar Swift.

Imagen superior: ilustración de Zdeněk Burian para «Cinco semanas en globo», de Julio Verne (ed. Jos. R. Vilímek, 1941)

Ya es casi un tópico hablar del desinterés de los más jóvenes por la lectura. ¿A qué causas cree que obedece este fenómeno?

Ahora se dice muchas veces que los niños leen menos que antes. En cierta medida, es normal, porque antes había muy pocas cosas que no fueran el fútbol y los libros. Y a los que no nos gustaba el fútbol, pues teníamos los libros. Tampoco había televisión cuando yo era pequeño, en aquellos tiempos jurásicos, y el cine era una cosa que se iba una vez al mes, cuando era tu cumpleaños. Por consiguiente, los libros eran un refugio y también una fuente de placer.

Las aventuras eran aventuras imaginadas en los libros, mucho más que vistas en la televisión o vistas en el cine. Pero yo comprendo que hoy los niños tienen muchas cosas. Los libros tienen que luchar con otros entretenimientos para abrirse paso. Es mucho más difícil acercar a los pequeños a ese mundo, pero también hay libros mucho mejor ilustrados. Antes los libros ilustrados eran una cosa bastante rara. Ahora son lo normal. Además, son espléndidos… En eso habéis salido ganando.

Abundan las iniciativas de fomento de la lectura. Sin embargo, tienen poco impacto. ¿Ha pensado en algo que pueda ser útil en este campo?

Las pasiones no se pueden enseñar. El verbo leer no soporta el imperativo. No se puede decir a nadie “Lee”, porque eso es contraproducente. Las pasiones se contagian. La pasión de la lectura también se contagia. Nadie me podría explicar de una manera más clara lo que significa el placer de leer que ver la ilusión con la que mi madre esperaba todos los años la novela de Agatha Christie.

¿Cada año?

Sí, Agatha Christie ponía todos los años una novela como las gallinas ponen un huevo. Todos los años salía una novela suya, y mi madre vivía de año en año esperando que llegara la novela de Agatha Christie de la editorial Molino. Y la ilusión con la que la esperaba y la leía decían más de la pasión por la lectura que cualquier otra cosa que nadie me hubiera podido decir. No hacía falta que nadie me indicara que la lectura podía ser algo maravilloso. Sólo tenía que ver cómo disfrutaba mi madre con esos libros.

Así disfruté yo. No solamente fui un niño lector, sino excesivamente lector. Tampoco es lógico ni bueno que los niños no hagan más que leer. Leí probablemente demasiado, pero aquel fue un paraíso permanente. Fue el periodo más feliz. Luego he intentado recuperarlo. Ya no tengo tanto tiempo para leer, pero quiero recuperar esa orgía permanente de lectura que fue mi infancia.

A veces los padres y los educadores insisten en que los niños lean determinados títulos. ¿Cree que es bueno ser tan previsor?

Los niños deben leer lo que les guste. Por ejemplo, está el caso de Guillermo Brown. Los de Guillermo fueron los libros de mis diez, doce años. Nadie sabe por qué a los niños que vivíamos en la dictadura franquista nos sentimos tan identificados con este niño inglés, fruto de la imaginación de Crompton, una institutriz poliomielítica que había tenido que dejar las clases. Nadie sabe por qué nos identificamos con los cottages y con su entorno… pero en fin, fue así.

Luego, cuando crecimos, nos empeñamos en que a nuestros hijos también les tenía que gustar mucho Guillermo Brown… empezando por un sobrino mío, el hijo mayor de mi hermano, que se llama Guillermo… De hecho, conozco a mucha gente de mi edad que ha puesto a su hijo mayor el nombre de Guillermo… Pero a lo que iba: hay obligación de que a los niños les guste leer y que tengan sus héroes, pero no hay ninguna obligación de que tengan los mismos que nos gustaban a nosotros.

Al leer las aventuras de Guillermo, uno se da cuenta de que tenían esa rebeldía que podía seducir a los niños como usted. Sin embargo, los chavales de ahora, con mil posibilidades a su disposición, lo tienen más algo difícil para identificarse con un soñador como Guillermo.

No he encontrado a ningún niño al que le gusten ahora las aventuras de Guillermo Brown. Todos los padres que asestábamos a los niños los libros de Guillermo Brown sufrimos un fracaso absoluto. Ahora les gustan otras cosas. Harry Potter es para los niños de ahora lo que fue para nosotros Guillermo Brown… Cuando tengan cincuenta años, a sus hijos les darán como obligación leer Harry Potter, y a los niños no les gustará porque estarán leyendo otra cosa… Eso es normal.

