Hace ya más de dos siglos se publicó la novela de Mary Shelley Frankenstein o El moderno Prometeo. La fama del nombre se la debemos al cine, a un filme donde Boris Karloff hacía del monstruo de Frankenstein. En realidad, el personaje no tiene nombre en la novela y se lo menciona con diversas fórmulas como la criatura o el ser demoníaco. Y, muy por el contrario de ese prodigio de caracterización que conocemos, es un joven ejemplarmente hermoso, pues lo construyó el doctor Frankenstein con una suerte de trozos antológicos de variados cadáveres, animándolo con unas aplicaciones eléctricas. Le dio vida, ya que no alma, como dice la autora repetidamente. Luego, la criatura se va deteriorando y lo compuesto se descompone, física y moralmente, con gran dolor de ella misma. Etcétera. No me extiendo sobre la novela, sino que subrayo su pervivencia como mito.
Mary apela a Prometeo, el ladrón del fuego divino castigado en la tragedia griega. Podría pensarse en su versión cristiana, el demoníaco pecado de superbia, de ahí lo de moderno Prometeo. Soberbio es quien, al igual que el Demonio, pretende arrogarse la facultad de crear vida, monopolio divino. En este orden, Mary habría tejido una fábula ejemplarizadora, considerando al doctor Frankenstein una versión moderna de Mefisto y la historia cobraría así un tinte apologético.
Imagen superior: Ernest Thesiger como el Doctor Septimus Pretorius en «La novia de Frankenstein» (1935), de James Whale.
Bien, pero estamos ante un mito, es decir ante un cuento intemporal que se repite en el tiempo y acepta distintas traducciones. Ciertamente, el paradigma del hombre moderno es el Homo Dei, el hombre Dios que ha sido creado a imagen y semejanza de su Creador pero con carne mortal. De algún modo, Jesucristo secularizado, desprovisto de elementos trascendentes y sobrenaturales.
Una lectura sancionada de la novela encuentra en ella una crítica simbólica de la Revolución Francesa hecha en plena Restauración y auge de la Santa Alianza. Por intentar la creación de una humanidad perfecta y paradigmática, se ha engendrado un monstruo. Y ya ha aparecido otra palabra clave aplicable al caso: engendrar.
En efecto, la criatura ha sido producida por un varón que puede considerarse su padre simbólico, pero que biológicamente no lo es. En cuanto a la madre, no existe. Un psicoanalista diría algo que suscribo: la criatura es un sujeto que no puede identificar a quiénes pudieron desear su existencia, que es lo que nos pasa a todos los que carecemos de vocación prometeica. La criatura es una suerte de nuevo Adán, con la diferencia de que él sí sabía que era el objeto del deseo de Dios.
Imagen superior: viñeta de Gary Frank en la que aparecen Jor-El y Lara-El, los padres biológicos de Superman. El héroe entra en contacto con Jor-El gracias a la tecnología de la Fortaleza de la Soledad. Fue creado por Jerry Siegel y Joe Shuster en 1939.
La criatura más bien se parece a Supermán, que tampoco tuvo trato directo con sus padres y que intenta ser reconocido como Clark Kent, sobre todo por Louise Lane, aunque no en tanto superhombre volante, que aparece y desaparece como por arte de magia.
Este personaje sin madre, sin matriz, sin encierro conformador, acaba siendo deforme. Así visto, se parece a Pinocho, el invento de Collodi, que tiene un padre simbólico, que es el carpintero Gepetto, y al cual le faltan los genitores biológicos. También se vuelve macarra, pero al final se endereza y se convierte en un muchachito correcto, una especie de expósito regenerado.
En el entorno de Mary Shelley –Polidori y Lord Byron– también crecieron personajes anómalos como el vampiro –éste no tiene padres ni hijos, innecesarios a un inmortal que consume sangre ajena– y Don Juan, carente de madre desde el Barroco, vagabundo que se incendia por las mujeres sin enamorarse de ninguna. Y, ensanchando el panorama, la fauna prolifera: el Hombre que Perdió su Sombra, Peter Schlemihl, obra de Chamisso, tiene un cuerpo que se las trae. Wagner, el ayudante de Fausto en la segunda parte de la obra de Goethe, produce un Homúnculo en un laboratorio. Se aceptan añadidos.
El humanismo se instaló en las culturas de Occidente con la modernidad. Esta colección de gentes tan especiales lo pone en crisis. Será por eso que volvemos a cada rato al doctor Frankenstein y a su invento, que propongo bautizar como Nadie.
Imagen superior: Boris Karloff y Valerie Hobson en «La novia de Frankenstein» (1935), de James Whale.
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