Ray Bradbury fue un escritor excepcional. Sus ficciones, sobre todo los cuentos, son imaginativos y sentidos, con una elegante prosa que irradiaba ironía y melancolía a partes iguales. En cada una de esas condensadas pero potentes píldoras literarias, Bradbury roe los huesos de la sociedad hasta revelar el tuétano de la realidad. Todas sus historias comparten una fracción de su sabiduría, extraída de la contemplación y la meditación sobre la naturaleza humana, muchas veces describiendo desastres que podrían haberse evitado de no habernos comportado como individuos corruptos o consumidos por nuestras pasiones. Una y otra vez expone una situación pura y deseable que, de alguna forma, el hombre corrompe con su estupidez. Los suyos son cuentos que desfilan por la estrecha línea que separa la misantropía de la esperanza en una redención colectiva.
Quizá por ello Bradbury dirigió su mirada hacia las estrellas. Creía que el hombre estaba arruinando la Tierra, así que buscaba la forma de ofrecerle un nuevo comienzo. Es el caso de los cuentos que componen Crónicas marcianas y otros no incluidos en esa compilación pero en los que Marte juega también un papel importante. El Planeta Rojo representaba para él la pureza, un lugar desértico en el que el hombre podría recuperar su inocencia y sus mejores virtudes para ascender a un plano superior como especie. Aunque muchos de esos cuentos dejan en muy mal lugar a los colonos terrestres, que reproducen en el nuevo paraíso los mismos errores que cometieron en la Tierra, al final puede vislumbrarse un destello de esperanza en la solidez de los vínculos familiares y el regreso a una vida más sencilla.
Los cuentos de Bradbury se encuentran entre la mejor narrativa corta de su generación, algo que queda demostrado no solo por la continua reedición de su obra y las alabanzas recibidas durante décadas por los críticos de todo ámbito, sino en su adaptación a otros medios. No fue Bradbury un autor que tuviera que aguardar muchos años para que su ficción fuera apreciada. Ya en 1950, la emisora NBC produjo una serie de dramas radiofónicos de media hora, Dimension X, que adaptaban las mejores historias de autores ya entonces de renombre y entre los que se contaban Isaac Asimov, Robert A. Heinlein y Ray Bradbury. Tras su finalización en 1951, se produjo otro programa similar entre 1955 y 1957, titulado X Minus One (resucitado y modernizado entre 1973 y 1975, con adiciones de autores como Clifford D. Simak, Robert Sheckley o L. Sprague de Camp).
A primera vista, resulta llamativo que Bradbury sea considerado uno de los grandes maestros de la ciencia ficción. Al fin y al cabo, los únicos libros que escribió plenamente insertos en el género fueron tres: la ya mencionada Crónicas marcianas (1950), Fahrenheit 451 (1953) y El hombre ilustrado (1951). Ello nos dice mucho tanto del talento de Bradbury como creador como de la huella que dejaron esos tres títulos en la memoria y el corazón de generaciones de lectores. Ya traté en sus respectivos artículos las dos primeras obras y a ellas me remito. En esta ocasión repasaré su otra gran compilación de cuentos de ciencia ficción, El hombre ilustrado.
Cuando apareció El hombre ilustrado, Bradbury ya había cosechado un éxito importante un año antes con Crónicas marcianas. Desde 1946, sus cuentos habían ido apareciendo en varias cabeceras, y aunque su primera antología, Dark Carnival, data de 1947, fue publicada por Arkham House, la editorial especializada en terror y fantasía fundada por August Derleth y Donald Wandrei, que en esos momentos estaba atravesando una seria crisis financiera y no pudo darle la proyección que merecía. La reputación de Bradbury quedaría asegurada para la posteridad ya en 1953, cuando se publicó Fahrenheit 451.
Excepto uno de ellos, los dieciocho relatos que componen esta antología no fueron escritos específicamente para la misma sino que habían sido publicados anteriormente en diversas revistas (The Saturday Evening Post, Planet Stories, McLean’s…) y, por tanto, carecen de un tema unificador subyacente.
El recurso narrativo utilizado por Bradbury en El hombre ilustrado es similar al que utilizó en Crónicas marcianas: unir historias diversas y sin un nexo común cuando se crearon y publicaron originalmente mediante una excusa, en este caso, el encuentro entre el narrador y un vagabundo con el cuerpo tatuado mientras el primero está acampando en Wisconsin.
