Uno de los mayores ejemplos de la progresiva y acelerada apertura de la República China a Occidente (o viceversa) fue la edificación del imponente edificio del Centro Nacional de las Artes Escénicas en Beijing (o sea Pequín). Construcción iniciada en 2001 e inaugurada con un espectáculo en diciembre de 2007, fue diseñada por el arquitecto francés Paul Andreu.
A partir de 2007 se han ido sucediendo puntuales temporadas operísticas en las que se entremezclaban cantantes autóctonos y extranjeros siempre, en este segundo apartado, de conocido nivel internacional. En montajes claramente tradicionales encomendados también a profesionales de prestigio como son Giancarlo del Monaco o Hugo de Ana.
Pero su actividad, centrada en títulos del más popular repertorio (Verdi, Puccini, Chaikovsky, Mascagni y Leoncavallo, Donizetti, incluso el Wagner más asequible) se extendió a estrenos locales, de los cuales el más mediatizado fue Rickshaw Boy, de Guo Wenjing, sobre una novela de Lao She, ópera dada a conocer en junio de 2014. La obra logró superar fronteras: un año más tarde se estrenaba en Florencia, Turín, Parma, Milán y Génova. “El niño del carrito” es el que arrastra personas de un lugar a otro, es ese peculiar tipo de vehículo de dos ruedas y de tracción únicamente humana que circula por algunas ciudades chinas cual si el conductor fuera un animal de carga.
Conviene recordar que en la Ciudad Prohibida de Pequín tuvieron lugar dos espectáculos operísticos que, en directo por televisión, luego distribuidos a través del mercado videográfico, obtuvieron una amplísima difusión mundial. Uno, Turandot de Puccini en 1998, con Zubin Mehta y el director de cine Zhang Yimou; otro, el concierto de los tres tenores (Carreras, Domingo, Pavarotti), promocionando para la capital china la candidatura para los Juegos Olímpicos de 2008.
Algunas de las representaciones desde esa sede de la ópera en China han sido internacionalizadas por medio de las pantallas cinematográficas. Tal como en Madrid hizo el Palacio de la Prensa en la programación 2017-2018.
Esta producción de Aida fue ofrecida por vez primera en febrero de 2015. Su director escénico, el bergamasco Francesco Micheli, tiene cierta disposición a reflejar espectáculos operísticos en espacios abiertos como la Arena de Verona o el Festival del Macerata del que es director artístico. Incluyendo en el cómputo un espléndido Otello verdiano en el cortile del palacio ducal de Venecia que permitió a Gregory Kunde en 2013 repetir la proeza que, en ese singular espacio, estuvo reservada antaño, en 1960, a otro moro imponente: Mario del Monaco.
Micheli firmó un montaje acorde con las posibilidades de la obra y con el público al que iba destinado: un espectáculo asombroso por su belleza y suntuosidad pero que, a partir del acto III, sin perder ese sentido de la grandiosidad que preside la obra, eficaz también para respetar y reflejan la situación de intimidad que a partir de ese momento se adueña de los protagonistas, enfrentados ya a sus personales problemas políticos y sobre todo sentimentales.
Micheli se valió de compañeros de postín: Ezio Frigerio para la escenografía, su esposa Franca Squarciapino en el lujoso y recargado vestuario además de atrezo, Sergio Vitalli para unas proyecciones de vídeo convenientemente encajadas en el concepto, Marco Volle para la sencilla coreografía. Todo ello iluminado por un habitual colaborador de la pareja primeramente citada: Venicio Cheli.
Cheli y Micheli eligieron un Egipto algo tenebroso, con una acción que fluía muy cinematográficamente en un desarrollo bien permitido por las posibilidades técnicas del teatro. El concepto general de esta Aida tiene una reconocible deuda con algunos filmes del cine mudo, como al capítulo babilónico de Intolerancia de Griffith. En suma, un fastuoso, espléndido espectáculo.