En mi generación había una mitificación del orden mucho mayor. Hoy, normalmente, lo que los niños echan de menos es el orden. El desorden reina en el arte, en la televisión… Ahora lo que está glorificado siempre es la transgresión: el tipo que se carga al vecino, etc. Eso era inusual en nuestra época. Tenías ganas de disfrutar con un personaje que fuera a la vez bueno y transgresor, como Guillermo, como Robin Hood, como Arsenio Lupin… Hoy es al contrario. Todo el mundo está lleno de transgresiones. Lo difícil es encontrar a una persona que mantenga el orden de manera más o menos normal y decente. Ahí sí que hay un cambio.

Es verdad que, claro, los niños están explorando las leyes, y por lo tanto necesitan transgredirlas, ¿verdad? La única forma de entender un precepto es violarlo. De eso no cabe duda. Entonces, en un primer momento, es lógico que haya una tendencia a que ellos hagan precisamente lo que les dices que no hagan, para demostrar que te han entendido. Es lo que pasó en el Jardín del Edén. Lo que pasa es que luego Jehová se enfadó. Pero en el fondo, aquella era una forma de acatar la ley al transgredirla.

En todo caso, creo que lo importante es que los niños encuentren las cosas que les pueden gustar. Cuando era pequeño, lo único que no me gustaba leer es que fuera algo para niños. En cuanto me decían “esto es para niños”, inmediatamente no lo leía, porque quería leer libros que entonces se consideraban para adultos. Así, Salgari o Julio Verne no eran específicamente para niños. Digamos que no estaban protagonizados por “La Buena Juanita”. El libro de Guillermo era sospechosamente parecido a los que uno temía que le regalaran. Además, estaba protagonizado por un niño que hace esas cosas más o menos triviales y escolares e infantiles… Pero claro, cuando lo leías te dabas cuenta de que no. Vuelvo a preguntármelo: ¿Por qué hay tantas personas de mi edad que enlazaron con Guillermo de ese modo tan especial? Es un fenómeno que no se ha repetido luego y que no ha habido casi en ningún otro país, Quizá sea un poco la idea de encontrar a un trasgresor bueno. La primera rebelión era la de Guillermo.

La lectura, como decía hace un momento, sólo se adquiere por contagio.

Pienso que esa es la única forma. La única forma de entrar en la lectura es por esa vía. Conviene que no sea adversario o enemigo de otras cosas, Hoy es lógico que los niños lean a partir de televisión, a partir de videojuegos. Es decir, lo importante es que los libros no se conviertan en “lo que hay que hacer”, y en cambio no hay que hacer otras cosas como ver la televisión o jugar con la consola. Tiene que ser complementario. Pero eso sí, es verdad que si los niños ven a su alrededor entusiasmo por la lectura y no ven pedantería, yo creo que volverán a caer otra vez en la trampa de los libros.

Mi hijo, que es hijo de padres separados, vino a vivir conmigo cuando tenía unos doce o trece años. Yo tenía una casa muy pequeñita –la que sigo teniendo–, él era grande y dormía en una cama que estaba metida prácticamente dentro de la biblioteca. Con lo cual, cada vez que levantaba la mano se le caían encima cinco o seis libros de Freud o Aristóteles encima. Y yo pensé que iba a coger un odio a la lectura eterno, porque la verdad es que estar amenazado físicamente por los libros es una cosa bastante desagradable. Y efectivamente, a él le gustaba el baloncesto… Cualquier cosa menos leer. Y yo pues nada, pues estupendo, qué le vamos a hacer…

Entonces, un día me preguntó: “¿Tú has leído todos los libros que tienes aquí?”. “No, no, qué mas quisiera. Me hubiera gustado mucho, pero no”.  “Claro, y los que hayas leído… No te acordarás de que los hayas leído”. “Pues no, muchos se me han olvidado. A veces los leo dos veces”. “Es que ayer se me cayó encima un libro que empecé un poco a mirar. No te acordarás de él… El hombre que fue jueves”. Y le dije: “Sí, de ese sí me acuerdo». Bueno, pues empezó leyendo ese libro de Chesterton, y luego pasó a Tolkien, y bueno, ahora lee más que yo. Y como ya no me acuerdo de los libros que he leído ni la semana pasada, le llamo para pedirle bibliografía.

