Escribe Borges en una de sus Otras inquisiciones cierta reflexión acerca de un doble episodio de la historia china: la quema de libros y la construcción de la Gran Muralla. Los libros son objetos –se supone– hechos para abrirse como escritura a la atención de los otros, lo opuesto a la cerrazón y el aislamiento que produce la muralla. La página borgiana data de los terribles tiempos del nazismo, con sus hogueras de libros y su ensimismamiento totalitario. Por mi parte, evoco otra costumbre imperial y china: el emperador encerraba a sus cronistas e historiadores en un recinto al que se les allegaban documentos, prohibiéndoles todo contacto con el mundo exterior. Otra manera de amurallar y ensimismar.
Recordé estas cosas leyendo Los enemigos de los libros. Contra la biblioclastia, la ignorancia y otras bibliopatías, de William Blades (traducción de Amelia Pérez de Villar, prólogo de Andrés Trapiello, epílogo de Javier Jiménez) editado recientemente por Fórcola en Madrid. El texto data de 1880 y es debido a un impresor y bibliógrafo inglés, bibliófilo y hasta bibliómano, si por manía se entiende una pasión y hasta una locura. Pero ya observó Nietzsche que hay razón en la locura y, añado por mi parte, vale la pena tenerla en cuenta en casos como el de Blades.
En efecto, nuestro hombre fatigó librerías de viejo, subastas, coleccionistas en apuros y hasta recónditos baratillos provincianos y suburbiales en busca de lo que, según su informado y ameno texto, es la supervivencia libraria. No sólo el poder que secuestra y quema, sino la incuria de los propietarios, la torpeza de los bibliotecarios, las polillas, las ratas, el calor, la humedad, las emanaciones del gas para alumbrar y calefaccionar, han diezmado el patrimonio libresco de la humanidad. La codicia del ladrón y el depredador merecen capítulo aparte porque tienen que ver con la perpetuación de libros que se venden clandestinamente o a los cuales se arrancan portadas y láminas para mercar en los anticuariados.
Lo que preocupa a Blades y también a cualquiera que se acerque a su texto, es esta lucha tenaz entre la construcción y la destrucción de los libros. El ser humano es el único que escribe, el único que deja signos descifrables por ignotos lectores, en ejercicio de una de las actitudes más típicas de nuestra especie: fijar en el tiempo los eventos, las ideas, las ocurrencias, las bellezas y los horrores que el tiempo se lleva en compañía del olvido. Es el único animal que fabrica y destruye libros porque ni la polilla ni la rata saben que lo roído por ellas lo es. Y con el borramiento de lo escrito desaparece nuestra historia, otra de nuestras señas de identidad como humanos. Lo somos y, por ello, asimismo, los únicos capaces de deshumanizarnos.
Las cenizas de las hogueras se han disipado pero la muralla, ahora reducida a imponente símbolo, sigue en pie. No podemos convencer a los insectos ni a lo roedores de que los libros merecen cuidado y respeto pero hemos de ser capaces, con la ayuda impagable de maniáticos egregios como Blades, de aprender hasta la convicción que con los libros se nos va la vida.
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