El desconocido le enseña sus tatuajes y le cuenta que se los hizo una mujer que afirmaba ser una viajera temporal. Se ha ganado la vida en ferias ambulantes de monstruos pero siempre acaba despedido y rehuido por la gente a causa, precisamente, de los tatuajes que fascinan al público. Según dice, tras cierto tiempo contemplándolos, esos dibujos grabados en la piel cobran vida y cuentan historias. Cuando el “hombre ilustrado” se queda dormido, el narrador lo observa atentamente y, efectivamente, ve cómo las líneas y manchas de su cuerpo van dando forma a historias que él pasa a transmitir al lector.
“La pradera” (1950) es uno de los cuentos más famosos no sólo de El hombre ilustrado sino de toda la extensa obra de Bradbury. Dos niños disfrutan de un cuarto de juegos de avanzadísima tecnología que sus padres han construido para ellos en su casa automatizada. Por motivos bastante siniestros, los infantes están obsesionados con sumergirse en una proyección holográfica particular que recrea una calurosa tarde en la sabana africana, con leones aproximándose cada vez más a ellos. Pero cuando los preocupados padres tratan de prohibirles el acceso al cuarto de juegos temiendo una obsesión malsana, se crea una situación explosiva que saca lo peor de los niños. Es un cuento inquietante que anticipa en más de tres décadas lo que luego nos mostraría Star Trek: La Nueva Generación en su holocubierta. También puede leerse hoy como una profecía de los problemas de la juventud moderna (y de muchos adultos) y su adicción a la tecnología.
En “Caleidoscopio” (1949), una nave es destruida por una lluvia de asteroides y deja a sus tripulantes flotando indefensos en el vacío espacial, separándose rápidamente unos de otros, sin control alguno sobre su dirección y sin esperanza de rescate, aunque aún pueden escucharse y hablar por radio. La historia se centra en Hollis, que está condenado por la gravedad a caer a la Tierra y calcinarse en la atmósfera. Enfrentados a sus inminentes e inevitables muertes, los astronautas sacan a la luz sus conflictos y resentimientos antes de despedirse para siempre.
“El otro pie” (1951) es una especie de versión alternativa de Crónicas marcianas en la que el Planeta Rojo ha sido colonizado por hombres y mujeres negros que huyeron de las tensiones raciales que sufrían en la Tierra. Tras dos décadas de vida apacible y próspera, llegan noticias de que un cohete con blancos a bordo está a punto de llegar. La perspectiva despierta los peores instintos de los nuevos marcianos, que rápidamente dan forma a un sistema segregacionista en el que ellos serán la raza dominante. Pero cuando efectivamente aterriza el cohete y se enteran por sus tripulantes de que la Tierra ha quedado destruida por una guerra nuclear, deciden superar los prejuicios y odios del pasado y ayudar a todos los supervivientes que sea posible.
En “La autopista” (1950), Hernando vive apaciblemente a la orilla de una carretera en México, desde donde un día observa un inusual tráfico de vehículos que parecen huir de Estados Unidos. Después, nada. El conductor del último coche le informa de que ha estallado la guerra atómica y que es el fin del mundo, a lo que Hernando pregunta a su burro: “¿Qué quieren decir con “el mundo”?”.
En “El hombre” (1948), el cohete del capitán Hart aterriza en un planeta cuyos habitantes no parecen sentir demasiado interés por los recién llegados. Averiguan que es porque el día anterior un personaje mucho más relevante les robó el protagonismo: un mesías religioso (que, aunque no se menciona, es a todas luces el Jesús cristiano). Esa figura abre una brecha entre los tripulantes: algunos sospechan que puede tratarse de un truco orquestado por un rival para asegurarse los derechos de explotación mineral de ese mundo; y otros, que se trata efectivamente, del auténtico Jesús.
En “La larga lluvia” (1950), la tripulación de una nave terrestre naufraga en la superficie de Venus e inicia un viaje para llegar al único refugio disponible construido por humanos, la Bóveda del Sol. Sin embargo, la incesante lluvia les llevará a ir sucumbiendo paulatinamente a la locura y el suicidio.
En “El hombre del cohete” (1951), una familia ha de soportar las continuas y prolongadas ausencias del padre, piloto de astronaves. Este hombre se siente irresistiblemente atraído por la experiencia de viajar por el espacio, pero mientras se encuentra lejos añora a su esposa e hijo. La tensión causada por esos contradictorios sentimientos culminará en un trágico desenlace que hace de este cuento el más triste de toda la antología.