La infancia recuperada es todo un catálogo de esas pasiones literarias que adquirió en la niñez. ¿Cree que este libro sigue vigente?

El libro habla de mi infancia, así que inevitablemente tiene una vigencia relativa porque las infancias de cada quien son distintas. Yo creo que hay algunos autores que se mantienen a través del tiempo. En La infancia recuperada empiezo hablando de Stevenson y de La isla del tesoro. Está Julio Verne, está Salgari, está Conan Doyle con su Sherlock Holmes… Hay algunos autores otros que han desaparecido del panorama. Por ejemplo, yo hablo de un autor, un cazador inglés, Kenneth Anderson, que escribió libros sobre la caza del tigre. Libros que a mí me entusiasmaban pero que hoy son inencontrables.

Habrá libros que hoy cumplan un cometido similar.

Bueno, sí, habrá otras cosas semejantes. Si hablamos del gran viaje…, el viaje de la época en que yo leía, el viaje por mar era la aventura. Hoy probablemente el viaje aéreo o incluso el espacial son más aventureros que los viajes puramente marítimos. Pero como decía, hay algunos autores que ya nadie conoce.

¿Quien se acuerda de Zane Grey, que era una de mis lecturas favoritas del Oeste? En cambio, hay algunos personajes y títulos que se mantienen. Sherlock Holmes o incluso La isla del tesoro siguen, de alguna manera, teniendo vigencia. El caso Julio Verne es más difícil porque, claro, tuvo tanto éxito en muchas de sus profecías que ya ha dejado de interesarnos. Ya todo lo que pronosticó se ha cumplido. Y lo vemos como vulgar. A ver, ¿por qué este señor daba tanta importancia a los submarinos?

Por lo demás, hay algo que sí seguirá, que es el fervor con el que yo leía esos libros. En cierta ocasión, a Jean Cocteau le preguntaron: “Usted tiene en esta casa una magnífica biblioteca. Si hubiese un incendio, ¿qué libros se llevaría usted?”. Y él dijo: “Me llevaría el fuego”. Pues, en el fondo, lo que queda es el fuego.

Frente a la lectura, como decía, surgen los vídeojuegos como una alternativa de enorme atractivo. Y de esa confrontación suele salir perdiendo la lectura…

Sinceramente, creo que si cuando yo tenía ocho o nueve años hubiera habido vídeojuegos, yo me hubiera dedicado a los vídeojuegos como un salvaje. No puedo decir otra cosa… Me hubieran encantado los videojuegos. De hecho, ahora no me atrevo a probarlos, porque tengo miedo de meterme en ese mundo y ya dejar de hacer lo poco que hago.

Lo que dice sorprenderá a más de uno. Es más habitual creer que los vídeojuegos suponen el fin de la lectura.

Es que no creo que se pueda decir que eso de los vídeojuegos está mal. Claro que hay otras cosas. además de eso. La dificultad reside en el hecho de que es verdad que las cosas electrónicas son extraordinarias. Además, los chicos que entran en Internet, leen. Lo que pasa es que no se leen libros, y no se leen quizá el tipo de cosas que uno quisiera. El único argumento que se me ocurre es que los libros son el único aparato cuyo motor somos nosotros.

Todos los que hayáis viajado por Estados Unidos –en Inglaterra también pasa–, habréis tenido la siguiente experiencia. Vas a un hotel, pongamos que a la habitación 14, y entra un señor contigo y te enciende la televisión. Yo siempre le pregunto: “¿Se va usted a quedar usted aquí a ver la televisión conmigo? ¿Ah, no? Pues entonces apáguela porque no la voy a ver”. Y es que la televisión funciona sola. Pero los libros, si no estás tú, no los lee nadie. Es decir, el motor del libro somos nosotros. Ponemos el fuego, la velocidad, y manejamos la historia a nuestro modo. Tengo un amigo que trabaja en computadoras y que me dice que, si el libro se hubiera inventado después que la computadora, todo el mundo hubiera creído que era un gran avance. Y es verdad que el libro, como artefacto, está muy bien pensado.

¿Qué opina de los dispositivos para leer libros digitales?

