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De princesas ibéricas con abanicos japoneses

Hubo un tiempo en el que Castilla y Portugal dominaban el mundo conocido. Y digo Castilla, que no España, porque era este reino, y no cualquiera otro de los que constituían la amalgama hispánica, quien capitaneaba los descubrimientos y conquistas por todo el orbe.

Durante 100 años, los que van de 1479 a 1580, ambos reinos iniciaron una carrera a ver quién llegaba más lejos. Desde que en 1479 firmaron el Tratado de Alcáçovas, repartiéndose los territorios que iban conquistando en la costa africana del océano Atlántico, hasta que en 1580 Felipe II unificó ambos reinos bajo un único cetro, la historia de las conquistas y descubrimientos de portugueses y castellanos constituye una de las páginas más apasionantes de la historia mundial. Algo que, lamentablemente, no se ha publicitado ni se conoce con la amplitud deseable, quizás porque castellanos y portugueses somos malos divulgadores de nuestras gestas.

Castilla y Portugal, dos reinos condenados a entenderse dentro y fuera de las costuras peninsulares, establecieron lazos familiares mediante el “canje” de princesas a través del Puente de Alcántara. Así, la historia de ambas coronas es, a la vez, la historia de dos ramas de una misma familia, en la que primos se casaban con primas y suegros eran, a la par, tíos de sus nueras. Algo muy común, por otra parte, en el devenir de las casas reales europeas, muy dadas a la endogamia y nada propensas a experimentos con sangres ajenas.

La pequeña María sólo tenía seis meses cuando murió su padre, el rey Manuel I de Portugal, uno de los monarcas más poderosos de la Cristiandad, sino el más poderoso, siempre teniendo en cuenta que compartía Península y parentesco con su cuñado Carlos, recién elegido Emperador del Sacro Imperio Germánico. María no sólo iba a perder a su padre tan pronto: con apenas dos años iba a ser alejada de su madre, la archiduquesa Leonor de Austria, infanta de España, requerida por su hermano, el emperador Carlos, para que casase con el rey francés. Todo un mero politiqueo, porque Francisco I nunca hizo caso de su nueva mujer, condenándola al ostracismo y haciéndola una desdichada.

Quedó, la pequeña María, al cuidado de doña Elvira de Mendoza, camarera de su madre, hasta que, en 1524, llegó a Lisboa su tía Catalina, hermana pequeña de su madre, para casarse con Juan III de Portugal. Tía y sobrina se transformaron, así, en cuñadas.

A los dieciséis años de edad, su hermano el rey le dio el Ducado de Viseu, un título perteneciente a la casa real portuguesa propio de infantes reales, además de casa propia y separada del Palacio Real, compuesta por damas e hidalgos de la más selecta nobleza, siendo tratada con la grandeza propia de las reinas.

Gracias a la herencia recibida de sus padres, María se transformó en la princesa más rica de toda Europa y pudo elegir su propio destino, haciendo de su palacio la residencia de toda dama ilustre que destacase por alguna habilidad artística. “Se acompañaba de muchas doncellas hermosas y doctas en ciencias y artes liberales, convirtiéndose su palacio en una continua palestra, en una especiosa y alegre Academia”, cuentan las crónicas. Una corte a lo culto en la que destacaron las hermanas Luisa y Ángela Sigea, castellanas de nacimiento.

La hermana de Juan III y de MaríaIsabel de Portugal, casó en 1526 con su primo hermano Carlos I de España y V de Alemania. Tuvieron tres hijos: Felipe, María y Juana. Con los años, Felipe y Juana también se casarían con primos hermanos: Felipe con María Manuela de Portugal y Juana con Juan ManuelMaría de Portugal no llegaría a ser reina de España, pues murió al poco de nacer su primogénito CarlosJuana tampoco sería reina de Portugal, pues quedó viuda de su primo dieciocho días antes de parir al futuro rey de Portugal, Sebastián.

