En una conversación entre el historiador Yuval Noah Harari y el economista Daniel Kahneman, organizada por la plataforma Edge.org, el primero expone ciertas posibilidades que harían del futuro un espacio-tiempo poco agradable para los hijos y nietos de quienes lean este artículo. Posibilidades de las que no se suele hablar en público porque, en esta civilización en la que el pensamiento mágico es el que domina, sobre todo en el ámbito tecnocientífico, que parece fiel al poder del secreto y el pensamiento positivo, prevalece la superstición de que ignorar un fenómeno impide que se haga real.
Uno de los más trascendentales se refiere a los cambios que están teniendo lugar en la medicina. La medicina del siglo XX curaba a los enfermos. La medicina del siglo XXI ampliará la vida de las personas sanas. Es un hecho y es inevitable. Sólo cabe pensar cómo será una sociedad en que la actitud hacia las enfermedades, incluso la muerte, es que son problemas técnicos.
Ya no se trata de vencer una enfermedad en concreto, sino de trascender la enfermedad como concepto. La muerte no llega desde una perspectiva metafísica, como una cita ineludible con el destino, sino que se entiende como una parada de maquinaria por algún error de mantenimiento; si es un error, se puede encontrar una solución.
Harari explica que no es necesario que exista ya, o pueda llegar a existir, la tecnología para vencer a la muerte. Basta con el cambio de mentalidad hacia ella para que cambie el modo en que las personas se relacionen entre sí.
La clave es una diferencia entre ambos objetivos –curar o alargar la vida— que suele pasar desapercibida: curar a los enfermos implica que hay un nivel estándar para todos los seres humanos, un “estado de salud” óptimo que la medicina busca recuperar cuando la persona cae por debajo de ese nivel; es una acción igualitaria en términos sociales. Alargar la vida, por el contrario, será una carrera sin límites, un proyecto elitista que podría ampliar la brecha entre ricos y pobres.
Quien tenga recursos, podrá eludir a la muerte. Y esto, desde la perspectiva del pobre, es terrible, dice Harari, “porque, a lo largo de la historia, la muerte ha sido la gran igualadora”. Si la mayoría sigue muriendo porque no tiene dinero y un sector de la población puede pagar por alargar su vida, “eso va a generar mucha furia”.
En contra de este argumento, se podría esperar que los avances médicos sean asequibles a toda la población paulatinamente, como ocurrió a lo largo del siglo XX y sigue ocurriendo hasta ahora; al principio, los recursos siempre están en manos de los más ricos pero, poco a poco, los más desfavorecidos logran acceso a ellos.
Harari no está de acuerdo. El siglo XXI no tiene motivos para ser como el anterior. El siglo XX fue igualitario por unas circunstancias históricas concretas que no tienen por qué repetirse en el futuro. Desde la perspectiva del sistema social, cada persona tenía un valor importante en términos de economía y acción militar: un ciudadano sano era necesario para mejorar la producción, consumir, hacer crecer la economía y para sumarse al ejército.
El siglo XXI ofrecerá la posibilidad de que los seres humanos pierdan su valor económico y militar. De hecho, el valor militar ya está prácticamente perdido: la cantidad de hombres ha dejado de ser lo más importante para asegurar la potencia de los ejércitos y la defensa de las naciones a estas alturas de la era tecnológica.
El siglo XXI va a ser el siglo en que desaparezca la necesidad de mano de obra humana. La Inteligencia Artificial está superando todos los problemas que impedían su implantación universal. Los robots han salido de las fábricas. Las finanzas están automatizadas hasta el punto de que el dinero fluye –¿no es lo único que le basta al sistema, que fluya?— sin necesidad de presencia humana.
Ya existen abogados artificiales que dejarán sin trabajo a millones de profesionales del derecho de aquí a unos pocos años. Los profesores y los dependientes de comercios desaparecerán en cuanto la telepresencia se haga popular. Los periodistas tampoco se libran.
No parece que vaya a surgir ninguna nueva y salvadora profesión especializada que deshaga el desempleo a nivel global. Las nuevas generaciones de robots se construyen a sí mismas, se arreglan a sí mismas, se diseñan a sí mismas y se pensarán a sí mismas; al ampliarse el proceso, un humano al final de la cadena bastará para controlar y suplir, mediante más y más inteligencias artificiales, el trabajo de más y más millones de personas.
No hay profesión que la frivolidad humana no esté automatizando. A estas alturas, no se trata ya de que la Inteligencia Artificial alcance el nivel del cerebro humano; eso de crear un robot “humano” es una preocupación existencial con fines metafísicos. En la práctica, basta con que la sociedad sólo necesite que las actividades humanas se reduzcan al nivel de los robots para seguir funcionando.