Tampoco hay que mitificar la idea del libro de papel. Si se lee en otro soporte, en una pantalla, pues no pasa nada. Hay grandes autores de nuestra tradición –PlatónSéneca– que nunca leyeron libros como los que leemos nosotros. Nunca tuvieron un libro en sus manos. Tuvieron otra cosa, que era lo que había entonces para transmitir los textos. De modo que si dentro de cien o doscientos años hay otra cosa en la que se lee, las historias estarán ahí. Aunque se lean en una pantalla. No hay que dramatizar.

Lo importante, en todo caso, es rodear al niño de lecturas…

Por supuesto. Si en una casa hay afición a los libros, la gente lee. Antes o después, los niños tropiezan con algo que les guste, Porque los niños sienten curiosidad en principio por todo lo que hay. Una cosa que a mí me parece fundamental es que los padres cuenten cuentos a sus hijos. Esa es una obligación que hay que tener. Hay que contar cuentos.

Mi madre me contaba los cuentos con un libro en la mano. Me contaba el cuento, que era lo que a mí me gustaba, de tal manera que yo estuviera convencido de que el cuento salía del libro, y que ella era la intermediaria. Eso es una forma práctica de que los niños vayan tomando afecto a los libros. Les cuentas el cuento, pero que ellos sepan que ese cuento está ahí, para cuando ellos quieran o puedan leerlo por sí solos.

¿Está al tanto de las novedades en literatura infantil y juvenil?

Creo que fui la primera persona que escribió en español sobre Tolkien. Todavía no se había traducido ni al francés, y faltaba mucho para que se tradujera al español. De hecho, por aquel entonces intenté aprender el poco inglés leído que conozco –soy un poco como Tarzán, el personaje de Rice Burroughs, que aprendió a leer pero no sabía hablar–. Creo que los personajes de Tolkien pueden entrar dentro de la línea de personajes clásicos. Lo mismo sucede con las novelas de Harry Potter, y con otras que vendrán… Hombre, es verdad que hoy hay una masificación de las novelas. Hay un millón de imitaciones malas de Tolkien, hasta tal punto que cuando cojo un libro y hay un brujo y un dragón, ya me entran náuseas. Estamos estragados de todas esas cosas.

La masificación hace que, en cuanto un producto tiene éxito, haya un millón de copias, y eso degrada un poco el nivel. Es verdad que en la época de Guillermo Brown no había aquí otras imitaciones. Las historias de Enid Blyton, por ejemplo, fueron muy imitadas en toda Europa. Pero Guillermo, en cambio, fue un fenómeno muy particular de España.

¿No tuvo el mismo éxito en otros países?

En Italia, un poco. En Francia es completamente desconocido… El Museo del Juguete en Londres, que es un museo muy bonito, y está relativamente cerca de Whitechapel, celebró el centenario de Richmal Crompton. Se inauguró entonces una exposición sobre Guillermo, que yo naturalmente fui a ver. Y estaba allí el armario de Guillermo con sus cosas, y también se exhibían las traducciones. Había portadas de todas las traducciones. Pues bien, no había ninguna lengua en la que estuvieran tan representadas como en español. Seguro que ahora hay otros personajes interesantes, atractivos, pero no los estoy siguiendo.

Volviendo a los los vídeojuegos… Todavía cuesta imaginar un trasvase entre ese formato y el mundo del libro.

Pues mi novela El gran laberinto se basaba precisamente en eso. A mi mujer [Sara Torres, que falleció en 2005, y a quien Savater dedicó el libro «La peor parte: Memorias de amor»] le gustan mucho los vídeojuegos. Estábamos un día hablando del esquema del relato iniciático en el vídeojuego: dos o tres personajes que tienen que obtener una victoria… Y ahí está la premisa del libro: una especie de supuesto videojuego que se convierte en una novela.

Con la televisión ese trasvase parece más inmediato.

Hombre, hace ya cuarenta años emitieron una serie sobre Sandokán. Por aquel entonces, Salgari estaba completamente olvidado. Y eso que fue el primer autor de bestsellers, el primer autor que vendió un millón de ejemplares. Bien, pues esta serie de Sandokán con Kabir Bedi logró que los libros de Salgari volvieran a leerse, y se vendieron muchísimos. Ese trasvase es pertinente. Luego ha vuelto a pasar con El Señor de los Anillos. Hay mucha gente que quizá lo ha empezado a leer a raíz de la película de Peter Jackson.

Fotografía: Fernando Savater / Fronteiras do Pensamento, São Paulo. Autor: Greg Salibian, CC.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.