Además de un conversador excelente y un lector incansable, Fernando Rodríguez Lafuente es profesor y conoce el gremio de la cultura como la palma de su mano.
De entre toda la letra pequeña de su biografía, destacan sus labores institucionales. Antes de ser director del Instituto Cervantes, fue director general del Libro, así como director del Instituto de Cooperación Iberoamericana en Buenos Aires.
De su trayectoria en el periodismo, qué les voy a decir: Rodríguez Lafuente es director del suplemento cultural del diario ABC y secretario de redacción de Revista de Occidente, aparte de crítico y articulista.
Le pregunto en su despacho acerca de algunas cosas sobre las que hay que empezar a pensar en términos positivos. Por ejemplo, sobre las industrias culturales. «El niño que ha leído Harry Potter es muy posible que termine en Dickens o en Proust«, destaca. Y añade enseguida: «La cultura siempre es una consecuencia de la educación».
La revolución digital generó grandes expectativas comerciales en los medios de comunicación. ¿No crees que hubo un exceso de optimismo?
Quizá pecamos de apresurados, pero no de optimistas… El cambio es irreversible. Eso no significa que no vayan a desaparecer otros soportes, como el papel. Pero no hay que ver los soportes electrónicos como una amenaza, sino como una oportunidad. Se abren unas nuevas expectativas.
En este momento, experimentamos un cierto desconcierto. Es el típico desbarajuste que implica ordenar la casa. Es como si se hubiera hecho una mudanza, y los muebles todavía no estuvieran en su sitio. Pero los muebles se van a colocar. Que lo veamos o no dependerá de muchos factores.
Por otra parte, siempre ocurre lo mismo. Con el cine sucedió a principios del siglo XX. La mayor parte de los intelectuales de la época –en España el caso más divertido es el de Unamuno– despotricaron contra el cine. Lo consideraban una simple atracción de barraca de feria. Gorki lo llama reino de sombras, y algunos piensan que es un invento satánico. Sin embargo, después de pasar por un periodo en el que todo son saltos, carreras, persecuciones y caídas, propios de saltimbanquis, el cine ha marcado el imaginario del siglo XX.
El problema con la revolución de internet es que aquí se hizo una cosa que es muy difícil de revertir. Me refiero al hecho de no cobrar por los contenidos de la prensa. Ese ha sido el gran error: hacerlo gratis. Sobre todo porque los que se están forrando son los servidores, no los autores.
Las que primero han sacado ventaja de esa gratuidad de los contenidos, sin duda, son las empresas de telecomunicaciones.
Exacto. Es como si dijéramos que, cuando se inventa la televisión, el que se forra es el que vende los monitores y envía la señal, y los que realizan los programas no cobran nada, porque esos espacios tienen que llegar a todo el mundo.
Ahora sucede algo así. Mientras los contenidos llegan a todos los usuarios de la red, quien comercializa el software o los ordenadores es quien se beneficia económicamente. Marshall MacLuhan ya dijo que el medio influye sobre la naturaleza del mensaje. Creo que aún no hemos comprendido que la versión digital de un periódico no debe limitarse a reproducir el original. Es y debe ser otra cosa.
Todavía no se ha desarrollado debidamente el concepto de periódico digital. Lo que hacen las ediciones en internet es, simplemente, volcar el periódico impreso en el soporte digital. Pero eso no es un periódico digital. Lo mismo ocurre con las revistas online. Eso requeriría –y perdón por la cursilería– una ontología propia. Llevas razón: como no hay un concepto de periódico digital, lo que se hace ahora es una especie de sucedáneo bastante prosaico de lo que es el periódico impreso.
En cualquier caso, no creas que el papel va a desaparecer de inmediato. Circulan algunos mitos respecto a eso. No hay más que ver las cifras de venta de Die Zeit o de The Economist. Fíjate en el caso del National Geographic: cumple 125 años y se distribuye en 34 idiomas, con una audiencia de más de ocho millones de lectores.
Me hablas de medios con autoridad e influencia. Supongo que eso contradice la tendencia de abaratar los contenidos a cualquier precio.
Como sucedía en el viejo cuento de Poe, muchos están enterrados hacia abajo, de modo que si pudieran salir de la caja, seguiría cavando hacia abajo y no hacia arriba.
