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La maledicencia

Aunque ahora apenas se usa la palabra maledicencia, su existencia parece probar que se creó porque aquello a lo que se refiere era bastante frecuente, tanto como para merecer una palabra propia. Maledicencia: hablar mal de los demás.

Sería agradable pensar que la palabra que describe el vicio de hablar mal ya no se emplea debido a que ha desaparecido el vicio, pero me temo que la verdadera razón de su poco uso es que “hablar de los demás” es casi equivalente a “hablar mal de los demás”. Del mismo modo que la crítica parece identificarse siempre con crítica negativa, sólo se habla de los otros para hacerlo mal. Conozco a algunas personas que incluso cuando elogian algo en realidad están criticando lo que no es como esa cosa que elogian.

Si fuese cierto aquello de que cuando hablan mal de ti se oye un zumbido, el mundo entero se hallaría hora tras hora y minuto tras minuto sumergido en un continuo zumbar, de tal modo que las orejas comenzarían a vibrar como alas de pájaro y con tanto movimiento acabarían desprendiéndose y cayendo al suelo.

Hablar mal de los que hablan mal de los demás, como hago yo aquí, supone tal vez una paradoja, puesto que estoy haciendo lo que repruebo. Cierto.

Uno de los problemas de los maledicentes es que son en gran medida rehenes de aquellos a los que critican, pues sus vidas están demasiado pendientes de los errores ajenos, y sus mentes demasiado obsesionadas por buscar una nueva grieta en la que hundir la piqueta y pasarse unas cuantas horas demoliendo el terreno ajeno, en vez de edificar uno propio.

Y claro, eso mismo me sucede a mí al hablar de los maledicentes. Así que, para no ser rehén de ellos, para no ser vencido al vencer a mis enemigos, seré muy breve, pues ya se sabe que el veneno puede curar siempre y cuando se inocule sólo una dosis diminuta: una muestra del bacilo de la gripe te inmuniza contra la gripe, pero demasiado veneno te mata, o al menos te contagia.

Si hablo de los maledicentes es sólo como legítima defensa. Su manera de ser y de comportarse está tan extendida y es tan universalmente aceptada que quienes no gustamos de sus hábitos somos vistos como hipócritas. Al parecer, sólo hay dos opciones:

1) Hablar mal de los demás

2) No hablar mal de los demás… y por tanto ser un hipócrita.

Yo creo que existen más posibilidades, al menos una más: no hablar mal de los demás y no ser un hipócrita. Y tampoco un santo, ni un aspirante al paraíso de los bobos, al trono de los ingenuos o a la legión de los que no tienen sangre en las venas.

Por supuesto que yo también hablo a veces mal de los demás, pero la diferencia es que lo hago sólo a veces. Cuando se es maledicente sin descanso, en realidad ya no se dice nada. Si uno está todo el día calificando a sus compañeros de trabajo, a los políticos o a los otros conductores de idiotas, estúpidos, descerebrados, hijos de puta, indeseables, tontos, inútiles, etcétera, entonces es como si ya no dijera nada. Mi opinión es que hay reservar los insultos para las grandes ocasiones.

En definitiva, lo que yo pido es un cierto sentido de la proporción. Describir a alguien como hijodeputa no significa nada si aplicamos esa descripción a varias personas a lo largo del día. Se convierte en algo completamente plano y carente de significado. Es una cuestión de grado, de medida, y, como le dije a un amigo hace un tiempo, hablar mal de los demás, insultar, denigrar y detestar a todo y a todos sin descanso expresa más cosas acerca de quien lo hace que acerca de aquellos a quienes se dirige el insulto.

Una mente que se ocupa tanto de los demás, de lo malo de los demás, está diciendo mucho acerca de sí misma, de su manera de moverse por el mundo, de su tolerancia y flexibilidad, de su soberbia y de su egocentrismo en el peor de los sentidos. De lo que busca y, por tanto, de lo que encuentra. Porque uno suele encontrar lo que busca.

