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El crimen y el arte

El suceso es conocido. El 26 de agosto de 2015, en un estudio provincial de televisión norteamericana, Vester Flanagan asesinó a tiros a la entrevistadora Alison Parker y al camarógrafo Adam Ward, y luego se suicidó. Así resumido, no pasa de ser un atroz titular en la página policial del periódico. Las lecturas han proliferado, veloces. Una cuestión personal entre el homicida y su víctima, a la que secundó el testigo que podría haber registrado toda la secuencia. El estado mental de un trastornado. La abundancia de armas de fuego en los Estados Unidos. Las agresiones raciales.

No me detengo en ninguna de ellas. Destaco sólo un elemento: el criminal filmó su acto y lo colgó en la red, a la vez que desplazaba con la muerte al competidor. Quiso ser el único autor del documento. Lo que hace un profesional de noticias o un director de video. De la aniquilación surgió un objeto, un rudimentario y violento minirrelato visual con fondo de gritos espantados y explosiones.

Poco tardé en recordar un cuento de Pierre LouysEl hombre púrpura. Un pintor hace posar a un modelo, desnudo, fingiendo ser un crucificado, pero lo crucifica de verdad y mientras el otro agoniza, copia su final. La púrpura de la sangre tiñe la palidez de la carne moribunda. El cuadro provee al artista de una aureola gloriosa. Las exclamaciones de los admiradores ahogan los estertores de la víctima. Louys no nos cuenta lo que policías y jueces pudieron hacer a continuación. No le importan. Ha tratado, como buen decadente, de justificar la vida y la muerte por la obra de arte. Nietzsche podría haber acudido en su ayuda: lo único que justifica al mundo es el arte.

No quisiera comparar al escritor, que todo lo resolvió en papel y tinta, con la masacre de Flanagan. Pero hay en ambos, en uno efectivamente y en el otro simbólicamente, un mismo descenso al subsuelo tenebroso de nuestra condición. Flanagan, como Louys, consideró la muerte del prójimo en tanto memorable. Ciertamente, el asesino luego se autoejecutó, reconociéndose culpable y digno de la condena capital.

Otro gran escritor, Goethe, dijo alguna vez no sentirse incapaz de ningún crimen ni de ningún delito. Alguien que no escribía, y que se recuerda como el Tigre de Milwaukee, asesinaba a sus jóvenes amantes y colocaba después sus cráneos en un altar, ante el cual les rendía culto, como esos enamorados que guardan un bucle de cabellos de la amada muerta.

El coro de Antígona dice que no hay nadie tan deinos como el hombre: imponente, admirable, terrible y funesto, que tal significa la intraducible palabra. Acaso le podría servir el vocablo monstruo, que ha perdido su ambigüedad. Monstruoso era, a la vez, quien se exhibía en su espantosa y venerable condición de estar fuera de toda clasificación. Acaso nuestra condición, más allá de lo pasajero de la semántica, tenga una imponderable calidad. Ser monstruosa.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")