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España y la URSS

Ofrece una variada utilidad el libro de Andreu Navarra El espejo blanco. Viajeros españoles en la URSS (Fórcola, Madrid, 2016, 328 páginas). El trabajo en sí mismo, con una caudalosa información aseadamente ordenada y expuesta, ahorra al lector curioso pero no especializado una profusa navegación por archivos, bibliotecas, hemerotecas y librerías de viejo. Además, aquel trabajo tiene un valor específico. En efecto, este tipo de pesquisas obliga a leer buena y mala literatura, a lo cual el lector hedonista, que es mayoritario, no está dispuesto. Pero hay más y se podría hablar de cierta moraleja histórica. Provisoria, como toda conclusión en el tráfago de la historia, pero muy útil como reflexión y balance.

Es obvio que el comunismo es uno de los fenómenos que definen el siglo XX. Pero es tal su amplitud que, apenas se lo examina de cerca, se advierte una maraña de equívocos debajo de la cual late otro tejido de signos y sentidos. Para empezar, porque la revolución bolchevique ocurre en Rusia, país del cual Occidente recoge una imagen mítica: el misterio del alma rusa, la ambigüedad de un mundo que no es europeo ni asiático siendo ambas cosas, la mezcla indiscernible de un exquisito refinamiento y una despiadada brutalidad. Cubriendo todo ello, un sutil vaho de misticismo. Gran duque o mujik, todo ruso es un místico de la sagrada misión de Rusia en el mundo. Dicho de otro modo: la capacidad de Rusia para desencajarse del mundo y constituir un orbe aparte, modélico o adversario del resto.

Este componente de raigambre religiosa explica muchos aspectos del fenómeno comunista, en especial en cuanto hace a las visitas de españoles a la Meca del bolchevismo. Arthur Koestler dirá en su momento que, para él, ingresar en política desde el comunismo fue como ingresar en una religión. Si bien se mira el momento revolucionario ruso, el final de la primera guerra mundial, cabe entender con cierta facilidad cómo la monstruosa realidad bélica pudo resultar inexplicable y se buscara una contrapartida de fe irracional en un hecho relativamente modesto como la toma del Palacio de Invierno en Petersburgo. También la crucifixión de un carpintero judío era un evento –cruel y patético– pero de enorme modestia eventual, si se permite el oxímoron.

Credulidad, iglesia, ortodoxia, confianza en la palabra que baja desde la jerarquía, temor de Dios, policía de costumbres, sacrificios concretos en pos de un ideal abstracto llamado socialismo, la cesión del pensamiento y la decisión individuales a favor del estamento burocrático, una sociedad totalmente estatalizada en que sociedad y Estado se confunde, el Estado se confunde con el Partido y el Partido se confunde con el Ejército: este fue el funcionamiento del llamado socialismo real, el único posible y, por lo mismo, hijo unigénito de la razón histórica.

Al igual que el viaje a los Santos Lugares, la crónica soviética de los españoles reitera ese juego de espejos. El creyente va a ver aquello en lo que cree. A veces, su credulidad entra en crisis y se vuelve, en consecuencia, fobia contra la falsa iglesia. Desamparado, busca amparo, se queda en el aparato y aprende de memoria la sana crítica familiar, como ocurrió en el XX congreso del PCUS respecto a Stalin. Más de uno se sorprendió pero porque estaba obligado a sorprenderse por orden partidaria.

En medio de estas tensiones, se advierte que, como en todo mundo con trasfondo religioso, en la izquierda revolucionaria hay guerras y guerrillas de sectas: anarquistas, marxistas bolcheviques, marxistas mencheviques, socialistas sindicalistas, socialdemócratas, hasta desaguar en esa creación estrictamente bolchevique de la Patria del Socialismo, algo que más de un socialista internacionalista como cuadra, podría considerar herético. Y con la herejía seguimos en religión.

Lo curioso del asunto es que pocos vieron lo que realmente estaba ocurriendo en la URSS revolucionada y contrarrevolucionada, la construcción de un país industrial moderno por medio de un método de modernización capitalista inédito: la clase dominante no es la burguesía sino una casta burocrática militarizada y poblada de técnicos y gestores. Lo vio bastante claro Fernando de los Ríos, analizando las estadísticas de crecimiento industrial soviético y comprobando el estado de superexplotación de la mano de obra en un proceso que cualquier marxista de escuela denominaría acumulación primaria de capital. Don Fernando se quedó perplejo y se puso a reflexionar si no estaríamos ante una forma de capitalismo que a Marx no se le habría pasado por la cabeza, fascinado como estaba por el ejemplo inglés como único paradigma capitalista.

Vale la pena seguir a Navarra en su deriva desde este mundo por donde han desfilado, tras las almenas de la Plaza Roja moscovita, desde Lenin y Trotsky hasta Gorbachov y Putin. Cuerpo y alma rusos, dirán algunos volviendo a Dostoievski y a Kropotkin. El tiempo lo dirá, si es que se digna decirnos algo.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")

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