Todo el mundo ha oído hablar del análisis postmortem, un trabajo de forenses que aparece una y otra vez en todo tipo de series de televisión y en novelas policíacas. Pero pocos conocen el análisis premortem.
No se trata, como puede parecer a primera vista, de una autopsia practicada a alguien que todavía está vivo, aunque según parece eso ha sucedido más de una vez. Más adelante hablaré del verdadero análisis premortem, un método que se emplea para evaluar proyectos, pero ahora permitid que os cuente uno de esos casos de autopsia premortem, la de un hombre llamado Washington Irving Bishop, que al parecer era nieto del justamente célebre narrador Washington Irving.
Bishop nació en 1856. Sus padres eran espiritistas practicantes, que transmitieron a su hijo la afición de hablar con el más allá. Sin embargo, tras unos años durante los que se dedicó a fingir, como sin duda habían hecho sus padres, que creía en la comunicación con los muertos, Bishop decidió denunciar públicamente los métodos de sus colegas, como la médium Anna Eva Fay. De crédulo y farsante pasó a ser honrado denunciador de las mentiras espiritistas.
Años después se produjo un nuevo cambio en la vida de Bishop, tal vez causado por necesidades económicas, que le llevaron a plantearse si valía la pena volver a engañar a los crédulos que pueblan el mundo, pues, como dijo Barnum, a cada minuto nace un tonto. Bishop empezó entonces a hacerse conocido por sus lecturas de las mentes ajenas y como un gran experto en lectura muscular, que consiste en vendarse los ojos y adivinar el pensamiento de otra persona, tan solo tocando su mano.
Pero las actuaciones de Bishop a veces contaban con un espectacular ingrediente adicional, que no era responsabilidad suya, al menos no de manera consciente, porque ese aliciente extra consistía en que el Bishop caía en un trance que le hacía perder la conciencia y quedarse como muerto en el escenario. Al cabo de un tiempo, eso sí, regresaba a la vida. Ese número especial, ese momento único y asombroso, como he dicho, no estaba incluido en el espectáculo, sino que era provocado de manera siempre imprevisible e inesperada por una enfermedad cataléptica que padecía Bishop. Ahora bien, para evitar que alguien creyera que estaba realmente muerto, Bishop había avisado a sus allegados y llevaba siempre en la chaqueta un papel en el que se advertía de sus trances catalépticos. De este modo, cuando era presa de uno de sus trances, simplemente había que esperar a que saliera de él de manera natural.
El lector ya puede imaginar el desenlace de esta historia, aunque le daré algunos detalles. Sucedió un 12 de mayo de 1889 en el Lamb’s Club de Nueva York. Bishop realizó su espectáculo de lectura muscular y de repente cayó al suelo, como derribado por un rayo. Tras unos minutos, se recuperó del trance cataléptico y pudo continuar el espectáculo. Sin embargo, poco después sufrió otro ataque, y en este caso la recuperación no llegó. Aunque los cronistas que he podido consultar no lo cuentan, se supone que el público acabó por abandonar el club y que Bishop fue llevado a otro lugar, hasta que alguien decidió que aquel hombre estaba definitivamente muerto. El asunto no se habría convertido en trágico si los doctores hubieran leído el dichoso papelito, en el que se advertía que en ningún caso debía practicarse una autopsia al médium.
Cuando la mujer de Bishop acudió a la funeraria, descubrió que a su marido le había sido practicada una autopsia y que incluso se le había extraído el cerebro, que por alguna razón nunca explicada, había sido guardado dentro de su cavidad torácica. Según todos los indicios, cuando todo eso sucedió Bishop todavía estaba vivo.
Así que el de Bishop fue una análisis premortem, aunque no tan terrible como el que leí en un cómic de terror durante la adolescencia, en el que el cataléptico se despertaba en el preciso instante en que la sangre de su cuerpo era sustituida por cera o algún líquido fijador. También Hitchcock realizó un capítulo con un argumento similar para su serie de televisión. Como es obvio, la influencia detrás de estos relatos es Edgar Allan Poe y su cuento «El entierro prematuro».
Por cierto, cuando leí durante la adolescencia «El entierro prematuro» decidí dar a mis familiares y amigos la instrucción de que a mi muerte no me enterraran “hasta que oliera”, es decir, hasta que la putrefacción fuera evidente, o bien, que me cortaran el dedo gordo de una mano, lo que, al parecer, puede demostrar que no estás definitivamente muerto. En una ocasión me entrevistaron en un programa de televisión dedicado a últimas voluntades extravagantes (El programa de Ana, presentado por Ana García Lozano) y conté este último deseo mío. Fue muy divertido.
Pero, como dije al principio, estos análisis premortem no son lo que verdaderamente se conoce por este nombre, pero ya es demasiado tarde para explicarlo aquí, así que lo dejo para un próximo artículo. Si la catalepsia o algo peor no me lo impide, claro.
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