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El juego de la muerte

En los años sesenta, el sociólogo Stanley Milgram (1933-1984) ideó un experimento para responder a la pregunta que durante años se venían haciendo muchos: ¿Cómo era posible que tantos millones de personas hubieran sido cómplices del Holocausto nazi? ¿Se podía justificar que sólo estaban siguiendo órdenes? ¿Se les debía acusar a todos de ser cómplices?

El experimento consistía en escoger a dos personas normales para resolver un cuestionario. El experimentador les explicaba que una de las personas sería el examinador y la otra respondería a las preguntas desde otra habitación; de este modo, examinador y examinado sólo tenían comunicación por voz.

Si el examinando fallaba, el examinador tenía que administrarle una descarga eléctrica accionando una palanca. Tras cada fallo, la tensión a aplicar aumentaba en 20 voltios, hasta alcanzar los 460 voltios al final del experimento.

Lo que el participante que hacía de examinador no sabía era que quien respondía a sus preguntas no era otro participante como él, sino un actor involucrado en el experimento y en acuerdo con los investigadores: las descargas eran un montaje para medir el grado de obediencia a la autoridad, en este caso al equipo científico que hacía el experimento.

El resultado fue que un 60% de los participantes llegaba hasta el final. El experimento se ha repetido a lo largo del tiempo en diferentes ámbitos, incluidos los laborales, con similares resultados.

En una vuelta de tuerca más, en 2009, el productor de televisión francés Christophe Nick organizó el experimento de Milgram en formato de concurso televisivo, La zona extrema (La zone Xtrême): el concursante “trampa” debía responder a las preguntas desde un módulo cerrado, mientras que el sujeto del experimento debía activar la palanca de electrocución cada vez que aquél cometía un fallo.

A los participantes se les invitaba a la puesta a punto del concurso, no al concurso en sí. Es decir, se trataba de ensayos para el futuro programa y no recibirían premio alguno, sólo 40 euros por prestarse a colaborar. De este modo, quedaba excluida toda justificación basada en la recompensa económica.

El resultado: un 80% de los concursantes estaba dispuesto a torturar, cuando no a matar, a una persona desconocida en un plató de televisión.

Y decir «dispuestos a matar» es literal: en un momento dado, los concursantes dejan de escuchar los gritos de quien supuestamente recibe la descarga eléctrica y ya no se vuelve a registrar ninguna contestación a las preguntas. El silencio se considera fallo, así que el concursante debe aplicar una nueva descarga, pero tampoco hay gritos ya; todo es silencio a partir de entonces, a pesar de que se siguen aplicando descargas cada vez más fuertes.

Sin embargo, ante las lacónicas exhortaciones de la presentadora quien, con encomiable gesto frío y voz plana, les hace ver que toda posible responsabilidad recae en el programa y no en ellos, el concursante de turno sigue activando descargas hasta el final; el hecho de cumplir órdenes, «hacer su trabajo», basta para suprimir el contenido ético de las acciones.

Prácticamente todos los concursantes alegaron haber tenido problemas de conciencia en buena parte del concurso, pero se sentían auténticos títeres, incapaces de desobedecer a la presentadora y al público que les animaba. Público que, por otra parte, era también puesto a prueba, pues nadie sabía que era un experimento y todos tenían la idea de estar asistiendo a un acto real de descargas eléctricas.

Sólo nueve concursantes de un total de ochenta renunciaron a seguir la tortura antes de los gritos de dolor extremos; cuando los gritos ya resultaban alarmantes, otros siete concursantes renunciaron a seguir las órdenes de la presentadora. El resto llegó hasta el final, aplicando 460 voltios a alguien que ellos vislumbraban desfallecido por el sufrimiento.

Muchas de aquellas personas, en su vida diaria, son ejemplo de civismo y cordialidad. Esto es lo que confirma un nuevo estudio publicado en la revista Journal of Personality, que, en un nuevo acercamiento al concurso ficticio, concluye que las personas más agradables son las que están dispuestas a provocar el mayor daño a las víctimas de un determinado escenario. La explicación: no quieren alterar a las personas de su entorno por el hecho de ir contra sus órdenes.