En descargo de los maledicentes, hay que admitir que su actitud no siempre nace de su propio fondo moral, emocional o intelectual, sino que está fuertemente condicionada por un hábito que, al menos en España, está tan extendido que es ya una moda, por no decir que es sencillamente una tradición.

Una moda o una tradición que ejerce una presión indudable sobre todos nosotros, puesto que en muchos lugares y situaciones parece exigirse hablar mal de los otros para socializar bien. En ocasiones, si no lo haces, incluso te miran mal: “No tienes opiniones, eres un hipócrita, no observas la realidad o quieres edulcorarla, te las das de santo, te falta carácter”, etcétera.

Al parecer, en otros países, al menos en el trato cotidiano, se da menos maledicencia y menos mala leche. No sé si es cierto o no. Y no sé si detrás de ello habrá hipocresía o no. Pero quizá sea necesario recordarles a los partidarios de la autenticidad que la hipocresía y el fingimiento son a menudo virtudes sociales tan importantes como la cortesía. Supongo que lo mejor es no ver la vida como un maledicente, pero, en caso de que suceda así, me parece recomendable un poquito de hipocresía, al menos para disminuir el estrés, la simpleza y la fatiga de oír siempre las mismas cosas y el mismo tono en tantas conversaciones.

Y de pronto me detengo. No estoy siendo breve. Debo terminar ya. ¿Me habré contagiado?

El diablo y la maledicencia

Para sacar la contraria y mostrar cierta imparcialidad en estos momentos de felicidad tras unos días horribles, me permitiré citar a un Papa, a Juan Pablo I.

Albino Luciani (Juan Pablo I) era un hombre excelente que no tuvo tiempo para mostrar si habría sido un buen Papa, si estaría a la altura de los dos que le dieron nombre (Juan XXIII y Pablo VI), puesto que sólo fue Papa durante 33 días.

Antes de ser Papa, Luciani escribió una deliciosas cartas dirigidas a todo tipo de interlocutores, como Mark TwainChesterton o el propio Jesucristo. Me gustan muchísimo y estoy de acuerdo en muchísimas cosas. En algunas no estoy de acuerdo porque sería pedir un imposible que un Papa estuviese de acuerdo con todas mis ideas: si así fuera, la Iglesia católica ya no existiría. En consecuencia, si no presto mucha atención a algunos detalles y paso de largo ciertas cuestiones, las cartas de Albino Luciani son una maravilla.

En la carta que Luciani dirige a Pavel Ivánovic Cicikov, el pérfido protagonista de Las almas muertas de Gogol, cita a una hermana de la Caridad del siglo XVII, Magdalena de Lamoignon.

“Al leer las sátiras de BoileauMagdalena de Lamoignon le dijo que las encontraba hirientes. Boileau le respondió que intentaría no serlo tanto pero que al menos se le diese la oportunidad de atacar en sus sátiras al Turco, ‘enemigo acérrimo de la Iglesia’. Ni siquiera eso le pareció bien a Magdalena.

‒Me dejaréis al menos hacer una sátira contra el diablo ‒sonrió Boileau‒, no negaréis que se la merece.

‒El diablo ya está bastante castigado. Tratemos de no hablar mal de nadie, para no correr el riesgo de acabar como él».

Comentario en 2013

Curiosamente, poco después de que el brevísimo (33 días) Papa Luciani obtuviera el cargo, confesó a su amigo Germano Pattaro, para que aceptase ser su consejero que estaba viviendo «un mes de infierno», un vía crucis: «Comienzo a entender ahora cosas que no había comprendido antes. Aquí cada uno habla mal del otro. Si pudieran, hablarían mal hasta de Jesucristo». Supongo que se acordaría de aquella conversación entre Boileau y Lamoignon.

Imagen superior: «Ultraje» (1950), de Ida Lupino.

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Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.