Por otro lado, es interesante que, por la propia dinámica de los periódicos, la opinión se esté desplazando a los blogs. Tiene gracia que un bloguero pueda tener muchísima más influencia que dos o tres columnistas. Y eso es para pensárselo.
Es un problema que viene de largo, y que algunos medios no han querido ver.
Digámoslo claramente, internet es un avance tan revolucionario como lo fue la imprenta, y supone una profundísima democratización. Pero al mismo tiempo, tienen que reordenarse los filtros. No me refiero a filtrar lo que se dice, sino la calidad de lo que se dice. Si tú lees muchas entradas de Twitter, se te caen los palos del sombrajo, porque el nivel es alucinante. Alguno dirá: «Es lo que hay». Cierto, pero yo busco leer cosas interesantes. Internet es un contenedor, y llega un momento en que hay que clasificar y compartimentar.
Todo el mundo tiene cabida y derecho a estar en la red. Esa es la conquista democrática. Pero igual de democrático es decir: «Este me interesa, este no. Este me parece inteligente y este me parece intelectualmente grosero y aburrido». Todavía estamos en los primeros balbuceos de ese proceso.
Hay precedentes negativos. Vargas Llosa dice que, pese a sus prometedores inicios y a su enorme potencial, la televisión ha aumentado el nivel de imbecilidad de seres humanos.
Ahora la televisión está cambiando.
Llevas razón en los canales temáticos y en el cable, pero las cadenas generalistas son cada vez menos defendibles.
Las concesiones de televisión se otorgan en función de un servicio público. Lo primero que habría que concretar es, precisamente, el concepto de servicio público, y si se entiende que el entretenimiento también lo es.
Hay una película maravillosa de Preston Sturges, Los viajes de Sullivan. Está situada en la época de la Gran Depresión. El protagonista es un joven director, interpretado por Joel McCrea, que está cansado de rodar comedias. En busca de ideas más próximas a la realidad, decide hacer un viaje por Estados Unidos. Oculta su identidad y acaba siendo un vagabundo. Termina en la cárcel, y es allí donde comprueba cómo disfrutan los presos de unas películas de Mickey Mouse. Sullivan se da cuenta entonces de que la única ilusión que tiene esa gente es poderse reír.
Si alguien entiende así la televisión, como un entretenimiento con el que relajarse después de un día de trabajo, es obvio que no se va a poner a escuchar a George Steiner, ni va a seguir un debate sobre el canon de Harold Bloom, sobre el concepto de modernidad líquida de Zygmunt Bauman o en torno a La corrosión del carácter, de Richard Sennett. Hay que entenderlo. Pero también hay que compaginar ese modelo de entretenimiento con otro más ambicioso y formativo.
En la actualidad, el modelo de las televisiones generalistas consiste en realizar programas muy baratos, en los que todo el mundo está hablando continuamente.
Si nos fijamos en la programación de la radio, tampoco brilla la originalidad. Han desaparecido los programas dramáticos y muchos otros géneros. Todas las emisoras están cortadas por el mismo patrón. Además, hay tertulias que hablan de lo mismo durante las 24 horas del día.
La única diferencia es la tendencia política que predomina en cada una.
Sí, pero eso es tan previsible que tampoco añade interés a la discusión. Los oyentes buscan una confirmación de sus prejuicios, no un contraste de opiniones que les haga cambiar la suya.
Hemos llegado a este punto no por arte de magia, sino por una serie de actitudes y decisiones que, a lo largo del tiempo, nos han conducido hasta aquí. Los que creemos en la razón y en la ilustración sabemos bien que a estas cosas no se llega de repente.
Si nos fijamos solo en internet, hay dos libros que dan la voz de alarma frente a las posiciones más idealistas. Me refiero a Superficiales. ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes?, de Nicholas Carr, y The Cult of the Amateur, de Andrew Keen. El primero nos dice que el picoteo de información va erosionando nuestra capacidad de concentrarnos y nuestra paciencia para reflexionar. El segundo nos recuerda que los contenidos profesionales llevan las de perder frente a los generados por aficionados, sin filtros de calidad y rigor.
El problema es la decadencia del concepto de autoritas, que no tiene nada que ver con el concepto de autoridad, sino con el conocimiento, la experiencia y la capacidad de seducción.
