Nunca sabremos cómo era el rostro de Jesucristo, uno de los personajes más conocidos y, por ello mismo, más retratado de la historia. Mucho menos, el aspecto de Dios Padre, del cual sólo sabemos que era un varón al cual se le adjudican barbas y una edad de saludable madurez. No obstante, la pregunta queda flotando: ¿qué edad se puede atribuir a un ser eterno, es decir que siempre fue y siempre será, o sea que no puede pasar de una edad a otra?
El asunto tiene su raíz filosófica o, por más afinar, teológica. En sentido estricto, Dios no puede ser un sujeto, es decir estar sujetado por el espacio y el tiempo. Perenne, infinito, omnisciente y omnipotente, ni siquiera se le puede atribuir un nombre. Los filólogos suelen decir que la palabra griega theos significa, justamente, “el o lo que no tiene nombre.”
Naturalmente, estas nociones tan intelectuales resultaron siempre demasiado abstractas como para satisfacer la fe de las mayorías. Por eso, los paganismos decidieron multiplicar el número de las divinidades y darles nombre, apellido y retrato. Bien, pero ¿qué hacemos, entonces, con el Dios de los monoteísmos? Lo más eficaz fue encarnarlo y así se nos aparece el Hombre-Dios en la figura de Jesucristo.
El arte se ha ocupado de darle presencia visible y tangible. Al principio se lo veía en majestad, sentado en algún estrado celestial. Luego se lo mostró como Divino Maestro, dando clase con un libro en el regazo. Siempre se lo vestía con someras túnicas. Pero llegó el humanismo y optó por desvestirlo para exhibirlo como un modelo de ser humano. Jesús debía ser bello para que lo fuera también la humanidad y su hermosura, su santa corporeidad, debía exhibirse en tanto paradigma. Ciertamente, no toda su carnalidad era visible y se ocultaban sus partes genitales con el llamado paño de pudor, salvo en alguna pintura alemana del Cuatrocientos o el Bautisterio de Ravenna, donde el Mesías prescinde de gayumbos y demás lienzos.
Al dar cara al Cristo, es decir al Dios encarnado, cada época le otorgó un rostro conforme a los modelos y modas temporales. El mismo ser del que jamás veríamos el rostro peculiar, podía tener rasgos latinos, eslavos, sajones, escandinavos y hasta indígenas de América. Volviendo al principio: el desafío del arte era dar cara y cuerpo a la humanidad salvada por el taumaturgo nazareno.
El asunto cobró su enésima actualidad cuando Salustiano García presentó su cartel para la Semana Santa de Sevilla. Consiste en el retrato de un lindo muchacho de nuestros días, recién salido de una peluquería donde se han cepillado las guedejas que caen sobre sus hombros, y recortado su bigote y sus barbas. El detalle supuestamente escandaloso es que está desnudo y, sorprendido en tal circunstancia, cubre sus partes con una amontonada sábana, como si acabase de salir de una cama.
¿Es este retrato impúdico y blasfemo? Mirada la historia de los Cristos, desde luego que no. Pero, mirada desde la mirada del pornógrafo, sí porque el fenómeno del impudor excitante está más en el mirón que en el objeto mirado. Si contemplo al Mesías de don Salustiano escrutando la sábana, la blasfemia está servida pero no cabe atribuírsela al cartel sino al escandalizado escopófilo. Pido excusas por el tecnicismo y su pedantería. Es que el rostro de Dios lo merece.
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