Un grupo de mineros caníbales, mutados genéticamente a causa de las pruebas nucleares, acosa en pleno desierto norteamericano a una caravana en la que viaja una prototípica familia republicana, acompañada de dos perros y del clásico yerno demócrata y pacifista.
Puede ser casualidad o no que en estos tiempos de agitación terrorista y miedo generalizado se estén adaptando todos los clásicos del terror bruto de los 70, otra época de nervios alterados y pesimismo ante el futuro.
Si en el original de Wes Craven se podían encontrar alegorías sobre la aún caliente guerra de Vietnam, el comentario político es más obvio en esta nueva versión escrita y dirigida por el francés Alexandre Aja. Tan explícita y cafre como su anterior cinta, la aclamada Alta Tensión, Las Colinas Tienen Ojos trata sobre esa costumbre suicida de Norteamérica consistente en intentar apagar con gasolina los incendios que ellos mismos provocan.
Como en la versión original, no se trata tanto de un film de terror como de acción violenta, una especie de western psicótico que se desarrolla (he aquí el principal hallazgo de este remake) en gigantescos cráteres causados por las bombas H, llenos hasta la bandera de los vehículos de anteriores desgraciados que se adentraron en aquellas tierras. Esta inquietante escenografía se potencia al aparecer en escena uno de esos pueblos falsos ocupados por dummies que servían para investigar los efectos de las explosiones atómicas.
Precisamente es el cuidado en estos detalles inquietantes (o en ocasiones repulsivos) lo que hace destacar a este remake por encima de la película original, aunque siga el argumento de ésta casi paso a paso. Por otro lado, los «villanos» de la función resultan más enigmáticos y aterradores que los de la obra de Craven, que no dejaban de ser unos ridículos garrulos trogloditas (con la excepción del inolvidable Michael Berryman, visto recientemente en el último film de Rob Zombie, el otro único director, aparte de Alexandre Aja, que ha sabido hacer algo interesante en este revival del gore potente. Fin del paréntesis, todo llega), para convertirse ahora en mutantes dotados de fuerza superpoderosa y evidente carga metafórica (esa caníbal pendiente de la telebasura).
Pero no nos engañemos, lo del subtexto está ahí para el que lo quiera ver, y a Alexandre Aja, por mucho que sus padres sean intelectuales del cinéma gabacho, se le ve el plumero: nació en 1978 y se ha criado con la misma basura que nosotros. Le encanta la violencia gráfica, y como a todos los directores que les gusta de veras (los auténticos enfermos que no lo hacen por pose), la refleja en pantalla con contundencia, virtuosismo y cierta euforia. Así que, básicamente, esto es un espectáculo de rabia desatada, un cómic sangriento que pone énfasis en la trasformación del hombrecillo pacífico en máquina de destrucción, mutación más que cercana a la que sufría Dustin Hoffman en Perros de Paja.
La advertencia está hecha: una película solamente apta para un público muy determinado.
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