“Juventud, divino tesoro,/ ya te vas para no volver…” Así rezan unos versos de Rubén Darío que muchos aprendimos de memoria en nuestra juventud, pensando que éramos una raza, como dice otro poeta, Jean Cocteau. Eso de envejecer, precisamente, era cosa de otra raza, la raza de los viejos. Luego, al alcanzar esa “alteración racial” comprendimos que convenía matizar las cosas.
En efecto, todos somos jóvenes alguna vez y todos dejamos de serlo. Corrijo: todos y todas. Es cierto que alguna cultura contemporánea intenta juvenilizar a todo el mundo sobre la base de gimnasios, quirófanos de cirugía estética, tintes capilares y modas informales a cualquier edad. Nada impide que el número de años vividos sea el que debe ser.
Entonces: la juventud es un estado de la vida, no una condición permanente del sujeto, como el sexo, el color de la piel o, eventualmente, la condición social. Esto va dicho a propósito de la cuestión juvenil como tema de discusión social y, al cabo, también política. Si hablamos de los problemas juveniles como el paro, la inestabilidad laboral, la formación profesional y la vivienda, estamos haciendo algo transversal y, si se quiere, escasamente social. Los problemas de vivienda, por ejemplo, no son los mismos para los jóvenes de clase alta y los jóvenes de las Villas Miseria. Lo mismo en cuanto a los demás índices. Antes que la condición de edad está la condición social. Es cierto que los jóvenes proletarios, burgueses y marginales habrán de envejecer por igual pero no de la misma manera y al mismo precio.
A menudo, la historia ha enaltecido la juventud como una clase privilegiada de nuestra especie, cuando no es clase ni mucho menos privilegiada. En la Europa interbélica, es decir entre las dos partes de la guerra mundial, hubo una ola de juvenilismo, sobre todo entre los movimientos de la familia fascista. El joven era el superviviente de la guerra de 1914/1918 pero, además, era el deportista en tiempos que consideró Ortega y Gasset como de una concepción deportiva del Estado. Y era, para colmo, el soldado de cualquier guerra por venir, la guerra contra el capitalismo financiero internacional, el bolchevismo, la masonería y los judíos. Se elogió, entonces, al joven varón, modelo de la hermosura de la especie según los cánones de la escultura clásica. Es decir que la juventud exaltada por los fascismos tenía parcialidad de raza y de sexo, la blancura ya la virilidad.
El privilegio y la exaltación tuvieron un final trágico. Los bellos y modélicos chicos de 1919 fueron enviados al frente de batalla de 1939, cuando empezó una contienda cuyo precio en vidas llega a los cincuenta y cinco millones. Vale la pena recordarlo cuando hacemos memoria, igualmente, de otras eclosiones de juvenilismo más cercanas: la de los años de 1960, con la cultura beat y el mayo francés, las primaveras árabes a comienzos de nuestro siglo y el 15-M de 2011. Aquellos veinteañeros se acercan hoy a la cuarentena y el deber ser de sus años ya no es la mocedad sino la madurez. Entre tanto, los ricos siguen siendo ricos y los pobres siguen también siéndolo.
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