Wall-Ye V.I.N. es un robot capaz de trabajar día y noche en los viñedos, ejerciendo las mismas tareas de un vendimiador © Wall-YE Softwares & Robots.
A lo largo de la historia, inteligencia y conciencia han ido de la mano. Para que algo fuese inteligente, se daba por hecho que, primero, debía ser un organismo consciente. La Inteligencia Artificial ha acabado con esa asociación.
La conciencia es circunstancial cuando se trata de emplear al ser humano en la mayoría de labores que mantienen “viva” la sociedad. Se requiere únicamente procesadores de información que recojan los datos, los analicen y tomen las decisiones óptimas para la tarea encomendada.
No importa que las máquinas no alcancen a ser como humanos: el sistema ya no necesita seres humanos. Al menos, no tantos como existen. Necesita “inteligencias”, afirma categórico Harari.
Muy pocas personas son necesarias por su capacidad de ser conscientes, es decir, por algo más que se pueda escapar a una inteligencia que procesa información. Incluso una acción tan compleja como conducir un coche en una ciudad, pone como ejemplo Harari, no requiere de seres humanos, gracias a los recientes logros de Google.
Los automóviles sin conductor, como el diseñado por Google, tendrán un impacto inmediato en el sector del transporte, que podrá prescindir de conductores, taxistas o repartidores humanos © Google.
Obviamente, un taxista, un camionero, cualquier conductor es capaz de realizar tareas infinitamente más complejas que una inteligencia artificial que controla un vehículo. La cuestión es si esas tareas conscientes son prescindibles, porque lo que se espera del conductor es que lleve el coche de un punto a otro en el menor tiempo posible y de la forma más segura, y en eso ya son mejores las máquinas.
La pregunta sobre si es posible que los robots sustituyan o no a los seres humanos es irrelevante, si se piensa desde el funcionamiento del sistema que conocemos. Sólo cabe preguntarse cuándo ocurrirá, si más tarde o más temprano.
Es la deriva natural de una civilización que ha crecido confiada en la especialización, dice Harari. No sería lo mismo, pone como ejemplo, que se quisiera emplear robots en una comunidad de cazadores recolectores; ahí la inteligencia artificial tendría que lograr cuotas de complejidad que hoy en día no alcanza. Pero en una sociedad en que las personas han sido limitadas en su desarrollo y educadas para pasar toda su vida dedicadas a funciones muy concretas y automáticas por el bien del rendimiento económico, este sistema sólo necesita un puñado de humanos para seguir adelante.
La referencia más cercana –pero con la perspectiva suficiente para ser estudiada a fondo— de un cambio monumental en el funcionamiento de una sociedad es la Revolución Industrial. El siglo XX, por su parte, explica Harari, fue el siglo en que se luchó por disminuir las diferencias generadas por la industrialización, ya fuese en términos sociales y económicos dentro de un país, entre clases y grupos de población, como en términos internacionales, entre países desarrollados y subdesarrollados.
Hasta ahora, los países han podido engancharse a la industrialización recurriendo a mano de obra barata que atrae a las grandes corporaciones; pero, una vez que existan sociedades en que la mano de obra sea fabricada a voluntad, “la mano de obra barata de África o Asia, o de donde sea, sencillamente no contará para nada”, concluye Harari, “así que, en términos geopolíticos, podríamos asistir a una repetición del siglo XIX, pero a una escala muchísimo mayor”.
El robot humanoide Pepper, creado por la firma Aldebaran, está programado para convivir con humanos. Se trata de un robot social, fabricado por encargo de la operadora japonesa SoftBank Mobile.
En términos socioeconómicos, que al fin y al cabo es lo único que le importa a esta civilización, el síntoma de que a una sociedad le sobran humanos es el desempleo masivo. Y, como reflexiona Kahneman, esto conduce a las revueltas sociales.
Es un hecho que cada día sobran más personas según los valores establecidos y asumidos. Para Harari, no existe un sistema alternativo para reintegrar a todos los seres humanos en una sociedad global. No sólo habrá un problema de supervivencia, sino de sentido. La gente tendrá que encontrar, o recuperar si acaso queda alguna memoria del pasado, un significado a su existencia más allá de los límites socioeconómicos que imperan hoy en día.
Y, al igual que ocurrió en el siglo XIX, las soluciones del pasado no sirven para resolver las crisis que se van a hacer evidentes en los años próximos. “Nada de lo que existe en el presente ofrece una solución a esos problemas”.
