La Comedia Francesa ha recuperado una vieja costumbre, la de llevar al teatro las novelas de Julio Verne. En su tiempo esto fue frecuente, ya que las ficciones vernianas abundan en espectáculos que son escénicos por sí mismos y que ocurren en lugares tan pintorescos como el centro de la Tierra, las caras de la Luna o el fondo del mar. De hecho, hemos visto en Madrid la versión francesa de Veinte mil leguas de viaje submarino, comprobando que las actuales técnicas digitales permiten al teatro competir con el cine, que lo había desplazado en esta materia.
Normalmente consideramos al novelista francés como un ejemplo de ficción científica y, en consecuencia, de literatura futurista o de antelación. Ciertamente, “profetizó” los vuelos aéreos, los viajes interplanetarios, la televisión y, entre tantas otras cosas, el submarino del caso. Desde luego, el artefacto del capitán Nemo es algo, en el mejor sentido de la palabra, novelesco. Se trata de una mansión bastante gótica que navega por los fondos oceánicos con unos dispositivos palaciegos: salones, biblioteca, sala de música, suculenta y exquisita cocina, iluminación a giorno y, para regocijo visual y distensión corporal, grandes ventanales por los que contemplar las fosforescencias y la fauna de las profundidades. También, las ruinas de la Atlántida, la isla utópica de las leyendas, una sociedad de ideal perfección condenada a ser una ignorada colección de cascotes. Una sociedad sin historia, según las normas de la Utopía, que el tiempo convirtió, por paradoja, en historia. Las aguas marinas le sirven de cobertura.
Imagen superior: Nicolas Lormeau y Christian Hecq en la versión teatral de «20.000 leguas de viaje submarino» realizada por Hecq y Valérie Lesort © Brigitte Enguérand, Comédie-Française. Reservados todos los derechos.
En esta figura isleña hay una clave que permite leer a Verne no ya por su tópica previsión de científico aficionado y fantasioso, sino como avizor político del siglo XX. Por un lado, tenemos al capitán Nemo (capitán Nadie, capitán Ninguno) que une un anarquismo agresivo con un exquisito dispositivo técnico. Por otro lado, la utopía: destrucción de la sociedad establecida, nihilismo y propuesta de una sociedad otra y paradigmática que la sustituya y establezca un orden perdurable. El submarino puede, a su vez, considerarse una isla, una comunidad humana amante de los líquidos abismos del planeta, regida por la ciencia y apartada de la sociedad humana histórica, que vive en la superficie.
El siglo XX, si se quiere admitir el esquema, cabe en este cuadro. Estados totalitarios que proyectaron durar mil años, núcleos escogidos de la raza superior o la clase superior, vínculos entre individuos prefijados, infalibles y obligatorios, profunda identidad entre el nihilismo y el terror como extremo libertario, y absolutismo del poder mecanizado. El resultado: aislamiento y autodestrucción.
El capitán Nadie morirá en su isla misteriosa, lo único superficial de su proyecto. Por otra parte, la comunidad por él proyectada está destinada a desaparecer por la ausencia de mujeres. No podrá reproducirse y se extinguirá por decreto biológico. En este punto, se abre otro paisaje del imaginario verniano. Sus conjuntos suelen ser agrupaciones de varones, una minoría de maduros y sabios maestros, y una mayoría de jóvenes obedientes, musculosos y rudimentarios. Es como si la inteligencia estuviera escindida de la fuerza corporal, la juventud de la adultez. Y todo, insisto, en un contexto masculino sustraído a la sociedad que podríamos denominar normal.
La isla de Utopía, del No Lugar, regida por Nadie o Ninguno, semeja una orden caballeresca, una tropa, acaso un club de fútbol. En esto último, Verne también se adelantó a sus fechas y por eso sigue ocupando las nuestras.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.