Por poner un ejemplo, imaginemos que tenemos que desplazarnos en pleno desierto. Dentro del grupo, todo el mundo empieza a opinar. De repente, aparece alguien que ha estado allá, que tiene experiencia y que dice lo fundamental: quién ha de llevar la gasolina, qué tipos de mapas son necesarios, a qué hora hay que desplazarse… Nadie va a decirle: «Bueno, eso lo dirás tú». Al contrario, todo el mundo creerá que él debe ser quien nos dirija y nos saque del desierto.
Este concepto se está resquebrajando. En parte, eso es culpa de los ya románticamente llamados intelectuales, que han ido desvirtuándose de una manera espantosa. Son ellos los que han perdido la tribuna desde la que creaban opiniones y las debatían. Ya no contamos con pensadores como Camus, Berlin, Aron, Ortega o Russell.
Alain Finkielkraut supo ver lo que estaba pasando cuando dijo en La derrota del pensamiento: «Siempre que lleve la firma de un gran diseñador, un par de botas equivale a Shakespeare«. Eso tiene consecuencias y ahora las estamos viendo.
Vargas Llosa glosó el libro de Carr en El País, y en su artículo comentaba que, con el uso de internet, nuestro cerebro se adapta a un nuevo modo de pensar y transmitir el conocimiento. Por supuesto, renuncia a las funciones que el sistema hace por él. Eso es elemental. Sin embargo, conviene reflexionar sobre el asunto sin ser un apocalíptico o un integrado, por usar la fórmula de Umberto Eco. Yo formo parte de la primera generación de españoles que, a los cinco o seis años, ya tenía televisión en casa. Eso nos dio una capacidad de leer las imágenes de la cual carecía la generación anterior. Lo mismo pasó con el cine. Con su aparición, la gente aprendió a descifrar la sintaxis de las imágenes, y eso significó un cambio tremendo con respecto al lector del siglo XVIII o del siglo XIX, cuya única fuente de conocimiento eran los libros.
Cuando se inventa el cine, el libro tuvo que compatibilizarse con otros medios. Y eso mismo está pasando ahora. En lo sucesivo, el conocimiento no va a ser lineal, va a ser fragmentario, y además se va a mover a través de archipiélagos. La lectura en papel equivalía a desplazarnos por un continente. En cambio, la lectura en internet nos lleva de una isla a otra, siguiendo las múltiples alternativas del hipertexto.
Alessandro Baricco habla de todo ello en Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación, donde describe esta forma de ir de link a link, superficialmente, haciendo surfing.
¿Compartes la opinión de que el periodismo clásico servirá de salida a la crisis del sector?
En esta situación, el que dé primero dará dos veces. El que pegue un golpe en la mesa y decida hacer cosas distintas será el que abra camino. Es cierto que, en ocasiones, a los pioneros se los comen los caníbales. Pero esa será la nueva dirección a seguir.
Seguro que lo habéis publicado ya en vuestra revista: el destino de la prensa no será la venta de información, sino la venta de influencia. En realidad, ya disponemos de la información por otras fuentes. Lo decía CNN Plus en su lema: «Está pasando. Lo estás viendo». Los impactos informativos son constantes, y un periódico que sale al día siguiente no puede competir en ese campo con los medios audiovisuales.
Ahora bien, ¿cómo se gana la influencia? ¿Y a quién va dirigida esa influencia? La influencia va dirigida a los que influyen. ¿Qué significa eso? Significa que el periódico de papel va a restringir sus tiradas y se va a dirigir a una horquilla de lectores de entre 40 y 60 años. Personas de alto nivel adquisitivo, con una posición social relevante. Ellos son los que van a seguir ese medio para estar al día desde el punto de vista del análisis, más allá de la información constante y del ruido de las tertulias.
Ese es el futuro del periódico. Quien lo quiera ver que lo vea.
Lo que me dices, ¿es también aplicable al caso español?
El hecho de que en España no haya una revista como The Economist es relevante. Tampoco disponemos de medios equivalentes a National Geographic o The New Yorker. ¿Qué pasa aquí para que no dispongamos de algo semejante? Es una pregunta que conviene hacerse.
En The Newsroom, la serie de Aaron Sorkin, hay una escena muy significativa. El protagonista, Will McAvoy, defiende que en su informativo de televisión los periodistas deben dar al espectador la información que necesita, centrándose solo en los hechos y en su contexto. Reese Lansing, presidente de la cadena, le reprocha ese arranque de dignidad. Insiste en que lo único relevante es la audiencia, y añade que, si es necesario, hay que politizar o adornar la información para conservar la cuota de pantalla. Aunque suene a simplificación, ¿en qué medida las cifras de audiencia también están ganando esa batalla en la prensa escrita?
