En su más reciente libro, Plegaria para pirómanos (Páginas de Espuma, Madrid, 2023, 190 páginas), Eloy Tizón mantiene a un personaje que aparece en diversos cuentos y que caracteriza como un escritor que es, al mismo tiempo, un erizo. Ama, admira y envidia –en el sentido estricto de querer ser como alguien y no poder serlo – a un gran escritor que ha sido estimado tardía y póstumamente. Entre tanto, el erizo es un redactor de segunda fila que compone y a veces simplemente corrige unos libretos para la televisión. Según Tizón lo muestra, puede ser considerado un paradigma del literato en nuestro tiempo. Por una parte, es individual, privado, cercano al secreto. Por otra parte, desea ser leído por las multitudes, aunque no a cualquier precio. De lo contrario, prefiere ser ignorado a la espera de tiempos mejores.
No diré la simpleza de que el erizo es el autorretrato de Tizón. Hay que respetar la autonomía de las ficciones. Sin embargo me detengo en la figura del erizo. Es algo o alguien que parece un fragmento mineral pero que es un animal. Se protege erizándose, valga la redundancia, defendiéndose de cualquiera con unos pinchos lacerantes. Finalmente, los expertos hallan exquisita su carne y, por ello, comestible. La agresividad de sus pinchos oculta una ternura perfumada y sabrosa.
En esta simbólica dualidad yace, quizá, la estética de Tizón. En efecto, no es un escritor tópico ni fácil pero tampoco intratable por extravagante. Su producción, simplemente, elocuentemente, huye del lugar común al que todos acuden mas pocos frecuentan. De ahí su preferencia por el cuento antes que por la novela. Ésta pertenece al mundo de la épica, la composición de partes, el desarrollo, la proliferación. Aquél, en cambio, funciona como un poema: instantáneo, concentrado y conciso. El consumo prefiere la novela porque en ella caben las repeticiones y los tiempos muertos, que el cuentista debe eludir si pretende ser fiel a su tarea.
A ello se unen otras cualidades del cuentista Tizón. A veces su virtuosismo puede dedicarse a narrar algo inenarrable. Otras, a confrontar la velocidad de un evento que supera, ampliamente, a la velocidad de la escritura. Incluso es capaz de detenerse y sugerir al lector que no puede proporcionarle todos los elementos de la narración porque no los conoce de modo exhaustivo. Toda esta práctica, desde luego, se evade de la vulgata vigente en nuestra narrativa: temática provista por el periodismo, trilogías y tetralogías sobre guerras y posguerras, series inacabables con las hazañas de un detective, un médico forense o un inspector de policía provincial. Lectores y hasta críticos literarios son, explícita o encubiertamente, partidarios de considerar que el cuento es un género menor respecto de la novela. Lo mismo en cuanto a la escasez de títulos. Dicho más rápido: qué lástima que este señor –llámese Borges, por ejemplo– no escriba novelas sino meros cuentos. O si no: qué lástimas que estos señores no hayan escrito más que un libro de cada clase, como Rulfo, Baudelaire, Rimbaud, Tomasi di Lampedusa y Lautréamont. Qué pena de escasez.
El erizo apuesta por el cuento porque sabe que sólo sabe una parte de la historia. Se evade del lugar común porque, justamente, tiene su lugar propio. No ignora que al principio su contacto pincha. Tampoco que sus calidades perfumadas y sabrosas están ocultas y deben apelar a la pericia del lector. Otro notable cuentista, Julio Cortázar, ya clasificó a los que leen por su actividad o su pasividad. Hay lectores que se contentan con recibir cuanto les diga el escritor, incluso le exigen un mandato. Otros, en cambio, conciben la lectura como algo productivo y escriben por su cuenta en los blancos de la página. Son los que Tizón denomina pirómanos y a los cuales dedica su reciente plegaria.
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