Sus restos embalsamados yacen en un museo de la Plaza Roja moscovita pero su nombre ha pasado desapercibido en el centenario de su muerte. La razón es arquitectónica. Putin transita por un puente que lleva del último zar Nicolás a él mismo, pasando por Stalin. El arco leninista ha sido cegado. Lenin era comunista, revolucionario, amigo de los alemanes y marxista, es decir seguidor de un judío tudesco. Putin es restaurador, tradicionalista, eslavófilo, observador de Occidente desde Asia y, sobre todo, imperial. En su repertorio no cabe Lenin.
Tampoco es fácil ubicar al personaje en el tupido entramado de la historia en el siglo XX. En todo caso, sí como protagonista de las revoluciones seculares que se tradujeron en fracaso o en conversión. En rigor, Lenin no proviene de la izquierda marxista sino del nacionalismo populista de los narodnikis rusos. Su evolución pasa por el partido social-demócrata y sus fuentes –Marx y Engels– más las tardías y laboriosas lecturas de Hegel en la biblioteca pública de Ginebra, donde el aterido y pobre exilado hallaba calefacción. Y, tal vez, una fugaz coincidencia con otro furtivo, Benito Mussolini. No sería la única.
Tras la revolución de 1917, Lenin, al igual que su compañero Trotsky, espera que la catástrofe bélica dé lugar a la revolución socialista, la cual, según las previsiones de Marx, ha de ocurrir en los países capitalistas desarrollados: Estados Unidos, Inglaterra y Alemania. No ha de ser. Los focos revolucionarios europeos son sofocados por la reacción y en Norteamérica la revolución no está ni se la espera. Con los plenos poderes en la mano, Lenin ha de construir una sociedad socialista en contra del esquema marxiano. Rusia es un país atrasado, arcaico, de mayoría campesina. Por eso decide la NEP, la Nueva Política Económica, destinada a capitalizar desde el Estado una economía que las clases burguesas rusas fueron incapaces de desarrollar. Para esto ofreció al capital internacional la paz social, los bajos salarios y una variedad de empleos: empresas estatales, empresas privadas y campos de trabajo con un régimen laboral de esclavatura. A todo esto se lo llamó socialismo en un solo país o patria del socialismo, en contra de las tradiciones ilustradas e internacionalistas de los socialismos europeos. En lo político, Lenin establece una dictadura de partido único y de modelo militar, es decir que se basa en las corporaciones: ejército, partido, sindicato estatal y vertical.
Aquí vuelve a la escena Mussolini, autor de la fórmula socialismo nacional que Hitler adoptará como nacional-socialismo y que, de tanto en tanto, desempolvaba el propio general Perón. Asimismo, Mussolini, como Lenin, aspiraba a modernizar un país atrasado y anticuado, volviéndolo eficaz, industrioso, disciplinado y productivo. Los rasgos de familia parecen evidentes. Ambos líderes, revolucionarios a su manera, compartían una lectura decisiva: Reflexiones sobre la violencia de Georges Sorel, una suerte de marxismo autoritario que convertía el partido del proletariado en una burocracia del terror. Este vaso comunicante lo halló hace décadas el escritor argentino Carlos Elizalde y los hechos juegan a su favor. En efecto, a la muerte de Sorel, los embajadores de Italia y la Unión Soviética, el fascista y el bolchevique, disputaron el honor de cuidar la sepultura parisina del doctrinario. Entonces: olvidemos a Lenin y a Mussolini, transitemos la arquería que lleva de Nicolás Romanov hasta Vladimir Putin pasando por José Stalin. Un derrotado y un vencedor, ambos próceres del inmortal imperio euroasiático.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Reservados todos los derechos.