La OJD y el EGM son importantísimos, porque de ellos depende la publicidad. Un periódico vive solamente de la venta en el kiosco, la suscripción y la publicidad. De los datos de la OJD y el EGM depende que las agencias te den publicidad o no. Y la única referencia que las agencias tienen es el número de lectores y de ejemplares vendidos.
La pregunta que debemos hacernos –y es complicada de responder– es si existe vida fuera del mercado.
En el caso de internet, si lo que quieres es influencia, el número de visitas no te da influencia. Te da, si vale la broma, número de visitas. No te subraya nada más. Hace falta mayor especialización en los datos. La cuestión es dónde pones el eje del negocio. Por ejemplo, si hablamos de una editorial, el catálogo es su ADN. En un medio de comunicación, sucede lo mismo.
Si nos ceñimos a la cultura, el viejo debate en torno a su presencia mayor o menor en televisión ya está superado. En las cadenas generalistas, la cultura ha desaparecido. Al menos si por cultura entendemos una entrevista con una persona inteligente o la descripción de una exposición. Siguiendo con esa fragmentación de la que hablábamos, ahora la cultura aparece en islas: los canales temáticos como Arte y Mezzo, o los que se dedican a producir series de calidad, como HBO.
Alguien lo puede ver como algo positivo, pero en realidad es tremendo. Todo está más especializado, pero al mismo tiempo, estamos perdiendo el espacio público.
Pensemos en lo que sucedía antes. Cuando comprabas una entrada para ver Con la muerte en los talones, nadie te preguntaba si eras doctor en filología o licenciado en derecho. En la sala entraba todo el mundo, y todos podían disfrutar y compartir esa experiencia.
Es muy significativa esta desaparición del espacio público en las ciudades. Las ciudades, en su vieja concepción, prácticamente no existen. Existen los grandes centros comerciales, donde la gente se aglutina, va y viene. La comunicación se efectúa por internet, sin contacto físico.
Es una sociedad invertebrada.
Sin ninguna duda. De todas formas, por una obcecación positiva, pienso que los cambios de siglo siempre han sido así de tremendos. En el caso del siglo XX, la aparición del cine, del automóvil y del aeroplano cambió el sentido de la realidad. De hecho, estos avances rompieron el espacio y el tiempo.
Las imágenes en movimiento fueron una revolución verdaderamente extraordinaria. Creo que algo así va a pasar ahora. Si el teléfono móvil se hubiera inventado antes, cuántos argumentos cinematográficos hubieran quedado arruinados. Muchas situaciones de aparente peligro se hubieran resuelto con una sola llamada.
Para los que hemos nacido en la mitad del siglo pasado, todo esto supone un gran impacto. Imagina lo que podía pensar un tipo nacido en 1855 cuando en 1895 apareció el cine. Piensa en lo que sentiría esa persona cuando asistió al nacimiento de la aviación comercial. Es un cambio brutal de mentalidad.
Lo veíamos reflejado en La invención de Hugo, la maravillosa película de Scorsese: costó mucho que el cine fuera tomado en serio. Pasaron bastantes años desde 1895 hasta los años veinte, en los que rusos y franceses empiezan a rodar con una intención más artística. Nosotros los estamos viendo con perspectiva, pero tuvieron que transcurrir veinticinco años. Eso por no hablar de los cadáveres que dejó el paso del mudo al sonoro. Este último cambio también produjo en el espectador una impresión brutal. Ya no solamente se movían las imágenes. También se podía oír hablar a las estrellas.
En 1930, para publicitar el estreno de Anna Christie, se distribuyó un cartel que decía: «¡Garbo habla!». Yo creo que eso lo resume todo.
¿Te acuerdas de ese cartel? Curiosamente, ese tipo de transformaciones se ha dado en los cambios de siglo. No obstante, también son etapas propensas a todo tipo de disparates. Desde su punto de vista católico, Chesterton decía una frase muy buena a principios de los años 20: «Cuando la gente deja de creer en Dios, es capaz de creer en cualquier cosa». Lo mismo sucede hoy, con los Dan Brown, los supuestos extraterrestres, las creencias herméticas… Como el desbarajuste es tremendo, cada uno trata de buscar una salida. Se podría decir que con Dios todos vivían más a gusto, más protegidos. Cuando después de Nietzsche se quedan sin Él, empieza a hacer mucho frío fuera.
