A menudo cito a Charles Darwin en mis clases de guión para recomendar una manera de escribir que creo estupenda: «Parece que hay una especie de fatalidad en mi mente que me induce a empezar expresando de forma equivocada o torpe mis afirmaciones o proposiciones. En otro tiempo, solía pensar las frases antes de escribirlas, pero desde hace varios años he descubierto que ahorro tiempo garabateando páginas enteras con la mayor rapidez posible y con malísima letra, abreviando la mitad de las palabras, y corrigiéndola luego pausadamente. A menudo, las frases escritas aprisa de este modo son mejores de las que pudiera haber escrito tras larga meditación.»
Y continúa diciendo sobre su método de trabajo: «Primero hago un grosero esquema de dos o tres páginas y luego uno más extenso en algunas más, en el que pocas palabras o una sola representan toda una disquisición o una serie completa de datos. A su vez, cada uno de estos títulos es ampliado y a menudo cambiado de lugar antes de empezar a escribir in extenso.»
Este es también mi método de trabajo habitual. Por cierto, que en lo del estilo, creo, como Darwin, que es importante no querer hacer literatura, sino buscar la mejor manera de contar algo de manera comprensible.
Ya sé que esta es una afirmación demasiado general, pero se verá lo que quiero decir si examinamos precisamente un escrito autobiográfico como el de Darwin, escrito para sus hijos y sin cuidar el estilo.
Naturalmente, la idea de que puede ser leído por otras personas siempre está presente, pero el estilo es directo, sin artificios ni trucos literarios, lo que no impide que resulte muy ameno y bien escrito.
Todo esto no significa tampoco que no me gusten los escritos con fuerte carga estilística (por ejemplo, algunos de Alejo Carpentier o de Joyce), pero, salvo contadas excepciones, prefiero los otros, aunque esta búsqueda de cómo contar algo con claridad no está ni mucho menos reñida con la brillantez literaria.
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