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Se trata de Dios

Quizá no haya palabra más invocada y escrita que Dios o dios o dioses. Como tantas otras cosas, es ésta una gran paradoja, ya que Dios, así en mayúscula, tal si fuera un nombre propio, señala justamente a lo innombrable, lo inefable, lo que no tiene nombre. En esta encrucijada se inscribe Dios. Una historia humana de Reza Aslan (traducción de Jordi Ainault y Escudero, Taurus, Madrid, 2019). Es la obra de un creyente panteísta que intenta cubrir los diversos senderos de la cuestión: Dios como experiencia inexpresable, o sea como subjetividad absoluta; Dios como una constante de la historia humana, o sea como objetividad; y Dios como objeto posible/imposible del pensamiento filosófico. La tarea parece tremenda pero Aslan la resuelve con una economía de medios, un orden didáctico y una habilidad narrativa que la vuelven fluida y de interés variopinto. Podemos leerla con gusto y provecho los crédulos, los incrédulos, los que amamos la historia o los que la desdeñamos. Pido permiso para usar la primera persona del plural.

Aslan trabaja, de movida, con la historia de las religiones. Le da un comienzo obvio: la preocupación humana por la muerte, es decir por otra vida que no sea la biológica y que se plantea al morir. El hombre se duplica, como quiere Hegel, siempre está más allá del más acá, ansía lo indeterminado que se sitúa saltando los términos. Así se van forjando las concepciones de eso o ese que está siempre más allá de todo.

Nuestros antepasados prehistóricos eran animistas, creían que hay almas en todo cuanto existe y concebían, aunque no en estos términos, a Dios como esa fuerza que anima y conecta todo lo viviente. Los civilizados mesopotámicos, inventores de la ciudad, divinizaron la naturaleza: todo lo dado es Dios. Para los griegos theos es una fuerza abstracta que impregna el universo, es decir la totalidad de lo que hay. Según se ve, algo tan inasible que resulta muy difícil de proclamar y volver inmediato como para que a su vez resulte compatible con la vida diaria.

En realidad, las religiones se valieron de didascalias más facilitonas, divinizando objetos (ídolos) y personas. Así Dios pudo ser una piedra o un árbol, una estrella o un animal, hasta devenir lo más hacedero: una persona. Incluso más: un ser humano. Así se lo pudo invocar, adorar, pedirle cosas, agradecer los dones o maldecir las desdichas. Se lo aceptó como infinito y eterno pero, a la vez, capaz de tener un cuerpo mortal como Jesucristo o engendrar hijas de carne y hueso como Alá. En este punto Aslan advierte que los senderos se bifurcan y la perplejidad se impone. ¿Somos criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios o hemos inventado a un Dios que recoge todas nuestras proyecciones, un tesoro de fantasías y deseos rigurosamente humanos? ¿Qué es la historia de las religiones? ¿Una sucesión descriptiva de creencias, necesariamente subjetivas, porque quien cree es siempre alguien, Alguien? ¿La secuencia de algo perpetuo en la humanidad, algo objetivo inherente a nuestra humana condición, la necesidad de personaliza a Dios?

Aslan es creyente y entiende que si los hombres nos hemos preocupado siempre por lo divino, llámese sacro, numinoso o santo, es porque hay divinidad. Es a partir de este hallazgo que intenta razonarlo de un modo filosófico, es decir como una categoría universal. Se inclina por el monoteísmo, en consonancia con la unidad del universo o de la naturaleza. Dios como lo Uno, diría por mi cuenta, como la  marca de fábrica en el orillo de todo cuanto hay. Dios es único pero además es uno, unido a sí, unitivo. No es el creador de cuanto hay, del todo, sino que es él mismo el todo. Afilemos la tipografía: el Uno que es el Todo.

Desde luego, este panteísmo resuelve la crítica filosófica a la personería de Dios. En efecto, resulta absurdo hacer de Dios un sujeto personal –ese señor maduro pero de buen ver que flota en el cielo de la Capilla Sixtina–  porque subjetivizar es sujetar, poner términos a lo indeterminado, confín a lo infinito. De tal modo, Asan moderniza la cuestión y la piensa desde la otra faz del asunto, la necesidad humana de concebir el universo como único, la naturaleza como única, presupuestos que han fundado, justamente, la búsqueda de todo saber humano, sea científico, filosófico o estético.

Lo anterior, entiendo, justifica y acredita el libro comentado. Cabe alguna objeción. El panteísmo de Aslan se funda en la única religión compatible con él, que es la musulmana, tal como la entiende el teólogo Abu Hanifa. No como actúa el Corán, donde Alá deja de ser el innombrable y se convierte en un individuo que ama, odia, se agita, siente, quiere y decide. Entonces: hay que subrayar algo más, bastante más. La totalización de la variedad universal en lo Uno es tan vieja como la civilización y, más acá de la teología musulmana, hay en Occidente sobrados ejemplos de la reflexión filosófica del tema. Para Aslan esto se resume en la nota 6 de la página 307. Quede para otra vez un balance algo más justo.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")