“Los globos de fuego” (1951) es un relato bastante extraño en el que un grupo de sacerdotes episcopalianos deciden viajar a Marte y predicar a los nativos. El padre Peregrine está obsesionado con la idea de averiguar si alguna de las dos razas marcianas, que se manifiestan como esferas azules de energía, son inteligentes y, por tanto, poseen alma. En la deliciosa conclusión, los globos marcianos le conminan al padre a que se marche e invierta sus esfuerzos en criaturas más necesitadas que ellos.
En “La última noche del mundo” (1951), se acerca el Fin, anunciado en los sueños de todo el mundo para el otoño de 1969. Con total serenidad y antes de irse a la cama por última vez, un hombre y su esposa discuten lo que va a significar la experiencia final para ellos: “¿Sabes? Te perderé a ti y a las chicas. Nunca me gustó la ciudad, ni mi trabajo, ni nada, excepto vosotras tres. No me faltará nada más. Salvo, quizá, los cambios de tiempo, y un vaso de agua helada cuando hace calor, y el sueño”.
En “Los desterrados” (1949), los miembros de una expedición a Marte experimentan alucinaciones, pesadillas y misteriosas muertes ya desde antes de salir de la Tierra ya hasta que se aproximan a su destino. Allí descubren que tras la gran purga que sufrió la literatura de género fantástico (se destruyeron los libros de Poe, Machen, Bierce, Lovecraft e incluso Dickens y Shakespeare) en nombre de una nueva era más racional y científica, sus grandes autores escaparon y viven exiliados en Marte para siempre en tanto en cuanto uno solo de sus libros haya sobrevivido. Se trata de un melancólico y encantador cuento que parece estar inserto en el mismo continuo temporal que el relato “Usher II” (incluido en Crónicas marcianas) o Fahrenheit 451. La preocupación de Bradbury, un hombre que desconfiaba del futuro, no era completamente altruista porque la censura de autores practicantes del género fantástico le habría sin duda afectado también a él. Con esta sátira golpea al corazón controlador de la censura y al racionalismo a ultranza.
En “Ninguna noche o mañana particular” (1950), el tripulante Hitchcock, a bordo de una nave inmersa en un largo viaje en el espacio profundo, empieza a mostrar síntomas de locura cuando se niega a creer en la existencia de nadie o nada que no tenga justo delante de sus ojos. Los intentos del psiquiatra de a bordo por tratarle no hacen sino desencadenar una tragedia.
En “El zorro y el bosque” (1950), William y Susan Travis huyen de una terrible guerra que se libra en el año 2155, viajando hacia atrás en el tiempo hasta un pueblo mexicano de 1938. No tardan en descubrir que uno de sus enemigos les ha seguido y amenaza con repatrirarlos forzosamente. Una historia excelente aun cuando la paradoja temporal no termina de funcionar bien.
En “El visitante” (1948) nos encontramos con un planeta Marte utilizado como zona de aislamiento para aquellos aquejados de enfermedades incurables y contagiosas. Un día, llega allí un nuevo paciente, Leonard Mark, un psíquico capaz de conjurar mentalmente en el cerebro de otros imágenes sorprendentemente reales de lugares, personas y acontecimientos de la Tierra. ¿Serán capaces los parias de Marte de compartir pacíficamente el don del recién llegado o se matarán unos a otros por los derechos exclusivos del mismo?
En “El mezclador de cemento” (1949), el desganado soldado marciano Ettil Vrye cree que la invasión de la Tierra es una empresa fútil. De algún modo, se ha hecho con una colección de revistas pulp y ha aprendido de ellas que, en la ficción de los humanos, los marcianos siempre pierden la guerra gracias al ingenio y recursos de sus adversarios. Pero no tiene más remedio que unirse a la fuerza de invasión y, cuando ésta llega a nuestro planeta, se encuentra con una especie humana que se rinde y les da la bienvenida. A través de un productor cinematográfico, Ettil se da cuenta de que, contra lo que parece evidente, la caída de la civilización marciana está servida.