En eso tienes razón. Ahora abundan los charlatanes y los crédulos. Lo que no sé es cuántos periodistas siguen dispuestos a servirnos de filtro.
Todavía se mantiene ese papel, pero las amenazas son fuertes.
Antes me hablabas del valor de la influencia. Supongo que podemos aplicar el mismo principio hablando de nuestra cultura y de nuestra proyección internacional como país.
Decidí hace tiempo no hablar de cultura española, sino de cultura en español, que me parece más importante. Tampoco hablo de literatura española, argentina, colombiana, mexicana… sino de literatura en español. Lo mismo pienso del cine, y me atrevería incluso a decir, que es lo mismo que debemos hacer con los medios de comunicación.
Entiendo que lo de la marca España sirve para vender los productos españoles, pero si nuestra cultura tiene relevancia es por la marca en español. Es decir, por los 500 millones de hablantes, un número que no alcanzan ni Francia ni Alemania.
Es un activo que, en el mundo occidental, solo tiene la cultura en inglés. Por eso mismo, es algo que hay que fomentar, apoyar, desarrollar y coordinar. Esa es la clave. Y en este sentido, la cultura en español sí pasa por un buen momento, manifiestamente mejorable.
Sin embargo, si nos fiamos de las opiniones que salen a relucir en la prensa, parece que los españoles no son grandes defensores de sus logros culturales. Más bien, demuestran cierto malestar general. Parece que la tendencia es hablar mal de lo nuestro.
Cuando hablas de malestar, ¿te refieres a que hay poca conciencia patriótica?
No, aunque eso lo doy por descontado. Me refiero al escaso aprecio que despiertan, por ejemplo, nuestros cineastas.
Decía Bergamín: «Mire, los españoles no somos fanáticos. Somos fonéticos». Aquí hay mucha musicalidad en la voz…
Frente a ese derrotismo, a uno le producen cierta envidia los ingleses o los franceses, que en el terreno cultural parecen encantados de haberse conocido.
Cualquier persona sensata y moderadamente instruida se hace una idea cabal de lo que hay aquí. El derrotismo noventayochista ha hecho daño, en muchos sentidos, a la conciencia colectiva. Creo que, como bien decía Cervantes, viajar hace a los hombres discretos. Viajando se curan muchas cosas. Entre otras, ese derrotismo un poco banal, reflejado en las opiniones de los propios intelectuales, muy previsibles y muy aburridas.
Opiniones que suelen ser más negativas cuando gobierna el adversario político.
Eso también sucede. Ya estamos un poco agotados. Estamos en otra situación, no sé si mejor o peor. Nos han cambiado las cartas y ahora tenemos que jugar con ellas.
¿Crees que, a pesar de ese pesimismo que parece dominar en la opinión pública, podemos sentirnos entusiasmados con nuestra cultura?
Sí, yo creo que sí.
¿Y cómo se puede articular eso institucionalmente para que brinde resultados?
Date cuenta que este es un país en el que te puedes encontrar una pintada como la que yo vi una vez en una valla: «Los impuestos que los pague el Estado». Claro, con eso te puedes hacer una idea de cierta mentalidad. Es una de las taras heredadas del franquismo, que nos acostumbró a una presencia atorrante de la Administración.
Hace falta que recuperemos la confianza en nosotros mismos, en lugar de reproducir eso que Berlanga mostró en Bienvenido Mr. Marshall: la idea de que las soluciones van a caer del cielo, o van a llegar gracias a los americanos, a Santa Claus, a Dios o a Marx.
Las cosas no se van a solucionar de repente. Antes de eso, cada uno tiene buscar sus propias soluciones y articularlas con los demás.
Entonces, ahora que falta dinero para casi todo, ¿cuál ha de ser el papel del Estado frente a las industrias culturales?
Hay sectores estratégicos: la sanidad, la educación, las infraestructuras… Pero la cultura también es un sector estratégico de nuestra economía. Lo que debe hacer el Estado es no poner trabas a la creación desde el punto de vista de la libertad de expresión. Eso es evidente. Tampoco debe poner obstáculos desde el punto de vista de la producción. Y en este sentido, está claro que haría falta una ley de mecenazgo.
