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«Dios, ciencia y filosofía», de Carlos Blanco

Para muchos divulgadores científicos, en especial los que trabajan en medios digitales y los youtubers, la batalla de la opinión está ganada. Desde que leyeron El espejismo de Dios (2006), del biólogo Richard Dawkins, tienen claro que el ateísmo forma parte del ritmo de vida de cualquier persona ilustrada.

Creer no es lo suyo, repite ese fan de Dawkins. La naturaleza y el universo, se dice una y mil veces, no necesitan explicaciones trascendentes. Y quien las busque, pierde el tiempo de forma miserable. Es más: toda hipótesis que incluya elementos sobrenaturales va a parecerles incompatible con la razón.

Sin embargo, antes de dar carpetazo al asunto, quizá habría que poner un mínimo orden en este litigio. Para empezar, sorprende que ciertos divulgadores ‒no diré que todos‒ pretendan ser portavoces de la Ciencia, cuando entre los científicos se encuentra uno a creyentes, agnósticos, ateos e indiferentes.

Por otro lado, sería deseable que no hicieran una interpretación tan adocenada de eso que llamaré causa trascendente, equiparando al creyente medio con un niño que aguarda a los Reyes Magos, con un adicto a las alucinaciones neuronales, o en el peor de los casos, con un fanático que enviaría a la hoguera a sus congéneres. Y es que, en contra de lo que algunos piensan, quien hoy elige creer no siempre lo hace por miedo, por ignorancia, por sumisión o por un rebrote de infantilismo.

En muchos alegatos del movimiento escéptico se repiten los mismos clichés: desde el Dios tapa-agujeros que va desvaneciéndose a medida que la ciencia explica la realidad, hasta el Dios menguante, cuya expresión bíblica es intolerable más allá de la simple mitología. Cabe, sin embargo, otra interpretación menos hostil. Y esta proviene, miren ustedes por dónde, de científicos que no son precisamente unos torquemadas o unos coleccionistas de patrañas.

Con ceguera selectiva, muchos integrantes del movimiento escéptico dan por hecho que el ateísmo es una de sus banderas. Supongo que esto último tiene que ver con la pasión (y la presión) de figuras como Dawkins, el filósofo de la ciencia Daniel Dennett y el escritor Christopher Hitchens.

No negaré que son tres figuras muy valiosas, pero me temo que, como argumento de autoridad, cabe recurrir a otros autores. Empezaré por alguien mucho más significativo para los escépticos: Martin Gardner, que fue uno de los más prestigiosos impulsores de ese movimiento en la revista Skeptical Inquirer y el Comité para la Investigación Escéptica.

Los herederos de Gardner suelen ignorar uno de sus libros más singulares, Los porqués de un escriba filósofo (1983), en cuyas páginas explica por qué no era ateo y por qué no consideraba imposible la inmortalidad. Al definirse como teísta que no admite ninguna Revelación, Gardner reconoce algo que comparten otros científicos: «Creo por la fe, y sólo por la fe, que seguiré viviendo después de la muerte en un estado que ahora está totalmente más allá de mi capacidad de entendimiento».

Confieso que el teísta escéptico y unamuniano que fue Gardner cambió mi punto de vista. Casi tanto como Dawkins lo ha hecho en los divulgadores ateos de hoy, convencidos de que negar a Dios forma parte de un paquete ideológico monocolor.

Frente a quienes desean que todos pensemos lo mismo, opté en su momento por la contradicción, siguiendo el cauce que abrieron C.S. Lewis y Chesterton. Así, al empuje argumental de Dawkins se opone, con parecida eficacia, el razonamiento de otros científicos.

No son pocos los investigadores que buscan una causa explicativa del universo, pero con una finalidad trascendente. Por ejemplo, Alister McGrath, biofísico de Oxford y profesor de Ciencia y Religión en la misma universidad (La ciencia desde la fe, 2015), John Lennox, profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford y catedrático de Matemáticas y Filosofía de la Ciencia en el Green Templeton College (Disparando contra Dios. Por qué los nuevos ateos no dan en el blanco, 2011), o Francis Collins, genetista, miembro de la National Academy of Sciences, director del National Human Genome Research Institute (NIH) y director del Proyecto Genoma Humano (¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe, 2006).