“Marionetas, S.A.” (1949) es otro ejemplo de la imaginación y destreza narrativa de Bradbury. La historia gira alrededor de un hombre que desea tomarse unas vacaciones de su dominante esposa. Conversando sobre su problema con un amigo, éste le da la solución: una réplica perfecta de sí mismo fabricada por una compañía que promete dar a sus clientes un duplicado indistinguible del original. Así, él podría abandonar el hogar y dejar en su lugar y sin que la esposa se de cuenta, a su doble. Por supuesto, el engaño tendrá sus consecuencias…
En “La ciudad” (1950), una enorme ciudad automatizada construida en un planeta lejano por los supervivientes derrotados de una guerra largo tiempo olvidada contra los humanos, espera veinte mil años para cobrarse la venganza tanto contra los tripulantes de un cohete de la Tierra que llega allí como contra su mundo de origen, utilizando misiles cargados con armas biológicas.
En “La hora cero” (1947), los niños de todo el país están obsesionados por un nuevo y complicado juego, “Invasión”. Una madre empieza a sospechar que esa actividad aparentemente inocente esconde algo muy siniestro.
En “El cohete” (1950) conocemos a Fiorello Bodoni, humilde propietario de un desguace, que sueña con volar al espacio en un cohete. Ha conseguido ahorrar suficiente dinero para comprar un solo billete, pero su mujer y sus hijos también anhelan ir y, además, el negocio necesita nuevo equipamiento. Cuando se le presenta la oportunidad de comprar a precio de saldo un cohete en desuso, Bodoni idea una encantadora solución a su dilema.
Cualquiera que haya leído mínimamente la ficción de Bradbury sabrá que su interés jamás residió en la descripción puntillosa de la tecnología ni la lealtad a los principios o hechos científicos establecidos. Ya entonces se sabía que de ningún modo podría aterrizarse en Marte como sin nada y ponerse a cultivar pastos en una granja (las especulaciones sobre un Venus acuático, por el contrario, no serían desmentidas hasta los años sesenta).
No, el interés de estos cuentos reside en su imaginación, su bella prosa y su profundo humanismo teñido de melancolía cuando no pesimismo. En ellos encontramos, por supuesto, algunos temores propios de la época en que fueron escritos, como la guerra nuclear o biológica, los prejuicios raciales o los errores que podrían cometerse en la colonización de otros planetas o en el primer contacto con especies alienígenas. Esos cuentos sirven como testimonio histórico del sentir de unas gentes en una época determinada: los norteamericanos de la era atómica. Pero también hallamos en estas narraciones y enfocados desde el humor y la sátira al terror o la tragedia, temas que han permanecido desde entonces y de una u otra forma en la ciencia ficción: los peligros del abuso de la tecnología en la juventud, los viajes espaciales y la colonización de otros mundos, la supresión de la libertad artística, la exploración de Marte, los androides indistinguibles de humanos, los niños perversos, las inteligencias artificiales, los entornos virtuales o las invasiones extraterrestres.
Y, más allá de eso y quizá más importante, casi todos los cuentos exploran con exquisita sensibilidad algún aspecto de la naturaleza humana: cómo afrontamos la muerte cierta e inminente; la forma en que tratamos a quien es diferente; la codicia, el egoísmo y el ansia por alcanzar el poder; la búsqueda de lo trascendente y nuestra incapacidad para reconocerlo cuando lo encontramos; el amor por la familia; el drama de quienes no pueden conciliar familia y trabajo, el fundamentalismo religioso…
Ninguno de los cuentos de esta antología puede considerarse superfluo o repetitivo, aun cuando algunos toquen los mismos temas porque Bradbury siempre se las arregla para idear una iteración diferente e intrigante que mantiene al lector pendiente del desenlace. Evidentemente, no todos tienen la misma calidad o interés y el marco general del vagabundo tatuado no funciona como hilo conductor tan bien como Bradbury pretendió, pero sí están todos bellamente escritos y animan al lector a reflexionar y sentir.
Junto a Crónicas marcianas y Fahrenheit 451, El hombre ilustrado completa el triplete de obras que consagraron a Bradbury como uno de los principales escritores del género, demostrando de paso que el cuento podía ser tan válido como una novela a la hora de construir visiones del futuro. Setenta años han pasado desde su primera publicación, y aunque algunos aspectos son evidentemente deudores de su época, no ha perdido vigencia. Saborear esta colección de relatos es como embarcarse en una aventura hacia el futuro en la que todo puede suceder y en la que se mezcla la tragedia con la esperanza, la crudeza con la dulzura. De acuerdo con la sensibilidad de cada cual, se encontrará mayor deleite en un cuento u otro, pero lo que es seguro es que algunos de ellos dejarán una huella indeleble en la memoria.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.