Todavía se sigue pensando que hay que encontrar soluciones al problema del paro que generen más empleo, pero el hecho es que no va a ser necesaria la mano de obra humana en la inmensa mayoría de puestos conocidos. Los actuales debates políticos y sociales son inútiles, un pasatiempo estéril para quienes no aceptan la realidad en que viven, o son demasiado ingenuos para contemplarla en toda su complejidad. No van a solucionar nada, porque el trabajo va a desaparecer definitivamente.
Robonaut2 (apodado «R2»), es un androide creado conjuntamente por la NASA y General Motors. Está previsto que acabe integrándose en las plantas de fabricación y que participe asimismo en misiones espaciales, acompañando a los astronautas © NASA.
Todavía se cree en el poder de las masas. El pueblo está de moda cada vez que aumenta la crisis. Según los nuevos problemas van dejando de ser especulaciones fantasmagóricas y se hacen un poquito más densos en nuestro mundo, el único recurso de que son capaces los líderes sociales es llamar al levantamiento del pueblo contra las castas que los mal-gobiernan. O de proponer alternativas que ya fracasaron en el pasado, incluso a pesar de que las masas todavía tenían poder.
Pero, hoy, el pueblo ya no tiene poder alguno que valga. “Una vez que eres innecesario, no tienes ningún poder”, explica Harari, “estamos acostumbrados a pensar en las masas como poderosas, pero esto es básicamente fenómeno de los siglos XIX y XX”.
En la Edad Media, los levantamientos de campesinos estuvieron condenados siempre al fracaso, porque no se concedía ningún valor al pueblo. Ahora, de nuevo, estamos entrando en una era en que la masa va a perder toda su fuerza, que reside únicamente en su capacidad productiva y militar. “Todavía puedes causar problemas, por supuesto, pero no tienes el poder para cambiar realmente las cosas”.
Volviendo a la Revolución Industrial, el gran problema que nadie supo ver fue la disolución de la familia y la tribu. Durante cientos de miles de años, el ser humano había vivido en comunidades pequeñas, no superiores a los doscientos miembros. Incluso cuando aparecieron las grandes ciudades se conservó el núcleo familiar como apoyo esencial para el individuo, la pequeña comunidad en que cada miembro tenía garantizado sus necesidades básicas.
En 1800, nadie podía imaginar aún, dice Harari, que la estructura básica de las sociedades humanas iba a desaparecer. En los siguientes doscientos años, las funciones de la familia y la pequeña comunidad tuvieron que ser trasvasadas al Estado para evitar el colapso de la civilización industrial, una vez que la estructura de las pequeñas comunidades pasó a ser, en la mayoría de los casos, un residuo de épocas pasadas; las pensiones, por ejemplo, han tenido que suplir la carga que los hijos ya no podían sostener en una sociedad industrial: asegurar el sustento de sus mayores una vez que estos ya no podían valerse por sí mismos.
Una vez que se rompieron los lazos del clan, fue necesario encontrar fórmulas que garantizaran la supervivencia. “No necesitas vecinos o hermanos que te cuiden cuando estás enfermo. El Estado se encarga de ti. Te provee con policía, educación, salud, con todo”.
El problema que se plantea ahora es quién decidirá qué hacer con la gente que sobra y qué decidirá hacer. Cuando desaparezca todo el valor económico y militar de un ser humano, ¿podría la salud dejar de ser un derecho fundamental en las sociedades? ¿se podría considerar que sobran personas y que no hay ninguna necesidad de facilitarles calidad de vida alguna?
Es tentador confiar en que el sistema todavía necesitará consumidores pero, teniendo en cuenta que el consumo ya no es de productos, sino de virtualidades, productos trasvasados a lo digital, ¿podrían las inteligencias artificiales ser los nuevos consumidores, simples excusas para que el dinero fluya, como ocurre hoy con los mercados de finanzas?
Harari no aborda este asunto en la conversación con Kahneman. De hecho, prevé como solución más dulce “una combinación de drogas y videojuegos para la mayoría”. De hecho, ya está pasando. Basta mirar alrededor. Claro que, como todo, sólo es una suposición:
“Lo que puedo decir es que quizás estamos en una posición análoga a la del mundo en 1800. Cuando comienza la Revolución Industrial, ves que emergen nuevas clases sociales. Ves que emerge una nueva clase de proletariado urbano, que es un fenómeno social y político insólito. Nadie sabe qué hacer al respecto. Hay muchísimos problemas. Y llevó más de un siglo de revoluciones y guerras antes de que surgieran ideas sobre qué hacer con las nuevas clases sociales.”
La tecnología ha alcanzado un ritmo de desarrollo que impide ver las cosas con perspectiva. Los problemas que plantea se suceden a una velocidad excesiva para lo que la sociedad, sus dirigentes y sus intelectuales más populares están acostumbrados.
Y eso, a diferencia del resto, no es ninguna suposición.
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