Hay un montón de mitos de la ficción criminal británica que amo y que por su «pintoresquismo» no están funcionando en sus últimas adaptaciones audiovisuales: pienso en Modesty Blaise, que en manos de Tarantino prometía algo importante y que terminó delegando en un triste subproducto de 2004 para deuvedé porque le vencían los derechos; en The Avengers del Fiennes y la Thurman del 1998, que no dio en la diana, ni siquiera conmigo, y eso que los despropósitos siempre me ponen; y si hablamos de El Santo, ya se me cae el alma al suelo… Visto lo visto en ese terreno, con razón mi película favorita de Guy Ritchie es la efervescente y enjundiosa The Man from U.N.C.L.E.
La única película que vi en un televisor durante mi viaje a Seattle hace un mes fue la última adaptación de El Santo. Si hace dos décadas ni Philip Noyce ni Val Kilmer la supieron clavar con el héroe de Leslie Charteris (Duran Duran sí, pero ellos siempre la clavan), sólo podía esperarme lo peor; y si encima ese telefilme llevaba 4 años rodado y sólo los inconscientes de Netflix se han atrevido a estrenarlo, pa’ qué os voy a contar.
Sólo diré que no recuerdo la cara del protagonista y que pasé a cámara rápida todo, menos a Eliza Dushku (por respeto a Bring it on), hasta llegar a una secuencia memorable, por el simple hecho de que reúne a los dos únicos y genuinos Santos de mi infancia: nada menos que a don Roger Moore y a Ian Ogilvy.
Qué grandes exponentes ambos de la cultura frívola que tanto me conmueve y tan trascendente es para mí.
P.D. On any occasion, gimme Moore…
Sinopsis
Un rico banquero contrata al ladrón profesional Simon Templar, también conocido como el Santo, para secuestrar a su hija, pero no todo es lo que parece.
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