En el siglo XX, encontramos luminarias que contradicen el reduccionismo de Dawkins al hablar de su gremio ‒sin ir más lejos, el sacerdote católico Georges Lemaître, padre de la teoría del Big Bang‒. No obstante, creo que el lector inquieto debería acercarse con la misma curiosidad a Dawkins o a Dennett, para luego ‒sin contentarse con esa respuesta inicial‒ hacerse nuevas preguntas a partir de autores como Paul Davies, profesor de matemáticas aplicadas en el King’s College de Londres y catedrático de física teórica en la Universidad de Newcastle.

Davies no es lo que entendemos por un creyente, y sin embargo, su libro Dios y la nueva física (1983) nos abre otro formidable abanico de interpretaciones. Lo que en Davies es una corazonada científica, basada en los hallazgos de su tiempo, se dispara hoy hasta convertirse en certeza para otros físicos, dispuestos a encontrarse con la trascendencia en determinados niveles de la física cuántica.

En España, esa exploración ha involucrado a filósofos ‒más de uno a la sombra de Unamuno‒ y también a científicos, tanto católicos ‒por ejemplo, Ángel Guerra Sierra, biólogo y profesor de investigación del CSIC, autor de Hombres de ciencia, hombres de fe (2011)‒ como evangélicos ‒el pastor Antonio Cruz Suárez, biólogo investigador del Centro de Recursos de Biodiversidad Animal, descubridor de varias especies de crustáceos y autor de libros como La ciencia ¿encuentra a Dios? (2004)‒. Gracias a todos ellos, podemos aproximarnos a esa causa trascendente con argumentos serios, para luego decidir, con más claridad, qué nos convence o inspira, qué consideramos seudociencia, qué encajaríamos sin pestañear o qué nos parece dogmático. En todo caso, el viaje intelectual habrá merecido la pena. Y lo que es mejor: nos apartará de visiones sesgadas.

Mucho tienen que ver con Carlos Blanco los últimos párrafos. Su magnífico ensayo Dios, ciencia y filosofía. De lo racional a lo divino también nos confía razones convincentes para emprender esa búsqueda.

No hay un átomo de ingenuidad en esta obra. Al contrario. Además, creo que para Blanco la búsqueda de la trascendencia queda muy lejos de las críticas que suelen esgrimirse contra la religiosidad. Ni se trata de una neurosis obsesiva, como decía Freud, ni de una adoración insensata ‒pura inercia cultural‒, a esta o a aquella divinidad antropomórfica.

Eso sí, para centrar su disidencia, Blanco defiende que el teísmo es incompatible con la evidencia científica, y por eso explora una reconceptualización de Dios. Hilando fino, analiza el ateísmo, el agnosticismo y el panteísmo científico, y durante ese abordaje filosófico, pasea entre ciencia y trascendencia, con la mirada puesta más allá de las religiones históricas, de sus cambiantes intereses y de sus divergencias doctrinales.

Tanto un deísta como un agnóstico pueden leer cómodamente esta obra. Escrito con gran cortesía hacia el lector, Dios, ciencia y filosofía revela cuantiosas lecturas y un total respeto por los sentimientos religiosos, independientemente de su orientación.

Su filosofía es de alto voltaje, y a ello se añade la calidad de la escritura. Pero lo que me parece más destacable es este mensaje de fondo: la necesidad de «una religión espiritualizada; una religión que no reniegue de la racionalidad científica y de la imaginación creadora; una religión más humana».

Sin estrechez de miras, Blanco nos invita a concebir a Dios como «el horizonte futuro de la creatividad humana». Una orilla de las posibilidades de nuestra especie, admisible para el filósofo, el poeta y el científico. Esa clave o destino ‒entiendo yo‒ también puede servir de substancia profunda al creyente más tradicional, que disentirá aquí y allá con el autor, o inspirar al agnóstico que se sitúe en el umbral de lo que hoy nos parece irrebasable.