Es una ley que nunca termina de llegar.
Si la ley fuera en el sentido de la legislación francesa, que permite una desgravación de un treinta o un cuarenta por ciento, sería una solución formidable. Serviría para todo tipo de proyectos, desde producciones cinematográficas hasta publicaciones.
Hablando de subvenciones, el otro día tuve una discusión muy intensa –y desde luego para mí muy gratificante– con los alumnos del máster que dirijo sobre cultura contemporánea. Salió a relucir la idea de que el Estado, a través de las subvenciones, puede salvar un cine de calidad que las empresas privadas no producen.
Pues bien, no es verdad. Eso es una falacia. Por ejemplo, el cine francés no está resurgiendo por el dinero recibido del Estado, sino por el talento de los directores. Imaginemos que Intocable ha tenido una subvención. Sin ninguna duda, podría asegurar que la siguiente película de su director no va a necesitar ningún tipo de ayuda estatal, porque el talento también vende.
La subvención plantea un pequeño problema –digo «pequeño» entre comillas–, y es que siempre se tiene que decidir entre unos y otros. Siempre hay que colocar a unos expertos que deciden, y esa decisión siempre va a ser polémica y sospechosa, aunque la que se haya tomado con la mayor honestidad.
En el pasado, el sistema de subvenciones también ha dado lugar a corruptelas. Películas subvencionadas que figuran como estrenadas en el Ministerio, pero que no ha llegado a ver nadie. Películas que se producen con menos medios de los previstos y con un presupuesto hinchado, para que el productor se quede con el dinero destinado a subvencionar el coste total. Falsificación de las cifras en la taquilla…
Es un mundo en el que, para decirlo entre bromas, a veces hay mucho «aprovechategui».
En todo caso, son las autonomías las que han llevado las subvenciones al límite.
Claro. Además, los que se quedan penalizados son los autores y creadores de las autonomías grandes. No es lo mismo subvencionar a los poetas madrileños que a los de Ciudad Real.
La crisis paró todo esto, pero ha habido unos gastos verdaderamente increíbles. Por ejemplo, en cada comunidad autónoma se ha abierto un museo de arte contemporáneo, cuando no hay obra ni hay dinero para eso. Sin que nadie se ofenda, esto recuerda lo que decía Pepe Isbert en Bienvenido Mr. Marshall: «Lo importante para el pueblo es tener una fuente con chorrito». Lo que ahora equivale a la fuente son esos museos de arte contemporáneo.
Hay excepciones, como el Museo de Arte Abstracto de Cuenca, que es magnífico ¿No te parece?
Claro, pero a diferencia de lo que sucede en muchos otros sitios, en Cuenca el museo se implanta de una forma natural.
Hay otra película de Berlanga, Los jueves milagro. Transcurre en un pueblo de veraneo al que no va nadie. Para atraer visitantes, deciden montar un milagro. La película está contada en clave de comedia, como siempre en Berlanga, pero incluye unas cargas de profundidad tremendas sobre la sociedad española. En realidad, es lo mismo que se ha hecho en los últimos años. Como en Bilbao funcionó el Guggenheim, creyeron que eso mismo iba a funcionar en todos los sitios.
Ahora los gordos y sanos no solo son los americanos. También a nosotros da gusto vernos. Pero, en el fondo, esas reacciones que retrató Berlanga se siguen dando. Por ejemplo, según la guía que sacó la librería Fuentetaja, en España hay tres o cuatro premios literarios diarios. Cada pueblo tiene que tener la fuente con chorrito, su premio literario y su museo de arte contemporáneo.
Creo que estarás de acuerdo: no juzgamos nada. Solo describimos lo que está pasando.
Es curioso que no haya una reacción ciudadana contra estos disparates.
Hay que tener muy presente que el dinero no es del Estado. El dinero no lo fabrica el Estado. El Estado somos todos, y lo que tendríamos que hacer es exigir cuentas a la Administración, porque como ciudadanos en una democracia solo tenemos dos condiciones: la de votantes y la de contribuyentes.
Godard, en El desprecio, pone en boca de un productor una frase que cambia la dicha por Goebbels. «Cuando oigo la palabra cultura, saco la chequera», dice ese productor. Es verdad. Eso ha pasado, y muchos se han aprovechado de ello. Luego hay quien, con cierto papanatismo, dice que atacan a la cultura, cuando en realidad lo que peligra es su negocio.
