Los clásicos proponen distinguir entre retórica y dialéctica, dos categorías que habitualmente se confunden en los medios. La retórica es el arte de persuadir que, alcanzada cierta intensidad, se vuelve elocuencia. En cambio, la dialéctica es la técnica de demostrar, de probar y discurrir. El retórico no tiene que probar nada, le basta –nada menos– convencer y, si es posible, seducir. El dialéctico sí debe probar y demostrar. El arte se vale de la retórica. La ciencia, de la dialéctica.
Lo anterior es fácil de aplicar a la verba de los políticos. Tratan de ser seductores, convincentes y, si es posible, también elocuentes. Pero no dialécticos. En efecto, la velocidad de los mensajes, en los tiempos que corren, casa mal con cualquier demostración. Demostrar requiere tiempo, atención, desarrollo, datos y conclusiones. En las redes sociales, en los spots televisivos y en los boletines de noticias de la radio o el internet, no hay tiempo para ello.
Retórica y elocuencia divierten. Dialéctica aburre. Curiosamente, nos aburren los grandes problemas concretos de nuestra sociedad: envejecimiento, inestabilidad laboral, deuda pública, adaptación de las masas inmigratorias. Desde luego, los políticos prefieren el efecto y la velocidad, no la lección.
¿Son estas preferencias unos defectos de la condición política? ¿Son falaces los políticos porque tratan de seducir con promesas difíciles o imposibles de cumplir? Estos cuestionamientos están en el folclore antipolítico de nuestra época y, tal vez, en el de todas las épocas en que hubo política en el sentido de discusión pública de los problemas públicos. Y si se trata de programas partidarios, no está mal prometer aun a sabiendas de que toda promesa es aleatoria.
Cualquier programa es forzosamente maximalista y abstracto. Se promete lo máximo porque siempre habrá tiempo para desinflar y materializar. Y se prometer en abstracto porque ningún político puede profetizar con cuáles circunstancias habrá de lidiar. Debe hacer abstracción, poner entre paréntesis o en nota a pie de página, toda suerte de circunstancias. Si prometo combatir la inflación y reducirla al X por ciento, no puedo saber si el precio del petróleo se habrá de hundir o subir como la espuma. En este segundo caso, mi cálculo se frustrará en la realidad económica concreta y no porque mi promesa haya sido falaz sino porque así son las cosas de lo que hay. Las cosas de lo que hay son la materia de la política. Veloces y elocuentes, los políticos se han vuelto efímeros como los frágiles mensajes sociales de hoy: pestañeos, titilaciones, temblores luminosos de una pantalla electrónica. Son retóricos, un entretejido de formuletas. La dialéctica está en otra parte, acaso bien custodiada. No es inaccesible pero requiere quietud y apaciguamiento. Le pertenecen los aspectos difíciles y tal vez insolubles de nuestra condición.
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