Están dispuestas a perjudicar a terceros si con ello conservan una buena imagen ante aquellos con quienes se sienten comprometidos en alguna forma. Paradójicamente, las personas con rasgos considerados antisociales son las que se niegan a continuar una acción dañina, precisamente porque, según el estudio, están dispuestas a sacrificar su imagen de popularidad, es decir, sobreponen un valor ético a la estimación de quienes les rodean.

En el experimento original de Milgram, uno de los participantes le envió, años después, una carta de agradecimiento, pues aquella experiencia le cambió la vida hasta tal punto de que, al comenzar la guerra de Vietnam, estaba dispuesto a no incorporarse al llamamiento a filas y asumir todas las consecuencias: «Fui un participante en 1964, y aunque creía que estaba lastimando a otra persona, no sabía en absoluto por qué lo estaba haciendo. Pocas personas se percatan cuándo actúan de acuerdo con sus propias creencias y cuándo están sometidos a la autoridad. […] Permitir sentirme con el entendimiento de que me sujetaba a las demandas de la autoridad para hacer algo muy malo me habría asustado de mi mismo […] Estoy completamente preparado para ir a la cárcel si no me es concedida la demanda de objetor de conciencia. De hecho, es la única vía que podría tomar para ser coherente con lo que creo. Mi única esperanza es que los miembros del jurado actúen igualmente de acuerdo con su conciencia».

Esta reacción también se dio en el documental que recoge la citada experiencia televisiva, Le Jeu de la Mort (France 2, 2010), al final del cual aparecen los testimonios de aquellos que, aún sorprendidos y sobrecogidos por lo que acaban de hacer, se sienten agradecidos porque se les ha permitido tomar conciencia de hasta dónde podían llegar cuando jamás habrían pensado ser capaces de algo así.

Dan gracias por haber descubierto su lado más oculto e impensable, el de poder convertirse en torturadores sin ni siquiera motivo alguno, sólo el de la incapacidad de desobedecer a una presentadora de televisión.

El jefe de los psicólogos que participaban en el concurso lo explica, también al final del documental: «Antes hubo la masa de fieles, la masa de trabajadores o la masa de soldados. Ahora también hay una masa formada por individuos televisualizados, porque han sido fabricados con el mismo molde, con la misma publicidad, con las mismas series, con los mismos concursos y los mismos programas. Y esa masa está controlada en su forma de pensar, en sus actitudes, en su comportamiento. Yo a eso lo llamo totalitarismo. Lo aceptamos porque no nos pegan ni nos meten en la cárcel. Así es».

Stanley Milgram concluía su ensayo sobre el experimento, Los peligros de la obediencia, con la siguiente reflexión: «Hasta Eichmann se enfermaba al visitar los campos de exterminio, pero durante casi todo el tiempo estaba sentado escribiendo órdenes. El hombre que, en el campo de concentración, echaba el Ciclón-B en las cámaras de gas podía justificar su conducta diciendo que se limitaba a cumplir órdenes superiores. Así, existe una fragmentación del acto humano total; nadie se enfrenta a las consecuencias de haber decidido ejecutar un acto infame. La persona que asume la responsabilidad se ha evaporado. Quizá sea éste el rasgo más común del mal socialmente organizado en la sociedad moderna. Pero las implicaciones de nuestro estudio se aplican igualmente en situaciones menos extremas. Así, el conflicto entre conciencia y autoridad sólo en cierta medida es un problema filosófico o moral. Muchos sujetos del experimento comprendían, por lo menos en el plano teórico de los valores, que no debían seguir, pero no fueron capaces de traducir en actos su convicción. No se necesita una persona mala para servir en un mal sistema. La gente común se integra fácilmente en sistemas malévolos».

Precisamente, esa cualidad de gente común es lo que aterró a Hannah Arendt cuando descubrió que Eichmann no era un monstruo; y, precisamente, el reconocimiento de que Eichmann era como todos los demás, un ser vulgar y anodino, es lo que aterró a la sociedad que no perdonó a Arendt desvelar, en su estudio Eichmann en Jerusalén, al monstruo que todos llevamos dentro.

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.

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