Una película de David Cronenberg es siempre una apuesta segura. Lo ratificó en Map to the Stars (2014). El envite no era fácil: reeditar una historia trágica de familia, una maldición de sangre, incesto y crimen pero hacerlo de modo que no se proclame desde el comienzo su carácter justamente trágico sino que parezca una comedia dramática de costumbres, con algo de guardarropa de moda y algo de psicoanálisis.
Cronenberg introduce desde la apertura, sin alharacas, el factor trágico y sobrenatural, la intervención siniestra y divina que armará el patíbulo de los héroes: una nena que muere de sida y clama venganza en forma de fantasma. Lo demás va surgiendo de a poco: matrimonio entre hermanos que se reproduce en los hijos, suicidios catastróficos (hoguera a lo bonzo) o serenamente barbitúrico, con el motivo conductor, insistente y lírico, del poema de Paul Éluard sobre la libertad.
Porque esta es una tragedia paradójicamente montada en la red de libertades del mundo posmoderno. Libertad sexual, verbal, expresiva, televisiva, periodística, libertad de meterse drogas y alcohol, de hablar sin tapujos sobre cualquier cosa con una suerte de gratuidad sagrada, todo en un marco encantador del medio norteamericano de las series y el viejo y glorioso Hollywood: residencias pulcras y palaciegas, hoteles de diseño, jardines feéricos.
Las buenas maneras de la alta sociedad del espectáculo tienen la impavidez propia de las tragedias, la serenidad de lo fatal, la historia ya resuelta por los dioses y que los hombres cumplen como sonámbulos del inconsciente. Todo es puesta en escena menos la locura y la muerte. Todo se juega menos con ellas, que juegan con nosotros.
Estaba por intentar una descripción crítica de lo que hace en el filme la actriz Juliane Moore pero ante la inmensidad de su arte sólo me salen ineficaces homenajes. Opto por la elocuencia del silencio.
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