En todo caso, hay que perder un poco el concepto sacrosanto de la cultura, y situarla en el nivel que le corresponde: el mismo de la educación y de la sanidad, como mínimo. Además, la cultura mueve muchísimo dinero. En España, las industrias culturales son casi las segundas en ingresos después del turismo.
Con la proyección del español hacia América, hacia Estados Unidos y ahora también hacia Brasil, creo que va a haber una mutación del concepto público de cultura. Por otro lado, los conceptos de gestión cultural que han estado moviéndose hasta finales del siglo XX están finiquitados.
¿Y cuál sería el modelo a seguir? ¿El inglés, quizá?
Es el más libre. Por otra parte, el Reino Unido ha convertido su historia en una industria cultural. Estoy pensando en películas como La Reina y El discurso del Rey, y en series como Los Tudor, Retorno a Brideshead, Arriba y Abajo, Downton Abbey o Las seis esposas de Enrique VIII.
En su mayoría, se trata de producciones de la BBC. Aclaro esto porque, si han de existir una radio y una televisión públicas, el modelo tendría que ser la BBC. Fíjate en cómo funciona. El primero que mete la pata, ya está en la calle. Ya lo comprobamos en su momento con la dimisión de su director general, George Entwistle.
En mi opinión, el límite de lo público, en el campo de los medios de comunicación, sería la BBC. Pero no iría un paso más allá. En cuanto a la cultura, como te decía, tendríamos que fomentar la responsabilidad civil a través de los patrocinios y mecenazgos. Esos mecanismos son los que deben sustituir el burocratismo español, que es verdaderamente asfixiante.
Recuerdo que, en una conferencia, te referías a una encuesta de Media Research realizada en Italia sobre el Decamerón. La pregunta era: «¿Qué es el Decamerón?». El 17 por ciento contestó que es un libro de cuentos. El 25 por ciento dijo que es tipo de autobús. El 32 por ciento contestó que es un departamento con diez estancias. Y el 36 por ciento, respondió que es una marca de vino. Eso pasaba en Italia, pero no creo que en España obtuviéramos mejores resultados con una encuesta similar. Teniendo en cuenta esos datos, ¿no es más sensato invertir en educación en lugar de subvencionar proyectos e instituciones para los cuales no hay un público objetivo?
Sí, esa encuesta era muy significativa. Desde luego, la cultura siempre es una consecuencia de la educación. Sin educación, una persona nunca va a tener la necesidad de mejorar su formación cultural.
A veces, viendo la actitud de los jóvenes, da la sensación de que no hay muchos dispuestos a impulsar un cambio en este sentido.
Tengo sobre mi mesa un recorte de La Vanguardia sobre lo que llaman la generación de goma. Se trata de un artículo acerca de un libro de la periodista alemana Meredith Haff, que en España publicó Alpha Decay. El libro se titula Dejad de lloriquear, y retrata a los nacidos en los ochenta. Te leo lo que dice esta autora: «Mi generación lo ha tenido todo, aunque muy poco que esperar. Ha crecido con más bienestar y ofertas de información y de movilidad que todas las generaciones que la precedieron. Es una generación con una juventud dorada, cuyas perspectivas de futuro a corto y largo plazo son todo menos brillantes». Y añade «Mi generación no se distanció de la política porque, en realidad, nunca estuvo cerca de ella. Nosotros no figuramos en la historia porque, cuando algo importante ocurre, nunca estamos allí. Estamos en Facebook. O de fiesta. O estudiando para un examen. O de becario».
En la misma página del periódico, Kiko Amat escribe una cosa bastante divertida sobre el libro. Déjame que también te la lea: «Esta generación llorica de la que habla Haaf no tiene nombre (no se trata de ni-nis, sino más bien de su versión emprendedora), y podría definirse por su pragmatismo amoral, su abulia, el énfasis demente que otorga a la libertad de escoger, su consumismo bulímico, su déficit de utopías y lo pesaditos que se ponen en internet. Para colmo, la única tribu juvenil que ha excretado han sido los hipsters, subcultura borreguera que se basa en el dinero, lo cool, la rebeldía cosmética y el vaciado de significado. Resumiendo: ni ni-nis ni generación perdida. En mi pueblo teníamos una palabra perfectamente adecuada para este tipo de gente. Bastante malsonante».
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