Puedes empezar contando aquello de: Felipe II, señor de dos mundos, monarca en cuyo imperio nunca se ponía el sol, azote de herejes, campeón de la leyenda negra que no mandó sus barcos a luchar contra los elementos y blablablablabla…
O puedes decir: Felipe II, en realidad, era hermano de María y de Juana, dos mujeres fascinantes, descendientes de un distinguido linaje femenino. Mujeres que no sólo sabían llevar las riendas del poder. Mujeres sabias, mecenas de artistas, grandes lectoras. Mujeres que nacían con un destino impuesto: ser los úteros en los que germinaban las nuevas dinastías de hombres reinantes y de mujeres procreadoras. Sin más.
Algunas de aquellas princesas, muy pocas, que conseguían sobrevivir a los partos y las infecciones posteriores, en un tiempo en el que se desconocía la existencia de virus y bacterias, a cuatro siglos de la aparición de los antibióticos, elegían vivir sus últimos años a su gusto y placer. Cosa que hizo María, que había sido casada con su primo hermano Maximiliano, que fue emperatriz de Austria y que parió quince hijos. Y sobrevivió. Todo un triunfo, en aquellos tiempos oscuros.
Ya viuda, María decidió regresar a España, a Madrid, junto a su familia primera. Y eligió como residencia el Monasterio de las Descalzas Reales, fundado por su hermana Juana, ya fallecida. Juana, que había sido casada con el heredero al trono de Portugal, la otra gran potencia del momento. Juana, que viuda y recién parida, fue llamada a la corte madrileña y obligada a abandonar a su pequeño bebé, a quien no volvería a ver sino en cuadros, pues debía afrontar el gobierno de España durante la ausencia de su hermano. Una ausencia de cinco años, cuando fue Rey de Inglaterra. Sí, de Inglaterra, mal que les pese a los hijos de la pérfida Albión.
Juana pidió a su hermano no volver a casarse. Y su hermano se lo concedió. Dicen que tomó, en secreto, los hábitos de la Compañía de Jesús, transformándose en la única mujer jesuita de la Historia. Y se construyó un palacio a su medida, transformándolo en convento, el Convento de las Descalzas Reales.
Cuentan que Teresa de Jesús, nuestra santa universal, nuestra doctora de la Iglesia, una de las únicas cuatro doctoras mujeres que tiene la Iglesia Católica, pasó una semana en las Descalzas Reales. Iba, Teresa, camino de Pastrana, llamada por Ana de Éboli, la celebérrima princesa de Éboli, de quien dicen que fue amante del rey. Ana había mandado su propio carruaje para que Teresa no tuviese que andar en borrico por esos caminos de Dios. Ana quería que Teresa fundase uno de sus monasterios en Pastrana, capital de los Príncipes de Éboli. Teresa podría haberse alojado, durante su estancia madrileña, en algún convento de su orden, pero decidió pasar una semana en compañía de esa gran dama espiritual que era Juana, la hermana pequeña de Felipe.
Cuentan que congeniaron, que se intercambiaron confidencias y sentires y que, tras su partida, Teresa dejó no pocos manuscritos suyos en la biblioteca conventual de Juana.
Cuando María regresa de Austria, y se instala en las Descalzas Reales, lee, entre otras muchas cosas, aquellos manuscritos teresianos. Y queda fascinada. Se informa, pregunta y, así, se entera que el Santo Oficio, la temible Inquisición, tiene incautada toda la obra de Teresa, impidiendo su difusión. Y María no duda un momento. Pide audiencia a su muy ocupado hermano para solicitarle que interceda a su favor, que medie en el conflicto, que presione al Inquisidor General. Que, por muy poder temporal que sea Felipe, a nadie se le escapa que sus palabras son ley, aquí y en Roma, nunca más a propósito dicho. Y Felipe intercede. Y María, la muy poderosa María, financia la edición princeps de la obra completa de Teresa, encarga a fray Luis de León la redacción de una biografía sobre la mística abulense y apoya, personalmente, el proceso de beatificación de aquella monja única, irrepetible.
Esto, que ahora gustan llamar «sororidad», es lo que toda la vida de Dios ha venido a ser «mujeres que ayudan a mujeres». No es nada nuevo. Es algo habitual. Muy habitual. Solo que, emperrados en contar batallas, luchas de poder, enfrentamientos y conquistas, los historiadores suelen olvidar que hay otra Historia, fascinante, igualmente verdadera, que habla de construir, de tender puentes, de evolucionar. Y todo, con una única armadura: el poder de la palabra. El poder de la palabra escrita por mujeres.
Imagen superior: «Santa Teresa de Jesús», de José de Ribera (1640-1645)
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