Aunque con algunos elementos del equipo vocal merecería que Mehta les hubiera hecho trabajar su fraseo, el veterano director hizo el minucioso trabajo de orquestación al que nos tiene acostumbrados, al frente de la orquesta y el coro del centro pequinés, un coro que sonó admirable gracias a la preparación realizada por Paolo Vero, asistente de Norbert Balatsch en Bayreuth, afecto varias temporadas a la Opera de Roma y actualmente en nómina del Lírico de Cagliari. Si se añade que la excelente realización visual corrió a cargo de Tiziano Mancini, se puede afirmar que la mayor parte del éxito de la velada se debió a profesionales italianos.
Como el mundo de la ópera (¡bendita sea!) no sabe de nacionalidades, coincidieron en el cuarteto principal una china (¡cómo no!), un español (tinerfeño para más datos), un mexicano (del distrito federal) y una rusa (nada menos que de San Petersburgo). Una electrizante combinación de personalidades frente a un reto común: el inmenso Verdi.
Hui He o He Hui, que de ambas formas puede y suele decirse (como diría el pedantón de Doña Rosita la soltera) ha hecho de Aida uno de sus papeles más frecuentados. Con toda razón: posee el centro vocal ancho y carnoso que la parte favorece y la musicalidad propia de una soprano lírica de cierto peso. Ambas cualidades se adaptan con comodidad a las exigencias dramáticas del personaje encontrando, como es preceptivo, sus mejores aciertos en un acto III que pertenece por completo a la protagonista titular y que la cantante china supo disfrutar, después de un aria donde en las primeras frases no calculó bien el fiato.
Su canto impecable y una entrega apropiada a las vicisitudes que durante todo ese acto ha de soportar la infeliz esclava etíope merecen el calificativo de modélicas. Sus medias voces, en especial, fueron de una belleza contagiosa. Sin embargo, tratándose en conjunto de una intérprete de escaso vuelo dramático, en los actos anteriores las cosas no se desliaron con similar provecho, con un Ritorna vincitor, por ejemplo, algo caótico.
Radamès ha de dar cuenta de su virilidad como guerrero que es y de sus inquietudes sentimentales como enamorado que está. Jorge de León, voz hermosa, modales y temperamento generosos, con el spinto que caracteriza su parte tenoril, se dedicó más a reflejar la primera categoría, la belicosa, que la segunda, la sensible. No estuvo tampoco muy atento a las indicaciones de dinámicas que Verdi le propone.
Marina Prudenskaya se maneja en un repertorio muy variado que va del Barroco a Wagner; como cantante verdiana suele ser escuchada cual Azucena o Eboli además de Amneris con la que ya se ha presentado en varios espacios líricos. En consecuencia, fue una princesa egipcia de fuerte temperamento y notables posibilidades instrumentales, consiguiendo lo que es necesario lograr: sobresalir en su escena del cuadro primero del acto IV. En conjunto, fue la mejor del equipo.
El Amonasro de Carlos Almaguer, barítono de colorido más bien lírico pero que el cantante sabe darle fuerza y poderío, dio al rudo e implacable padre de Aida toda su astucia y ferocidad.
Tian Haojiang (o Hao Jiang Tian), Ramfis, lleva ya tras sí una amplia carrera norteamericana, en especial en el Metropolitan neoyorkino donde, entre otras apariciones, se le puede recordar en la parte del General Wang en el estreno mundial de El primer emperador de Tan Dun junto a Plácido Domingo. El más joven Chen Peixin (¡Jesús, parece una palabra asturiana!), asimismo de actividad preferentemente norteamericana casi centrada en la Houston Opera (arrasada por el último huracán Irma dicho sea de paso) no tuvo dificultad como el Rey egipcio, a la par que su compañero de nacionalidad, cuerda y fatigas, en sacar adelante el cometido. Eficaces el muy vivaz mensajero y la sacerdotisa (ambos chinos), cuyos nombres (se ruegan disculpas a los perjudicados o lectores) no pudieron ser retenidos por quien redacta.
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