Ya termino, esta vez de verdad, y para ello les dejo con otra reflexión que Blanco nos deja en su excelente trabajo: «Si los ideales atribuidos tradicionalmente a Dios han de reinterpretarse como posibilidades futuras de nuestra mente, inmersa en un proceso infinito de búsqueda y cuestionamiento, equiparémonos a Dios e inundemos el mundo de bondad y sabiduría».

Que así sea.

Sinopsis

¿Por qué hablar de Dios? ¿Tiene aún hoy sentido esta idea? ¿No ha sido completamente desterrada por la visión científica del mundo, que parece relegarla a un estadio superado de la evolución de nuestra conciencia? Lo que antes le atribuíamos, ¿no se ha convertido en objeto de explicaciones cuantificables, sin necesidad de apelar a causas sobrenaturales? ¿Debemos por fin renunciar a pensar en Dios, o todavía es posible reinterpretar esta noción milenaria a la luz del conocimiento científico y de la reflexión filosófica? ¿Pueden la cosmología, la neurociencia y el arte aportar algo al intento de construir un nuevo significado para la idea de un ser superior? ¿Son la razón y la imaginación fuerzas opuestas en esta tentativa?

Desde la física, la teoría de la evolución y la filosofía, Carlos Blanco propone una nueva idea de Dios como concepto límite de la mente humana. A diferencia de las religiones monoteístas, que encuentran en Yahvé, Jesucristo o Alá las respuestas metafísicas últimas a los grandes misterios del mundo, en este libro lo divino se presenta como una pregunta abierta para la ciencia y para la filosofía; no como un dogma cerrado, sino como el horizonte de lo desconocido, que inevitablemente se amplía conforme avanza el de lo conocido, pues siempre podemos preguntar más de lo que podemos responder. No se trata de un Dios personal, hecho a imagen y semejanza del hombre para satisfacer nuestros deseos, sino de un Dios filosófico, equivalente al orden matemático de la naturaleza y a las posibilidades que de él se derivan.

En una síntesis de razón e imaginación, lo divino aparece como el término de un proceso de búsqueda y de interrogación que proyecta la mente humana, producto de la evolución natural, hacia un límite potencialmente infinito en su comprensión del universo y de ella misma. Dios sería entonces nuestra mente volcada al futuro. Persiste, eso sí, la gran pregunta: ¿estamos ante un constructo de nuestro cerebro? ¿Por qué no dejamos de plantearnos la pregunta sobre Dios? ¿Dónde hunde sus raíces la necesidad de cuestionarse continuamente la realidad? ¿Por qué tantas preguntas?

Carlos Blanco (Madrid, 1986) es profesor de filosofía en la Universidad Pontificia Comillas. Doctor en filosofía, doctor en teología y licenciado en química (carreras que cursó simultáneamente), ha publicado veinte libros, entre los que destacan Athanasius, Atlas histórico del antiguo Egipto, La belleza del conocimiento, Grandes problemas filosóficos, Lógica, ciencia y creatividad, Historia de la neurociencia y El pensamiento de la apocalíptica judía, así como numerosos artículos de investigación en revistas nacionales e internacionales. Pertenece a la Asociación Española de Egiptología desde 1997, donde cursó egipcio clásico en sistema jeroglífico entre los años 1997 y 2000. De 2009 y 2011 fue Visiting Fellow en la Universidad de Harvard, becado por la Fundación Caja Madrid. En 2015 fue elegido miembro de la World Academy of Art and Science, y en 2016 de la Academia Europea de las Ciencias y las Artes de Salzburgo. En 2012 cofundó la Altius Society en Oxford, que ha reunido a algunas de las mentes más brillantes de la ciencia y de la filosofía para discutir desafíos globales como el transhumanismo, la inteligencia artificial y el futuro de la educación. Desde 2018 es miembro honorario de la Oxford University Spanish Society.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.