Juana de Austria, viuda con diecinueve años, es el prototipo de mujer activa, política, social y artísticamente hablando. Con apenas tres meses dejó a su pequeño hijo en manos de su tía y suegra, para ocuparse de la regencia de la corona española, en ausencia de su padre el emperador y su hermano, el futuro Felipe II. De ella dijo el embajador veneciano Federico Badoero que era “bastante viril en cuanto a la voluntad, y muestra poseer más sentimiento de hombre que de mujer”.

De estas tres princesas ibéricas, la hermana y las dos primas portuguesas de Felipe II, el rey por excelencia del siglo XVI, el monarca más poderoso del mundo, se conservan numerosos retratos aunque he elegido tres concretos, unidos por un detalle que, en apariencia, puede ser insignificante. Se trata de tres cuadros en los que las tres princesas ibéricas son retratadas sosteniendo un abanico en sus manos.

Si desconocemos el origen de los abanicos en las cortes castellana y portuguesa de la Edad Moderna, podríamos pensar que es un atributo propio de la mujer castiza. Nada más lejos de la realidad histórica. El sentsu o abanico plegable, tal y como hoy lo conocemos, es originario de Japón. Símbolo de poder y estatus social, los samuráis lo llevaban sujeto en su mano izquierda. Circunstancia que no pasó desapercibida para los mercaderes portugueses que visitaron, por primera vez, las exóticas tierras orientales.

Manuel I de Portugal, padre y abuelo de nuestras princesas, instauró la afición por los objetos exóticos que comenzaron a llegar de Oriente, tras el descubrimiento (1499) de nuevas rutas comerciales que conectaban de manera directa a Portugal con Asia, África y América. De esta forma, el abanico sujeto por nuestras princesas es la muestra más clara del poder por ellas ostentado. Si nos fijamos atentamente, María Manuela y Juana lo sujetan en la mano izquierda, al ser esposas de príncipes herederos y madres de futuros monarcas. María, sin embargo, lo sujeta con la mano derecha pues, aunque princesa de sangre real, permaneció soltera toda su vida y, por tanto, nunca iba a ser madre de rey.

Bibliografía

Annemarie JORDAN GSCHWEND y Almudena PÉREZ DE TUDELA (2003), “Exotica Habsburgica: la Casa de Austria y las colecciones exóticas en el Renacimiento temprano”, en: Marina ALFONSO MOLA y Carlos MARTÍNEZ SHAW (eds.), Oriente en Palacio: tesoros asiáticos en las cortes reales españolas, Madrid, Patrimonio Nacional, pp. 27-44.

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Cristina BORREGUERO BELTRÁN (2011), “Puellae Doctae en las cortes peninsulares”, Dossiers Feministes, 15, pp. 76-100.

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Imagen superior: la infanta María de Portugal, retratada por Antonio Moro. Monasterio de las Descalzas Reales de Madrid.

Imagen del banner: «La dama del abanico», Alonso Sánchez Coello, hacia 1575-80, Museo del Prado, Madrid.

Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.

Mar Rey Bueno

Mar Rey Bueno es doctora en Farmacia por la Universidad Complutense de Madrid. Realizó su tesis doctoral sobre terapéutica en la corte de los Austrias, trabajo que mereció el Premio Extraordinario de Doctorado.
Especializada en aspectos alquímicos, supersticiosos y terapéuticos en la España de la Edad Moderna, es autora de numerosos artículos, editados en publicaciones españolas e internacionales. Entre sus libros, figuran "El Hechizado. Medicina , alquimia y superstición en la corte de Carlos II" (1998), "Los amantes del arte sagrado" (2000), "Los señores del fuego. Destiladores y espagíricos en la corte de los Austrias" (2002), "Alquimia, el gran secreto" (2002), "Las plantas mágicas" (2002), "Magos y Reyes" (2004), "Quijote mágico. Los mundos encantados de un caballero hechizado" (2005), "Los libros malditos" (2005), "Inferno. Historia de una biblioteca maldita" (2007), "Historia de las hierbas mágicas y medicinales" (2008) y "Evas alquímicas" (2017).