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«Don Pasquale» vuelve a casa (Opéra national de Paris, 2018)

Donizetti, a partir de 1838, pasó en París sus buenas temporadas, sobre todo propiciadas por el estreno de alguna de sus óperas francesas, con las que se midió por medio de sus diversos géneros a disposición: la grand- opéra con Les Martyrs y La Favorite; la opéra-comique con La fille du régiment y Rita o Le mari battu. Y con una obra típicamente italiana, por el asunto, los personajes, las situaciones cómicas y las atmósferas: Don Pasquale, estrenada en el Teatro de los Italianos (sito entonces en la Salle Ventadour, hoy un inmueble de la Banca de Francia) el 3 de enero de 1843 con un equipo de cantantes para la posteridad legendarios: Giulia GrisiMario (su esposo en la vida real), Antonio Tamburini y Luigi Lablache.

En la capital francesa se detectaría la enfermedad mental del compositor a causa de la sífilis, siendo ingresado en una casa de reposo de Ivry. Superando numerosos impedimentos de tipo burocrático, desde ese infecto lugar pudo finalmente ser trasladado a su ciudad de origen, Bérgamo, donde moriría el 18 de abril de 1848 sin llegar a cumplir los 51 años.

Los teatros parisinos, en programaciones de etapas más recientes o cercanas, no se han ocupado tanto de la obra donizettiana como otros escenarios que han acusado con superior incidencia el resurgir actual de su generosísima producción de alrededor de setenta óperas. Salvo Lucia di Lammermoor, que la Opera Nacional mantiene desde hace más de dos décadas en la más bien insoportable producción de Andrei Serban, o L’elisir d’amore en la divertida e inteligente realización de Laurent Pelly, sólo La fille du régiment, asimismo en un montaje de Pelly que ha viajado por otros recintos, ningún título más ha sido allí considerado en ninguna de sus dos sedes, la moderna Bastille y la histórica Garnier.

Pero en la Favart y en les Champs-Elysées, al contrario, sí se han escuchado también La Favorite junto a Maria StuardaAnna Bolena y Rita, lamentablemente alguna de ellas en sesión concertista. Igual que Don Pasquale, representada en 2012 en el escenario de la Avenida Montaigne (o sea, les Champs-Elysées) en una modernizada producción del actor y director de cine Denis Podalydes.

Pues bien, tras bastantes años de ausencia retornó esa genial partitura donizettiana al Palais Garnier, lugar que por sus características encaja mejor que en el más amplio escenario de la Bastille, y una de cuyas funciones (la del día 19 de junio de 2018, la quinta de las doce programadas) fue plenamente disfrutable por medio de las pantallas del Palacio de la Prensa madrileño, que últimamente en los cines. La transmisión contó con los entusiastas comentarios de Alain Duault.

Una nueva producción, pues, de Don Pasquale planteada con bastante cuidado, tanto por parte de la dirección musical de Evelino Pidò, que demostró su predilección y capacidad para este repertorio y partitura, como por el cuarteto protagonista elegido, aunque los resultados en este capítulo no estuvieran del todo conformes con las expectativas.

La incógnita o mejor dicho la inquietud llevaba el nombre de Damiano Michieletto, cuyos trabajos de dirección de escena, anti-convencionales siempre, podrían disparar las lógicas inquietudes después de soportarle, va sólo un ejemplo, el horripilante Guillaume Tell rossiniano perpetrado impunemente en 2015 en la Royal Opera londinense, asimismo ofrecido a través de las pantallas cinematográficas.

Michieletto no cambió en principio el argumento, ciñéndose a la trama original, aunque se tentó con la norma prevalente hoy entre sus colegas de recargar tintas en la definición de los personajes y en el relato de la acción. A menudo, sin aportar nada substancial a los resultados. Situar la obra en nuestros días (con WhatsApp selfies incluidos) choca no poco con ciertos detalles del texto literario, así como el plano final de Malatesta y Norina abrazados y besuqueándose generosamente. Dando a entender entonces que toda la trama ha sido exclusivamente montada a favor de la pareja (con lo cual Ernesto es tan memo y manipulable como Don Pasquale), dando así una vuelta de tuerca innecesaria a la obra. Tampoco es muy loable que Ernesto aparezca como un pasota si luego ha de cantar momentos tan tiernos y sentimentales como Sogno soave e casto o Com’è gentil, ni que Malatesta tengo ciertos aires de un mafioso de medio pelo.

Se añaden, claro está, detalles igualmente superfluos, sin ningún interés añadido, como ese pequeño que en dos ocasiones se hace ver como si fuera el propio don Pasquale añorando su perdida niñez. Y se obliga además a que todos los actores y el coro siempre estén haciendo algo, como si la actuación fuera más importante que la música o el canto. Otra constante de los registas actuales es que parece que la ópera les aburre y por eso teatralmente la acumulan de multitud de movimientos, ignorando que el público operístico es distinto del teatral o cinematográfico.

La escenografía de Paolo Fantin, de manera muy esquemática, refleja bien el cambio de la casa del protagonista tras la llegada de Norina, y el vestuario de Agostino Cavalca se adapta sin problemas a las concepciones del regista. CuandoMichieletto echa mano a unas proyecciones, no del todo bien captadas por las cámaras, el montaje recuerda soluciones de esta índole propias de Giorgio Barberio Corsetti, como las utilizadas hace una década justamente en el Châtelet parisino con motivo de unas representaciones de La pietra del paragone de Rossini.

Michele Pertusi, el excelente bajo parmesano, se le asocia de inmediato a personajes de carácter serio que fue ampliando desde los propios del bel canto romántico de sus inicios, en particular rossinianos, a otros de mayor peso vocal y dramático casi siempre verdianos (Attila, Filippo, Zaccaria, Fiesco, Oberto, Silva). Don Pasquale parece ser otro personaje cómico tras haber interpretado el Dulcamara también donizettiano, partes normalmente asumidas por cantantes preferentemente centrados en ese repertorio cómico o bufo. Pertusi es un gran profesional, con una experiencia tras de sí muy bien aprovechada: la voz sigue sonora y homogénea y salió adelante del empeño, aunque no dejara constancia de tratarse de un trabajo que enriquezca de manera importante su admirable currículo. Para el público nacional, incluido el que escribe, puede que su caracterización por momentos le recordara, con cierta inquietud, a Pedro J. Ramírez, algo que no ayudó colateralmente a la personificación (¿o sí?).

Nadine Serra es una cantante perteneciente a la cohorte de intérpretes que dan presencia y esencia actualmente a Norina, como Desirée RancatoreLisette OropesaPretty Yende, Danielle de NieseRosa Feola y alguna que otra más. De vocalidad cercana a la soubrette más que a una lírico-ligera, destacó la desenvuelta muchacha más por su físico y recursos actorales que por sus medios, un tanto corta de agudos y con imprecisiones en la entonación.

Florian Sempey respondió fielmente a las indicaciones escénicas con una voz de barítono lírico, bordeando a menudo la limitación instrumental.

Al Ernesto de Lawrence Brownlee, hermosa voz, con un canto de una seguridad y comodidad asombrosas pese a su endiablada escritura a menudo en la zona tenoril del centro al agudo, le faltó un poco de variedad en el matiz, dejando mejor constancia de su indudable arte en la parte final de su actuación, en el bellísimo nocturno.

Frédéric Guieu fue un notario eficaz dentro de la sobriedad de su juego.

Imagen superior: Don Pasquale (Michele Pertusi) y Norina (Nadine Sierra) © Vincent Pontet, Opéra national de Paris

Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).

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